OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (91)

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Madre con el Niño
Hacia el año 800
Book of Kells
Dublin, Irlanda
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO SEGUNDO (continuación)

Capítulo X: Algunas consideraciones sobre la procreación (continuación)

   Conclusión del discurso sobre la moral sexual. Sobre el lujo en la vestimenta

102.1. No tenemos derecho a abandonarnos a la los placeres amorosos, ni a permanecer estúpidamente a la espera de los deseos sensuales, ni dejarse afectar desmesuradamente por los apetitos irracionales, ni, en fin, desear la impureza. Sólo le está permitido al hombre casado verter la simiente, como a un labrador, en el tiempo y lugar oportunos, para que pueda ser recibida (convenientemente).

102.2. Para la otra forma de incontinencia hay un excelente medicamento: la razón; también presta una eficaz ayuda el evitar la saciedad, que inflama los deseos sensuales y los hace saltar alrededor de los placeres. No debemos pretender vestidos suntuosos, ni alimentos refinados.

102.3. El Señor divide sus consejos en tres categorías: los relativos al alma, los relativos al cuerpo y, en tercer lugar, los que se refieren a los bienes exteriores; y nos aconseja procurarnos los bienes exteriores por causa del cuerpo, y que gobernemos el cuerpo por el alma, y da al alma esta lección de su pedagogía: “No se preocupen por su alma (= vida), pensando qué comerán, ni por el cuerpo, con qué se vestirán. Porque el alma es más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido” (Mt 6,25; Lc 12,22-23).

102.4. Y a su enseñanza añade este luminoso ejemplo: “Consideren los cuervos, que ni siembran ni siegan, que no tienen despensa ni granero, y Dios los sustenta. ¿No valen ustedes más que las aves!” (Lc 12,24).

102.5. Esto por lo que atañe a la comida; pero también de forma análoga, a propósito del vestido, que se clasifica en la tercera categoría, la de los bienes exteriores, hace esta recomendación: “Consideren los lirios, cómo no tejen ni hilan; y yo les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos” (Lc 12,27; cf. Mt 6,28-29). Porque el rey Salomón se vanagloriaba mucho de sus riquezas.

El cristiano debe confiar en providencia divina

103.1. ¿Qué hay más gracioso y hermoso que las flores? ¿Qué hay más agradable que los lirios o las rosas? “Y si la hierba que hoy está en el campo y mañana se echa al fuego, Dios la viste así, ¡cuánto más a ustedes, (hombres) de poca fe! No anden, entonces, preocupados por qué comerán o qué beberán” (Lc 12,28-29; cf. Mt 6,30-31).

103.2. Ha suprimido todo lujo en la comida, mediante la partícula “qué”, porque eso es lo que viene a significar este pasaje de la Escritura: “No os preocupen por qué comerán o qué beberán”. Preocuparse por estas menudencias denota avidez y sensualidad; en cambio, “comer”, a secas, responde a una necesidad o, como hemos dicho, a la satisfacción de una necesidad. Contrariamente, el “qué” denuncia lo superfluo, y la Escritura declara abiertamente que lo superfluo proviene del diablo (cf. Mt 5,37).

103.3. Y la expresión que añade a esto aclara la comprensión: “No busquen qué comerán o qué beberán”; y prosigue: “No estén inquietos” (Lc 12,29). Lo que inquieta y aleja de la verdad es la ostentación y sensualidad, dado que el placer sensible, preocupado por lo superfluo, nos separa de la verdad.

103.4. Por eso muy bien ha dicho (el Señor): “Porque todas estas cosas los gentiles las buscan con afán” (Lc 12,30; Mt 6,32-33). Los paganos son los indisciplinados e insensatos. Pero, ¿qué quiere decir con “todas estas cosas”? La sensualidad, el placer, los condimentos exquisitos, la glotonería y la gula. He aquí el “qué (comerán)”.

103.5. Respecto a la necesidad de la comida simple, sólida y líquida, dice: “El Padre de ustedes sabe la que necesitan” (Lc 12,30). Si, en una palabra, el deseo de buscar es algo connatural en nosotros, no malgastemos ese espíritu de búsqueda en la sensualidad; orientémoslo hacia la búsqueda de la verdad. “Busque, dice Él, el reino de Dios, y el alimento se les dará por añadidura” (Lc 12,31).

Vanidad de los adornos y los maquillajes

104.1. Si suprime toda preocupación por el vestir, por la comida y por lo puramente superfluo, por no considerarlo necesario, ¿cuál creemos que será su opinión acerca de la coquetería, del tinte de las lanas, del lujo en los colores, del refinamiento de las piedras preciosas y del oro trabajado; de las pelucas y de los cabellos rizados? ¿Y del maquillaje de los ojos, de las depilaciones y de los cosméticos, del blanco de albayalde, del tinte del cabello y de todos esos artilugios que sirven para engañar?

104.2. ¿No es para sospechar que lo que antes ha manifestado a propósito de la hierba, se refería también a estos amantes de los adornos, que tan lejos están del verdadero ornamento?

104.3. “Porque el mundo es un campo de cultivo” (Mt 13,38), y nosotros somos el césped, nosotros que recibimos ese rocío que es la gracia de Dios, y cortados, brotamos de nuevo (cf. Ex 1,7), como se verá más detalladamente en el tratado “Sobre la Resurrección” (obra perdida; cf. I,47,1). La hierba representa alegóricamente el vulgo, familiarizado con el placer efímero cuya flor brota por poco tiempo (cf. Sal 89,5-6), amante de los adornos, de la vanagloria y de todo lo que no sea ser amigo de la verdad, y que no sirve más que para ser lanzada a la hoguera (cf. Mt 13,24-30).

Peligros de los refinamientos exagerados

105.1. Tenemos del Señor el siguiente relato: “Había un hombre muy rico, que vestía púrpura y lino fino, y que banqueteaba cada día espléndidamente” (Lc 16,19). Ésta era la hierba. “Por el contrario, un pobre, Lázaro de nombre, estaba tendido junto a la puerta del rico, cubierto de úlceras y deseando hartarse de lo que caía de la mesa del rico” (Lc 16,20). Éste era el césped. Ahora bien, el primero, el rico, fue castigado en el infierno, a compartir el fuego, mientras que el segundo florecía junto al regazo del Padre.

105.2. Admiro la ciudad antigua de los lacedemonios (= espartanos): sólo permitía a las cortesanas (hetairas) llevar vestidos bordados y un adorno de oro; y prohibió a las mujeres honestas desear tales adornos, por el hecho de que sólo se permitía adornarse a las que se prostituían.

105.3. Por el contrario, en Atenas, los aristócratas perseguían una vida ciudadana distinguida, olvidando las costumbres viriles, llevaban adornos de oro y lucían largas túnicas; sobre su cabeza colocaban un penacho -una especie de trenza-, y se sujetaban los cabellos con cigarras de oro, mostrando por su mal gusto de afeminados, que eran hijos de la tierra.

105.4. La afectación de estos magistrados (o: aristócratas) se difundió entre los demás jonios, a los que Homero, tildándolos de afeminados, llama “los de rozagantes peplos” (Homero, Ilíada, VI,442; VII,297; XXII,105).

Función específica de la vestimenta

106.1. Quienes dirigen sus miradas hacia los adornos, como imagen de la Belleza, pero no la Belleza en sí, los que son idólatras bajo la cubierta de nombre brillante, debemos echarlos de la casa (o: ciudad) de la verdad, porque sueñan con la realidad de la Belleza, siguiendo su opinión personal, y no por el camino de la ciencia.

106.2. Para éstos, la vida es un sueño profundo de ignorancia, del que debemos despertar, y esforzarnos en lo que realmente es bello y que responde a un orden, y desear ardientemente obtenerlo, abandonando lo mundano, antes de entrar definitivamente en el sueño (cf. Platón, La República, VII,534 C).

106.3. Así, por tanto, sostengo que el hombre no necesita tejidos, como no sea para proteger su cuerpo y defenderse del rigor del frío y de la intensidad del calor, para que no nos perjudique el desequilibrio de la temperatura ambiental que nos circunda.

106.4. Si ésa es la finalidad del vestido, ya puedes ver que no hay por qué asignar un vestido para el hombre y otro para la mujer, puesto que es común para ambos la necesidad de proteger su cuerpo, así como la de comer y beber.

La vestimenta de las mujeres

107.1. De manera que, si la necesidad (natural) es común a ambos, creemos razonable usar un mismo tipo de ropaje (o: una misma disposición de vestimenta). Dado que lo que deben cubrirse es lo mismo, así también convendrá que lo que los cubre sea semejante. Pero si es necesario (introducir una diferencia), que sea un tipo de vestido que oculte lo que no deben ver los ojos de las mujeres.

107.2. Si resulta que el sexo femenino tiene más exigencias, a causa de su debilidad, es censurable el género de mala vida, por la que buen número de varones, por una mala educación, han llegado a ser más femeninos que las mujeres. Y no hay por qué bajar de tono en este asunto.

107.3. Ahora bien, si es necesario hacer alguna concesión, debe permitírseles a las mujeres que utilicen tejidos más suaves, siempre que prescindan de los pequeños adornos sin sentido, las superfluas trenzas en los tejidos, y dejen a un lado el hilo de oro, las sedas de la India y los sofisticados vestidos de seda.

107.4. En primer lugar nace un gusano; luego, de él se origina una oruga velluda, tras la que, por tercera metamorfosis, nace una larva, a la que le dan el nombre de crisálida, que produce una urdimbre (lit.: telaraña), como el hilo de la araña.

107.5. Este raro tejido transparente delata un temperamento sin vigor; prostituyendo bajo una tenue capa la vergüenza del cuerpo. Además, no es un propiamente un vestido, porque no es capaz de cubrir la silueta de la desnudez. En efecto, un vestido de este tipo, al caer sobre el cuerpo con ondulante suavidad, se modela adaptándose a la figura del cuerpo, y se amolda a la silueta de la mujer hasta tal punto que, sin mostrarla directamente, hace evidente la estructura de su cuerpo.

Vanidad de los vestidos teñidos

108.1. Debemos rechazar también las tinturas de los vestidos, por estar alejados de la utilidad y la verdad; además, hacen nacer sospechas sobre la conducta. Sin lugar a dudas, no es útil su empleo: no está acondicionado para el frío y, por lo que se refiere a la protección, carece de toda ventaja sobre los demás vestidos, como no sea la del escándalo. La seducción de los colores fatiga los ojos curiosos, originándoles una oftalmía irracional. Es necesario que los que son puros, y no están interiormente pervertidos, usen vestidos blancos sin adorno alguno.

108.2. Es bien claro y límpido el mensaje del profeta Daniel: “Se pusieron unos tronos, dice, y un anciano se sentó; su vestidura era blanca como la nieve” (Dn 7,9).

108.3. Con un vestido parecido al del Señor cuando lo contempla en una visión (cf. Mt 17,2). Dice el Apocalipsis: “Vi al pie del altar las almas de los que habían dado testimonio, y se le dio a cada uno una vestidura blanca” (Ap 6,9. 11).

108.4. Y si fuera necesario buscar otro color, basta con el tinte natural, el de la verdad. En cambio, los vestidos que se asemejan a las flores hay que reservarlos para los que pierden su tiempo en bacanales e iniciaciones. Y, además, nos dice el poeta cómico: “La púrpura y la vajilla de plata son útiles para los trágicos, pero no para la vida ordinaria” (Filemón, Fragmentos, 105,2); es necesario que nuestra vida sea mucho más que un baile de comparsas.

108.5. El color de Sardes (=color púrpura), el verde intenso, el verde pálido, el rosa y el rojo escarlata, así como mil y una variedades más del tinte han sido inventados para la depravada vida del placer.

Los cristianos no deben gloriarse por la cualidad de sus vestimentas

109.1. Estas vestimentas han sido inventadas para recreo de la vista, no para la protección del cuerpo. Los tejidos bordados en oro, los tintes de púrpura, los adornos con motivos animales -expuestos al viento son de gracia exquisita-; el tejido de color de azafrán perfumado; los mantos ricos y abigarrados, ornados de pieles preciosas, con relieves de animales vivos, tejidos de púrpura; todo esto tenemos que mandarlo a paseo, junto con su afiligranado arte.

109.2. “¿Qué podremos hacer de bueno o de provechoso las mujeres, que estamos sentadas, dice la comedia, ataviadas como flores, con mantos azafranados vestidas, y embellecidas?” (Filemón, Lysístrata, 42-44).

109.3. Con términos precisos nos exhorta el Pedagogo: “No te gloríes del manto que te envuelve, ni te engrías en una gloria que es transitoria” (Si 11,4). Burlándose de los que visten ropas delicadas, dice en el Evangelio: “Miren, los que visten espléndidamente y viven en el lujo, están en los palacios reales” (Lc 7,25). Se refiere a los palacios terrestres y perecederos, donde se encuentran la presunción, la ambición de gloria, la adulación y el engaño. Por el contrario, los que sirven en la corte celestial, junto al rey del universo, conservan en la santidad el vestido incorruptible del alma -la carne- y por eso se revisten de la incorruptibilidad (cf. 1 Co 15,53-54; 2 Co 5,2).

109.4. Así como, sin duda, la mujer soltera dedica su tiempo sólo a Dios, sin que su preocupación se diversifique; la mujer casada, al menos la casta, reparte su vida entre Dios y su esposo (cf. 1 Co 7,34); y de no ser así, llega a ser toda ella del marido, es decir, de la pasión; así también, creo yo, la casta esposa, consagrando su tiempo al marido, honra sinceramente a Dios; en cambio, si ama las joyas, se separa de Dios y del casto matrimonio, trocando a su esposo por las joyas, como la hetaira argiva, me refiero a Erifile (Eriphyle): “Que aceptó el precio de su amado esposo en oro” (Homero, Odisea, XI,327).

El seguimiento de Cristo exige un compromiso total

110.1. Por esa razón yo apruebo al sofista de Keos (= Pródico?), cuando describe las figuras, semejantes y paralelas, de la virtud y del vicio. A una, la virtud, la representa en una actitud modesta, con un vestido blanco y limpio; con el pudor como único adorno -así debe ser la fidelidad, virtuosa por su pudor-; a la otra, el vicio, por el contrario, la presenta envuelta con ropaje sobrecargado, reluciente de un color que no le es propio. Sus movimientos y ademanes tienden únicamente a la seducción, y se exhibe como modelo para las mujeres lujuriosas.

110.2. El que sigue al Verbo no se vinculará con ningún placer vergonzoso. Y es que en materia de vestidos, debe prevalecer la utilidad. Cuando el Verbo, en el Salmo cantado por David, dice del Señor: “Hijas de reyes se regocijan en tu honor; a tu diestra está la reina ataviada con un vestido con incrustaciones y franjas de oro” (Sal 44,9-10. 14), no es para patentizar el delicado lujo en el vestido, sino para mostrar el adorno de la Iglesia: el incorrupto tejido de la fe de quienes han obtenido misericordia; porque en la Iglesia está Jesús, en quien no hay engaño (cf. 1 P 2,22; Is 53,9), y que “brilla como el oro” (Píndaro, Olympia, 1,1), y los elegidos son las franjas de oro.

El cristiano debe dejarse conducir por el Verbo

111.1. Si debemos atemperar un tanto nuestro rigor, por lo que se refiere a las mujeres, permitiéndoles usar un vestido liso y suave al tacto, pero sin adornos de flores, como se hace en los cuadros, para regocijo de la vista. Además, con el tiempo, el dibujo desaparece, porque los lavados y los líquidos corrosivos de las tinturas, estropean las lanas de los vestidos y los deterioran; lo cual no conviene a una buena economía.

111.2. El mayor signo de falta total de gusto está en ocuparse apasionadamente de las mantos, de las túnicas de lana, de los abrigos y de las túnicas pequeñas, y, como dice Homero, “de todo lo que recubre el sexo” (Ilíada, II,262). Enrojezco de vergüenza ciertamente al ver tantas riquezas gastadas para cubrir las partes pudendas.

111.3. El primer hombre, en el paraíso, cubría sus vergüenzas con ramas y hojas (cf. Gn 3,7); pero ahora, puesto que las ovejas han sido creadas para nosotros, no nos comportemos neciamente como ellas; conducidos por el Verbo, rehusemos el lujo en los vestidos, afirmando: No son sino pelos de ovejas (cf. Luciano, Demonax, 41). Y, aunque se vanagloríe Mileto, aunque Italia se ufane, o aunque la vellosidad se conserve bajo las pieles, por las que muchos enloquecen, nosotros, al menos, debemos hacer caso omiso de todo esto.

El ejemplo de Juan Bautista y los profetas

112.1. El bienaventurado Juan, despreciando la piel de las ovejas, puesto que olían a lujo, prefirió la piel de camello, y se revistió de ella, como ejemplo de vida simple y auténtica. Y comía miel y langostas (Mt 3,4; Mc 1,6), manjar dulce y espiritual, preparando sin orgullo y en la castidad los caminos del Señor.

112.2. ¿Cómo podría lucir un fino manto de púrpura, quien había desechado la ostentación de la ciudad y había abrazado por Dios la vida apacible de la soledad en el desierto [aquí hay una laguna en el texto griego], lejos de toda vana búsqueda (lit.: búsqueda de futilidades), de la indiferencia moral (lit.: ignorancia del bien), de la mezquindad?

112.3. Elías usaba por vestido una piel de oveja y se la ceñía con un cinturón de pelos (cf. 1 R 19,13. 19; 2 R 1,8). Isaías, ese otro profeta, estaba “desnudo y sin calzado” (Is 20,2), y, a menudo, se envolvía en cilicio, vestimenta de la humildad.

La belleza de una buena conducta

113.1. Y si llamas a Jeremías, éste llevaba sólo un ceñidor de lino (cf. Jr 13,1). Y, así como los cuerpos bien alimentados, cuando están desnudos, muestran mejor su fuerza y su vigor, así también la belleza de una buena conducta mejor la grandeza (del alma), si no la envuelve la grosera charlatanería.

113.2. Arrastrar los vestidos dejándolos caer hasta el extremo de los pies, es pura ostentación, puesto que se dificulta así el caminar, y el vestido va arrastrando, cual una escoba, las esparcidas por tierra. Incluso ni esos bailarines degenerados, que pasean a lo largo y a lo ancho del escenario su silenciosa condición de afeminados, permiten que sus vestidos lleguen a tal extremo de arrogancia. Sin embargo, su ajuar bien cuidado, las colgaduras de las franjas, el refinado ritmo de sus gestos, muestran su inclinación hacia elegancia refinada.

113.3. Y si alguno trae a colación el manto del Señor (cf. Jn 19,23; Ap 1,13), debo decir que esta túnica estampada muestra las flores de la sabiduría, las variadas e inmarcesibles Escrituras, las palabras del Señor, que brillan con los resplandores de la verdad.

113.4. Con un vestido de esta naturaleza le revistió el Espíritu al Señor, cuando dijo por boca de David en el Salmo: “Vestido estás de alabanza y de gloria, envolviéndote la luz, cual manto” (Sal 103,1-2).

La modestia femenina

114.1. En la confección de vestidos debemos, por ende, rehusar toda lo que sea indecoroso y evitar también toda desmesura en su uso. En efecto, no está bien que las muchachas jóvenes de Esparta lleven, según dicen, su vestido por encima de las rodillas, porque no es decoroso que la mujer descubra ciertas partes de su cuerpo.

114.2. Ciertamente, puede responderse honestamente a aquél que dice: “¡Qué brazo tan hermoso!”, con esta frase cortés: “¡Pero no es un bien público!”. Y a aquél otros que dice: “¡Qué piernas tan bonitas!”, con estas palabras: “¡Pero pertenecen sólo a mi marido!”; y a aquél que dice: “¡Qué cara tan linda! ¡Pero es sólo de quien se ha casado conmigo!” (Plutarco, Morales, 142 D).

114.3. Yo quiero que las mujeres castas no den pie a este tipo de piropos a quienes, usando de ellos, persiguen fines censurables; además de estar prohibido descubrir el tobillo, está prescrito que se cubran la cabeza y se velen el rostro (cf. 1 Co 11,5. 10). Porque no es honesto que la hermosura corporal sea una trampa para capturar a los hombres.

114.4. No es razonable que una mujer lleve un gran velo de púrpura deseando atraer todas las miradas. ¡Ojalá se pudiera arrancar la púrpura de los vestidos, evitando con ello que los mirones se giraran para observar a las que la usan! Sin embargo, algunas suprimen la tela del vestido y lo tejen todo de púrpura, para inflamar los deseos descarados; y para ellas, que se agitan por esta púrpura licenciosa y estúpida, son sin duda las palabras del poeta: “La purpúrea muerte se apoderó de ellas” (Homero, Ilíada, V,83; XVI,334; XX,477).

La locura de vivir preocupados por las apariencias

115.1. Precisamente a causa de esa púrpura, Tiro, Sidón y la región limítrofe al mar de Laconia son muy envidiadas. Sus tintes son muy famosos, como lo son sus tintoreros, y sus conchas, cuya sangre produce la púrpura.

115.2. No sólo en los tejidos raros mezclan sus engañosos tintes estas mujeres falaces y estos hombres afeminados; como arrebatados por su excentricidad, no sólo se procuran finas telas de Egipto, sino también ciertos tejidos de la tierra de los hebreos o de los cilicios. Y no digo nada de los tejidos de Amorgos, y de los linos finos. El lujo ha sobrepasado al léxico.

115.3. Mi opinión es que la cobertura debe permitir apreciar que lo velado tiene más valor, como la estatua respecto al templo, el alma respecto al cuerpo, y el vestido respecto al cuerpo.

115.4. Pero es todo lo contrario: si el cuerpo de estas mujeres se pusiese a la venta, no se pagarían por él mil dracmas áticas; mientras que por un solo vestido que compran llegar a pagar diez mil talentos; lo cual evidencia que ellas son de inferior utilidad y que valen menos que sus trajes.

115.5. ¿Por qué, entonces, persiguen lo raro y lo costoso, en lugar de lo corriente y barato? Porque desconocen lo que es realmente hermoso y realmente bueno. Como los insensatos, buscan con mayor empeño las apariencias que la realidad, que es lo que también le sucede a los locos, que confunden lo blanco con lo negro.