OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (89)

09.jpg
El Juicio final
Hacia 1406-1407
Antifonario camaldulense
Florencia, Italia
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO SEGUNDO (continuación)

Capítulo X: Algunas consideraciones sobre la procreación

   La finalidad del matrimonio

83.1. Queda por examinar cuál es el momento idóneo de las relaciones para las relaciones conyugales exclusivas para los que han contraído matrimonio: su objetivo es la procreación, y su finalidad, tener hijos virtuosos; de la misma manera que el objeto que mueve al labrador a sembrar es la provisión de su propio alimento, y la finalidad de su cultivo es la recolección de frutos(1).

83.2 Pero mucho más importante es el labrador que siembra un campo dotado de alma. En efecto, aquél intenta con su cultivo obtener un alimento temporal; éste, en cambio, se preocupa de hacer perdurar el universo; uno siembra por sí mismo, el otro, para Dios, porque Él ha dicho: “Multiplíquense” (Gn 1,22. 28; 8,17; 9,1), y hay que obedecerle. Y por eso el hombre llega a ser imagen de Dios (cf. Gn 1,27), porque el hombre colabora en el nacimiento del hombre (cf. 2 Co 6,1).

83.3. No toda tierra es apta para recibir semillas; y, aunque lo fuera, no lo sería para el mismo campesino. No se debe sembrar en las piedras (cf. Mt 13,5; Mc 4,5; Lc 8,6), ni maltratar la semilla, que es la causa primera de la generación, y que posee, agrupadas, las razones de la naturaleza. Y es, en verdad, una impiedad deshonrar las cosas conformes a la naturaleza siguiendo caminos contrarios a ella.

83.4. Así, entonces, miren cómo el muy sabio Moisés rechaza simbólicamente la inseminación estéril: “No comerás -dice- la liebre ni hiena” (Lv 11,5. 6). No quiere hacer partícipe al hombre de su cualidad, ni que sienta el mismo grado de impudencia de dichos animales, porque esos están poseídos por un insaciable ardor para unirse entre sí.

83.5. Se dice que la liebre aumenta cada año su ano, y que tiene tantos orificios como años de vida; de modo que la prohibición de ingerir liebre significaría que debemos evitar la pederastia. Y de la hiena se dice que cambia cada año de sexo: un año es macho, y al otro, hembra; lo que viene a significar que, quien se abstiene de comer hiena, no debe darse a la fornicación.

No forzar la naturaleza

84.1. Ahora bien, en interpretar que no debemos asemejarnos a este tipo de animales, por la prohibición establecida, también yo estoy plenamente de acuerdo con el muy sabio Moisés. No obstante, no comparto las exégesis de las expresiones simbólicas. Puesto que no puede forzarse a la naturaleza a un cambio: no se puede imponer por vía de la pasión una forma contraria a lo ya plasmado en ella; además, pasión no es (igual a) naturaleza, sino que falsifica y destruye la anterior, pero no la reemplaza por una nueva.

84.2. Se dice que muchos pájaros suelen cambiar de colores y de cantos según las estaciones: así, el mirlo cambia de color, de negro al verdoso y sólo pronuncia un murmullo cuando antes sabía cantar bien; asimismo, el ruiseñor, con las estaciones, muda el colorido y el canto; pero, en cambio, no experimentan cambio alguno profundo en su naturaleza, como lo seria volverse, por metamorfosis, hembras en lugar de machos.

84.3. Sin embargo, un nuevo abanico de alas, cual vestido nuevo, se abre en varios colores, pero, después, cuando amenaza la estación invernal, se marchita como el color de una flor.

84.4. También su canto se marchita, agobiado por el frío. En efecto, si la piel se contrae por acción del medio ambiente, las cuerdas vocales (lit.: arterias), contraídas y encogidas, comprimen aún más el soplo que, sofoca do, emite un sonido ahogado.

Las peculiaridades de la hiena

85.1. De nuevo, ciertamente, al acomodarse al medio atmosférico y, con la llegada de la primavera, al distenderse la piel, el soplo se libera de su estrechez, para circular por los hasta entonces canales contraídos, pero ampliamente dilatados, a partir de ahora. No emite ya un canto lánguido, sino que florece una voz nítida y esparce sus sonoridades; y es cuando la voz de las aves, con la primavera, se hace canto.

85.2. No debemos creer que la hiena cambia de naturaleza. Porque el mismo animal no posee al mismo tiempo ambos sexos, el de macho y el de hembra, como algunos han su puesto, llenando su imaginación de monstruos hermafroditos, e inventan una tercera naturaleza andrógina, intermedia entre la masculina y la femenina.

85.3. Sin duda están en un gran error, porque no comprenden el amoroso arte de la naturaleza, madre universal y artífice de toda generación. En efecto, ya que la hiena es el animal más lascivo, la naturaleza la ha dotado con una excrecencia, de forma parecida al órgano sexual femenino, situado debajo de la cola, por encima del meato.

85.4. Pero esta conformación de la carne (= constitución corporal) carece de salida; me refiero a un pasaje que desemboque en algún órgano útil: una matriz o un intestino. Posee sólo una gran cavidad por donde recibe el semen inútil, cuando los conductos de la gestación se repliegan para alojar al feto (concebido).

Las consecuencias de las relaciones antinaturales

86.1. Esta disposición natural se da tanto en la hiena macho como en la hembra, a causa de su ardor lascivo. En efecto, el macho también se deja cubrir, razón por la que es difícil apresar una hiena hembra. Los embarazos de este animal no son periódicos, dada la frecuencia y facilidad de sus coitos contra naturaleza.

86.2. Por esa razón, según creo, Platón, en el “Fedro” (254 D), rechaza la pederastia, tildándola de bestial, porque los lascivos que se entregan a los placeres “roen los bocados del freno; se comportan como cuadrúpedos, y sólo buscan procrear” (Platón, Fedro, 250 E).

86.3. A los impíos, como dice el Apóstol: “Dios los entregó a pasiones vergonzosas; puesto que sus mujeres, por una parte, trocaron el uso natural por otro contra naturaleza. Asimismo, los varones, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en el deseo mutuo, perpetrando infamias varones con varones la infamia, y recibiendo en sí mismos el pago de su extravío” (Rm 1,26-27).

El ser humano es la morada del Dios viviente

87.1. De manera que ni a los animales más lascivos ha permitido la naturaleza fecundar a través del conducto de la evacuación. Porque la orina tiene su alojamiento propio en la vejiga; el alimento fermentado, en los intestinos; las lágrimas, en los ojos; la sangre, en las venas; el cerumen, en los oídos, y las mucosidades, en la nariz; y el ano, por donde se expulsan los excrementos, no está separado del extremo del recto.

87.2. No obstante, la hábil naturaleza ha concebido sólo para las hienas este pequeño órgano suplementario para las cópulas suplementarias. De ahí que dicho órgano sea lo suficientemente cóncavo como para que pueda penetrar el órgano excitado; sin embargo, por el otro extremo está obstruido, porque no ha sido creado para procrear.

87.3. Por consiguiente, es evidente que nosotros, de común acuerdo, debemos rehusar las relaciones contra la naturaleza: las cópulas estériles, la pederastia y las uniones entre afeminados, y seguir a la naturaleza misma en lo que prohíbe, debido a la disposición que ha dado a los órganos, puesto que ha otorgado al hombre su virilidad, no para la recepción del semen, sino para que lo emita.

87.4. Cuando Jeremías exclama, es decir, el Espíritu Santo por boca de él: “Mi casa se ha convertido en una cueva de hiena” (Jr 12,9; 7,11), dejando traslucir con ello su pavor ante los que se alimentan de cadáveres, expresa con una sabia alegoría su aversión por la idolatría. Es necesario que la morada de Dios viviente esté realmente limpia de todo ídolo.

La prohibición de comer liebre

88.1. Moisés prohíbe también, como lo hemos visto (cf. Lv 11,5), comer liebre; la liebre copula en todas las estaciones, y cuando la hembra se agazapa cerca del macho, la cubre viniendo por detrás. La hembra concibe y pare cada mes; y, antes del parto, vuelve a quedarse preñada. Una vez cubierta queda embarazada; y luego, tan pronto como ha parido, se deja cubrir por cualquier macho, ya que no tiene bastante con una sola cópula. Y, de nuevo, concibe, mientras está amamantando: tiene una matriz bifurcada.

88.2. No es tan sólo que la parte vacía de la matriz la estimule a la cópula -porque todo lo vacío desea ser rellenado-, sino que, cuando está preñada, uno de las das partes de la matriz está dominada por el deseo y fuertemente excitada. De ahí que quede doblemente embarazada.

88.3. Así, entonces, esta enigmática prohibición nos aconseja de abstenernos de deseos fogosos, de coitos continuos, de cópulas con mujeres encintas, de la homosexualidad, de la pederastia, de la fornicación y de la lascivia.

Moisés y Platón condenan el libertinaje

89.1. Abiertamente, no de forma velada, Moisés ha establecido estas prohibiciones: “No fornicarás, no cometerás adulterio, ni practicarás la pederastia” (cf. Ex 20,14; Dt 5,18). Esta disposición del Verbo debemos observarla con todas nuestras fuerzas, y no podemos infringir la ley bajo ningún concepto, ni atemperar mandamientos.

89.2. Los malos deseos reciben el nombre de “arrebato” (o: ímpetu, violencia, exceso; ybris o hybris); y al caballo de la concupiscencia Platón lo ha denominado “arrebatado” (o: violento; ybristés o hybristés, cf. Platón, Fedro, 238 A), porque había leído (en la Escritura): “Se han convertido, a mis ojos, en potros en celo” (Jr 5,8). Y en cuanto al castigo reservado al “arrebato”, ya se lo darán a conocer los ángeles que fueron a Sodoma (cf. Gn 19,1 ss.).

89.3. Junto con la ciudad, han abrasado a quienes intentaban entre ellos actos deshonrosos, sirviendo ello de ejemplo palmario de que el fuego es el fruto cosechado por el libertinaje (cf. Gn 19,1-25). Porque las desgracias sufridas por los antiguos, como ya hemos indicado (I,2,1; I,58,3), han sido descritas (o: escritas) para advertencia nuestra, con el fin de no vernos implicados en las mismas faltas, y para que evitemos caer en semejantes peligros.

Los excesos chocan contra lo que nos prescribe la naturaleza

90.1. A los niños se les debe considerar como hijos, y a las mujeres de otros como hijas propias. Hay que dominar los placeres y ser dueño del alto y bajo vientre: es lo más importante.

90.2. Porque si, como dicen los estoicos (cf. Crisipo, Fragmenta moralia, 730; Epícteto, Fragmentos, 15), la razón recomienda al sabio no mover el dedo al azar, ¿cómo no van a estar obligados a dominar el órgano de las relaciones sexuales los que persiguen la sabiduría? Me parece que si este órgano recibe el nombre de “parte pudenda” (aidoion), es sobre todo porque debe hacerse uso de esta parte del cuerpo, más que otra, con pudor.

90.3. La naturaleza, como para los alimentos, nos recomienda un comportamiento oportuno, útil y decente aún en las uniones legítimas, y nos recomienda desear la procreación.

90.4. Pero quienes persiguen los excesos chocan contra lo prescrito por la naturaleza, perjudicándose a sí mismos con uniones ilegítimas. No es razonable tener relaciones carnales con adolescentes como si fueran mujeres. Por esa razón, el filósofo, siguiendo en esto a Moisés, exclama: “No se eche las simiente entre las piedras y las rocas, porque jamás enraizará, ni encontrará la fecundidad para concebir un ser de su misma naturaleza” (Platón, Las Leyes, VIII,838 E; cf. 836 C).

Quienes creen en el Verbo participan en la obra creadora de Dios

91.1. En todo caso, son clarísimas las prescripciones que el Verbo, por medio de Moisés, nos da a conocer: “No yacerás con varón como se cohabita con mujer; es cosa execrable” (Lv 18,22). Y añade que “hay que abstenerse de sembrar en campo femenino, sea el que fuere” (Platón, Las Leyes, VIII,839 A), a excepción del que nos pertenece; el gran Platón, recogiéndolo de las divinas Escrituras, nos lo aconseja, haciendo de este texto una ley: “No cohabitarás con la mujer de tu prójimo; te contaminarías con ella” (Lv 18,20).

91.2. “Las simientes recibidas por las concubinas dan frutos ilegítimos y bastardos” (Platón, Las Leyes, VIII,841 D); no siembres donde “no querrías ver crecer lo sembrado” (Platón, Las Leyes, 839 A); y “no toques a ninguna mujer que no sea la tuya” (Platón, Las Leyes, 841 D); sólo de ella es justo cosechar los placeres carnales con vistas a una legítima descendencia. Porque sólo esto es lícito a los ojos del Verbo. Nosotros, que somos partícipes de de la obra creadora de Dios, no arrojemos la simiente en cualquier parte, ni la envilezcamos, ni sembremos legumbres difíciles de cocer (cf. Platón, Las Leyes, VIII,853 D).

Las prescripciones dadas por Moisés

92.1. El mismo Moisés prohíbe incluso a los maridos acercarse a sus mujeres, si ellas se hallan en la menstruación (cf. Lv 18,19). Porque no es razonable manchar con la impureza del cuerpo la parte más fecunda de la simiente, que en poco tiempo puede convertirse en un ser humano; ni tampoco, con el impuro flujo de la materia, el germen de un feliz nacimiento, porque quedaría privado de los surcos de la matriz.

92.2. No nos ha dejado ningún ejemplo de algún antiguo hebreo que se uniese a su propia mujer encinta; porque el mero placer, aún experimentado en matrimonio, es contrario a la ley, a la justicia y a la razón.

92.3. Por el contrario, Moisés prohibió que los hombres se uniesen a sus mujeres encintas, hasta que hubiesen dado a luz. De hecho, la matriz, ubicada debajo de la vejiga y por encima del intestino llamado recto, extiende su cuello por la cavidad situada entre ambos; y el orificio del cuello, por donde penetra el semen, se cierra, cuando está lleno, y de nuevo se vacía, liberada ya por el parto; y es cuando ha dado el fruto que de nuevo recibe el semen. No debemos avergonzarnos, cuando se persigue la utilidad del auditorio, por nombrar los órganos de la gestación, de cuya creación no se ha avergonzado Dios.

Llenar nuestra vida con buenas obras

93.1. Así, entonces, la matriz, deseosa de procrear hijos, recibe el semen, acto que niega cualquier objeción censurable acerca del coito. Luego, después de la fecundación, al cerrarse el orificio, excluye ya todo movimiento lascivo. Sus deseos que hasta este momento se orientaban hacia los abrazos amorosos, cambian de sentido, y al ocuparse de procrear hijos, colaboran con el Creador.

93.2. No es lícito causar molestias a la naturaleza en acción con superfluas intervenciones, que desembocan en un exceso (hybris). En efecto, éste tiene varios nombres y se presenta bajo diversas formas: se denomina libertinaje (o: lascivia), cuando se ejerce en forma de desorden sexual, nombre que indica un mal mundano, vulgar, impuro, relacionado con los coitos; y, cuando dichos desórdenes aumentan, se origina un considerable número de enfermedades: la intemperancia, la pasión por el vino, la pasión por las mujeres; y, especialmente, el gusto por el libertinaje y toda clase de placeres, y sobre esto domina un tirano: el deseo.

93.3. Estas pasiones tienen hermanas que se multiplican hasta el infinito y constituyen ese conjunto que se llama conducta licenciosa. Dice la Escritura: “Están preparadas para los licenciosos los látigos, y los castigos para las espaldas de los necios” (Pr 19,29); con la expresión “las espaldas de los necios” se refiere a la impetuosidad de la vida licenciosa y a su fuerte persistencia. De ahí que añada: “Aparta de tus esclavos las vanas esperanzas, y retira de mí los deseos indecorosos; para que no se apoderen de mí los deseos del vientre y del sexo” (Si 23,5-6).

93.4. Es necesario, por tanto, rechazar lejos la multiforme maldad de los insidiosos; porque ni en el saco de Crates (= la secta de los Cínicos), ni en nuestra ciudad “entra el loco parásito, ni el licencioso glotón, que se deleita con su bajo vientre, ni la falaz prostituta” (Crates, Fragmentos, 4), ni ninguna otra bestia de placer semejante. Nuestro saber es colmar toda nuestra vida de buenas acciones.

¿Hay que contraer matrimonio?

94.1. En conclusión: el problema suscitado en torno a la cuestión de si hay que contraer matrimonio, o hay que abstenerse totalmente de él -una cuestión digna de atención, sin duda- ya lo hemos visto en nuestro escrito “Sobre la continencia” (obras perdida). Ahora bien, si nos hemos visto en la necesidad de estudiar la cuestión de si hay que casarse, ¿cómo se nos puede recomendar usar, como lo hacemos en la comida, siempre de las relaciones sexuales, como algo necesario?

94.2. Es fácil ver cómo, después de esas relaciones, los nervios como las urdimbres, se desgarran y se rompen por la tensión que comporta; además, la unión sexual esparce una tiniebla sobre los sentidos y abate también la energía.

94.3. Fenómeno este que se evidencia en los animales irracionales y en los cuerpos de los que practican deporte; entre éstos, los que se abstienen son los que aventajan a sus adversarios en las competiciones atléticas (cf. 1 Co 9,25); y a los animales irracionales no se les puede hacer caminar después del coito, como no sea tirando de ellos con todas las fuerzas; arrastrándolos, por así decirlo, porque se han quedado privados de fuerza y vigor. El sofista de Abdera llamaba a la unión sexual “una pequeña epilepsia” (Demócrito, Fragmentos, 863), considerándola un mal incurable.

94.4. ¿No conlleva un debilitamiento proporcional a la importancia de la pérdida seminal? “Porque el hombre, del hombre nace y es arrancado” (Demócrito, Fragmentos, 863). Considera el alcance del perjuicio: un hombre entero es arrancado en el transcurso de la pérdida seminal producida por la unión sexual. Y (la Escritura) dice: “He aquí que esto es hueso de mis huesos, y carne de mi carne” (Gn 3,23). El hombre, cuando vacía el semen pierde tanta sustancia cuanta se ve en el cuerpo (de un hombre), porque lo que ha expulsado es el comienzo de la generación. Por lo demás, esta efervescencia de la materia perturba y trastorna la armonía del cuerpo.

El matrimonio tiende a la procreación de los hijos

95.1. Realmente fue muy educado aquel que, a la pregunta de cuáles eran las sensaciones que experimentaba en los placeres venéreos, respondió: “Calla, por favor, hombre. En verdad me liberé de ellos con la mayor alegría, como quien se libera de un amo furioso y cruel” (Platón, La República, I,329 C).

95.2. No obstante, el matrimonio debe aceptarse y ser colocado en su justo lugar; es deseo del Señor que la humanidad se multiplique (cf. Gn 1,28), pero no dice: “Sean impúdicos”, ni tampoco quiere que nos entreguemos a los placeres, como si hubiésemos nacido para la unión sexual. Que nos llenen de confusión las palabras que el Pedagogo pone en boca de Ezequiel: “¡Circuncídense de su fornicación!” (cf. Ez 16,41; Jr 4,4). Incluso los animales irracionales tienen un período de tiempo establecido para la fecundación.

95.3. Pero, unirse sin buscar la procreación de hijos es un verdadero ultraje a la naturaleza, a la cual debemos designar como maestra, y observar los sabios preceptos de su pedagogía para el tiempo oportuno de la unión; quiero decir el tiempo establecido para la vejez y para la juventud -a ésta no se le permite aún el matrimonio; a aquélla no se lo permite ya- que no siempre pueden contraer nupcias. El matrimonio tiende a la procreación de hijos, no a evacuar el semen desordenadamente, acto contrario a la ley y a la razón.
(1) Desde aquí hasta II,102,1, Clemente hace amplio uso de un texto de Platón: Las Leyes, VIII,839 A, a fin de explicar la procreación humana.