OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (87)

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El Juicio Final
Hacia 1400
Liturgia de las Horas
París
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO SEGUNDO (continuación)

Capítulo VIII: ¿Deben utilizarse perfumes y coronas?

   Ejemplos de la Sagrada Escritura

61.1. No necesitamos utilizar coronas y perfumes, ya que esto conduce al placer y de la molicie, especialmente cuando se avecina la noche. Ya sé que la mujer llevó “un frasco de perfume” (Lc 7,37; Mt 26,7; Mc 14,3; Jn 12,3) en la santa Cena para ungir los pies del Señor, y que éste se regocijó.

61.2. Sé también que los antiguos reyes de los hebreos llevaban coronas de oro y piedras preciosas (cf. 2 S 12,30; 1 Cro 20,2). Pero esa mujer no había participado aún del Verbo -porque todavía era pecadora-, y ella honró al Maestro con el perfume que consideró como lo más hermoso que tenía; además, con el adorno de su cuerpo, con sus propios cabellos, enjugó la abundancia del perfume, derramando sobre el Señor lágrimas de arrepentimiento (cf. Lc 7,38).

61.3. De ahí: “Tus pecados te son perdonados” (Lc 7,48). Esta escena puede muy bien ser el símbolo de la enseñanza del Señor y de su Pasión: sus pies, ungidos de oloroso perfume, significan alegóricamente la divina enseñanza que camina con gloria hacia los confines de la tierra. “Su voz se difunde hasta los confines de la tierra” (Sal 18,5; Rm 10,18). Y si no les parezco muy insistente, (diré) que los pies perfumados del Señor son los apóstoles que, como lo anunciaba la fragancia de la unción, recibieron el Espíritu Santo.

La nueva fe ha hecho desaparecer la antigua vanidad

62.1. Los Apóstoles que recorrieron toda la tierra y predicaron el Evangelio son llamados alegóricamente pies del Señor. De éstos profetiza el Espíritu Santo por boca del salmista: “Adoremos en el lugar en donde se posaron sus pies” (Sal 131,7), es decir, donde han llegado sus pies, los Apóstoles, gracias a quienes Él ha sido anunciado hasta los confines de la tierra.

62.2. Las lágrimas son el arrepentimiento, y la cabellera suelta proclama la renuncia a los vanos adornos, y las aflicciones pacientemente soportadas a causa del Señor durante la predicación (cf. 2 Co 6,4; Rm 5,3), cuando la antigua vanidad ha desaparecido por la nueva fe.

62.3. Sin embargo, también significa la Pasión del Maestro para quienes lo entienden místicamente así: el aceite es el Señor mismo, de quien nos viene la misericordia. El perfume, un aceite adulterado, es Judas, el traidor; con él fueron ungidos los pies del Señor, al abandonar este mundo, puesto que los cadáveres son perfumados. Las lágrimas somos nosotros, los pecadores arrepentidos, que hemos creído en Él, y a quienes ha perdonado los pecados. La cabellera suelta es Jerusalén, sumida en el dolor, desamparada, por la cual se alzan las lamentaciones de los profetas (cf. Lm 1,1-2).

62.4. El Señor nos enseñará que Judas es traidor, diciendo: “El que mete conmigo la mano en el plato, me entregará” (Mt 26,23; Mc 14,20). ¿Ves tú este fraudulento comensal? Pues bien, fue Judas quien traicionó a su Maestro con un beso (cf. Lc 22,48).

62.5. Este individuo se cubrió de hipocresía, al dar un beso engañoso, imitando a otro antiguo hipócrita (= Joab; cf. 2 S 20,9-10), denunciando a aquel pueblo: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está muy lejos de mí” (Is 29,13; cf. Mt 15,8-9; Mc 7,6).

La Pasión de Cristo es fuente de buen olor para los cristianos

63.1. No es inverosímil que el aceite, por una parte, designe al discípulo (Judas) que ha sido objeto de la misericordia de Dios; y que, por otra, el aceite adulterado signifique su condición de traidor. Esto era lo que profetizaban los pies ungidos: la traición de Judas, mientras el Señor caminaba hacía su Pasión.

63.2. Y Él mismo, el Salvador, cuando lavaba los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,5) y los enviaba a realizar buenas obras, quería simbolizar los viajes que habían de realizar para el bien de los gentiles (cf. Is 52,7), y que serían coronados con una gloria sin mancilla, que había preparado con su propio poder. En honor de (los gentiles) se exhaló el perfume, y de todos es conocido lo que hicieron para derramar ese buen olor sobre todos los hombres (cf. Ct 1,3). La Pasión del Señor ha sido para nosotros una fuente de buen olor, pero para los hebreos, de pecado.

63.3. El Apóstol ya lo ha mostrado claramente diciendo: “Gracias sean dadas a Dios, que continuamente nos hace triunfar en Cristo y difunde por todas partes la fragancia de su conocimiento por medio de nosotros; porque somos para Dios el buen olor del Señor entre los que se salvan y entre los que se pierden; para los unos, olor de muerte para muerte; para los otros, olor de vida para vida” (2 Co 2,14-16).

63.4. Los reyes judíos, cuando usaban coronas cinceladas de oro y piedras preciosas (cf. 2 S 12,30; 1 Cro 20,2), llevaban simbólicamente al Ungido (Cristo) sobre sus cabezas, ellos, los ungidos, no tenían la menor idea de que se estaban adornando la cabeza precisamente con el Señor.

63.5. Piedra preciosa, perla (cf. Mt 13,45), esmeralda, todo eso representa el Verbo; y el mismo oro es también el Verbo incorruptible, que no sufre la herrumbre de la corrupción. Al nacer, los Magos le ofrecieron oro, símbolo de la realeza (cf. Mt 2,11). Y esta corona permanece inmortal a imagen del Señor, puesto que no se marchita cual flor (cf. Is 40,7).

La razón caracteriza al ser humano, no la sensación

64.1. Sé también lo que dijo Aristipo de Cirene. Llevaba éste una vida de molicie, y le hizo a uno el siguiente razonamiento sofístico: “Un caballo ungido con perfume no pierde su condición de caballo, ni tampoco un perro ungido pierde su condición de perro cualidades innatas; en consecuencia, concluía, el hombre tampoco pierde su condición de hombre” (cf. Aristipo, Fragmentos, 67; Platón, Menexeno, 238; Diógenes Laercio, Vidas, II;76).

64.2. Pero el caballo y el perro nada saben del perfume, pero los que tienen el conocimiento racional son censurables por su sensualidad, si usan los perfumes de las jóvenes muchachas. Hay varias clases de perfumes: el brentío, el metalio, el perfume real, el plangonio y el psagdas de Egipto.

64.3. Simónides no enrojece de vergüenza cuando en sus yambos exclama: “Yo me ungía con perfumes y aromas y con aceite de nardo; porque pasaba por allí un comerciante” (Simónides de Amorgos, Fragmentos, 14).

64.4. Usan también la esencia de lirio y de alheña; el nardo goza de renombrada fama entre ellos, como también el ungüento de rosas y otras especies, que aún emplean las mujeres: perfumes secos y húmedos, en polvo y para quemar.

64.5. Porque cada día se inventan, para colmar sus deseos insaciables, perfumes inagotables, razón por la cual hacen gala de una total falta de gusto. Las mujeres fumigan y rocían sus prendas, su cama y su casa. ¡Casi puede decirse que el refinamiento del perfume fuerza también a los orinales a despedir buena fragancia!

Los cristianos deben exhalar el buen olor de Cristo

65.1. Yo estoy plenamente de acuerdo con aquellos (¿los espartanos?) que, exasperados por esta manía, llegan a tener tal horror a los perfumes porque afeminan la virilidad, que hacen expulsar de las ciudades bien gobernadas a los fabricantes de ungüentos y perfumistas; incluso, a quienes se dedican a teñir tejidos de lana bordados. Y es que no es lícito que las prendas adulteradas y los aceites olorosos se introduzcan en la ciudad de la Verdad.

65.2. Es absolutamente necesario que los hombres no exhalen el olor de los perfumes, sino el de la virtud (lit.: honradez, buena conducta), y que las mujeres exhalen el olor de Cristo, ungüento de reyes, y no olor de polvos y de perfumes, y que se unjan del perfume inmortal de la moderación y se regocijen con el ungüento santo del Espíritu.

65.3. Es el tipo de ungüento que Cristo prepara para los hombres que son sus discípulos, bálsamo de excelente aroma, ungüento que Él ha preparado con los aromas celestiales. El Señor mismo ha sido ungido con este perfume, como dice David: “Por eso, Dios, tu Dios, te ha ungido con el óleo de la alegría más que a tus compañeros. Mirra, óleo y casia exhalan tus vestidos” (Sal 44,8-9).

Los peligros de los perfumes

66.1. No obstante, no sintamos repugnancia por los perfumes como los buitres o los escarabajos -porque éstos, según se dice, mueren si se les fumiga con perfume de rosa-, sino tratemos, mejor, de elegir para las mujeres algunos perfumes que no atonten al hombre, puesto que el abuso de aceites perfumados huele más a funeral que a vida en común.

66.2. En efecto, el aceite mismo es enemigo de las abejas y de los insectos; pero, mientras que presta un gran servicio a unos hombres, a otros, en cambio, los incita a la lucha. Asimismo, a los que antes eran amigos, una vez untados, los convierte en adversarios en el estadio, prestos a batirse en las competiciones atléticas. ¿No creen que el perfume, que no es más que un aceite suavizado, puede muy bien afeminar un carácter noble? Sin duda.

66.3. Así como hemos repudiado el refinamiento del gusto, así también rechazamos los placeres de la vista y del olfato, no sea que a esta intemperancia que hemos desterrado le facilitemos el acceso al alma, por medio de los sentidos, como puertas desprovistas de guarnición.

Los peligros del abuso en el uso de los perfumes

67.1. Cuando se dice que el Sumo Sacerdote, el Señor, ofrece a Dios el incienso de suave olor (cf. Ex 29,18; 30,7; Ef 5,2; Flp 4,18), no debe entenderse que se trata de una ofrenda, de un buen olor de incienso, sino como que el Señor ofrece sobre el altar el don agradable de la caridad, la fragancia espiritual.

67.2. El simple aceite sirve para suavizar (lit.: ungir o untar) la piel, relajar los nervios y eliminar del cuerpo el olor desagradable, para todo esto puede ser conveniente su uso. Pero la búsqueda de perfumes es un cebo para la molicie, que acaba por arrastrarnos hacia la concupiscencia.

67.3. El intemperante se deja arrastrar por todo: por la comida, por el lecho, por las conversaciones, por los ojos, por los oídos, por las mejillas, e incluso por las narices. Así como los bueyes son arrastrados de un lugar a otro por la anilla y las sogas, así también el intemperante es arrastrado por los inciensos, los perfumes y por la fragancia de las coronas.

El buen uso de los perfumes

68.1. Y ya que no damos rienda suelta al placer, si no está verdaderamente unido a una necesidad, definamos aquí con precisión lo que hay que elegir como útil. Existen algunos buenos olores que no adormecen (la mente) ni excitan la pasión (erotikaí), y que no tienen nada que ver con los abrazos ni con la amistad licenciosa, y que, usados con moderación, son saludables y reaniman el cerebro cuando está indispuesto; incluso fortalecen el estómago.

68.2. Y no es preciso refrigerarlo con flores, cuando el sistema nervioso quiere calentarse. No se trata de maldecir o de prohibir a toda costa su uso, sino que sólo debemos usar el perfume como remedio medicinal o ayuda para revitalizar una facultad que languidece, o para tratar los catarros, los resfriados y el malestar, siguiendo los consejos del poeta cómico: “Con perfumes se unta las narices; lo más impórtame para la salud es procurar al cerebro buenos olores” (Alexis, Fragmentos, 190; CAF vol. 2,368).

68.3. El ungüento de perfumes se usa igualmente por su gran utilidad como masaje para calentar o refrigerar los pies, para que se dé un desplazamiento (de la sangre) que congestiona la cabeza hacia otras partes secundarias del cuerpo.

68.4. Por el contrario, el placer, cuando no va unido a ninguna utilidad, es signo acusador de costumbres desenfrenadas y una droga para las excitaciones sensuales. Hay una gran diferencia entre perfumarse y ungirse con perfumes: lo primero es propio de los afeminados; en cambio, ungirse con perfumes resulta, a veces, provechoso.

Los perfumes deben prestarnos un servicio, no procurarnos placeres

69.1. Aristipo, el filósofo, repetía, cuando se untaba con perfumes, que los libertinos deberían perecer vergonzosamente por haber desacreditado algo tan saludable, haciéndolo pasar por infamante (cf. Platón, Menexeno, 238 A; Diógenes Laercio, Vidas, II;76).

69.2. Dice la Escritura: “Honra al médico, porque es útil; puesto que lo ha creado el Altísimo, y la curación proviene del Señor” (Si 38,1-2). Y añade: “El perfumista preparará la mezcla” (Si 38,7), lo que quiere decir que los perfumes han sido dados para prestarnos un servicio, no para procurarnos placeres.

69.3. No debemos esforzarnos en buscar, bajo ningún concepto, un excitante de la sensualidad en los perfumes, sino aprovechar su utilidad, ya que Dios permitió a los hombres la elaboración del aceite para alivio de sus penas.

69.4. Las mujeres insensatas tiñen sus cabellos grises y los perfuman, con lo que aún se vuelven más grises, debido a los perfumes que los resecan. Razón por la que quienes se perfuman muestran su piel más seca. La sequedad motiva que los cabellos se vuelvan más grises -porque el cabello cano es consecuencia de una sequedad o falta de calor-; la sequedad absorbe el alimento húmedo del cabello y lo vuelve más grisáceo.

69.5. ¿Cómo va a ser razonable que amemos los perfumes, que provocan las canas que tratamos de evitar? Cual perros que, husmeando el olor, siguen la huella de las fieras, así también los castos, por medio del olor excesivo de sus perfumes, detectan a los lujuriosos.

Las coronas

70.1. Sucede lo mismo con el uso de las coronas: forman parte del placer y de los excesos de vino: “¡Fuera! ¡No pongas sobre mi cabeza una corona!” (Anónimo, Fragmentos, 1258; CAF vol. 3,617). En la primavera es bueno vivir en las suaves praderas, húmedas de rocío, en medio de flores variadas, alimentándose, como las abejas, de una fragancia natural y pura.

70.2. Pero no es propio de personas prudentes llevar a casa “una corona trenzada con flores de una pradera virgen” (Eurípides, Hipólito, 73-74). Es un desorden cubrir una cabellera lujuriosa con cálices de rosas, de violetas, de lirios o de cualquier otra variedad de flores, desflorando la naciente vegetación. Por otra parte, la corona, al ceñir la cabellera, la enfría debido a su humedad y a su frescor.

70.3 Por eso los médicos, que enseñan que el cerebro es frío por naturaleza, ordenan ungirse el pecho con perfume, como también las partes superiores de los orificios nasales, de suerte que la emanación caliente, mediante un tranquilo recorrido, aporte calor fuertemente al frío cerebro. Pero debemos abstenernos de refrescarle con flores, ya que el sistema nervioso reclama ser calentado. Realmente, los que se ciñen con coronas destrozan el encanto de las flores.

70.4. Porque quienes lucen su corona por encima de los ojos no pueden regocijarse de su contemplación, ni disfrutar de su fragancia, puesto que les quedan las flores por encima del olfato. Las emanaciones del perfume que por naturaleza van hacia arriba, por encima de la cabeza, dejan privada al olfato de este goce, porque esta buena fragancia queda fuera de su alcance.

70.5. Así como la belleza física produce goce en el que la mira, así también la flor; pero conviene que, cuando a través de la vista disfrutemos de lo bello, se alabe al Creador. No obstante, si nos servimos de ellas como de un instrumento, su uso es dañino y fugaz; y su precio es el arrepentimiento, dado que enseguida se desvela su caducidad: ambas se marchitan, la flor y la belleza.

“La corona de toda la Iglesia es Cristo”

71.1. Y si alguno las toca, aquella (flor) enfría, y ésta (belleza) inflama. En una palabra, gozar de ellas por otro medio que no sea el disfrute de la vista es un abuso, no una delicia. Nosotros debemos gozar de las delicias con moderación, como en el Paraíso (cf. Gn 2,15), siendo dóciles a la Escritura. Al hombre debe considerársele como la corona de la mujer; al matrimonio, la corona del hombre, y sus hijos, las flores de la unión matrimonial, que el divino Agricultor recoge en las praderas carnales.

71.2. “Corona de los ancianos son los hijos de los hijos, y la gloria de los hijos son los padres” (Pr 17,6), así habla (la Escritura). Para nosotros la corona es el Padre de todos; y la corona de toda la Iglesia es Cristo.

71.3. Como las raíces y las plantas, así las flores poseen sus propias cualidades; útiles unas, nocivas otras y algunas, peligrosas. Así, la hiedra refresca (desde aquí hasta 71.5: cf. Plutarco, Morales, 647 A-648 A), el nogal despide un hálito que produce una pesada somnolencia, como bien indica su etimología. El narciso es una flor de olor pesado, narcotizante para los nervios, como indica su etimología.

71.4. La fresca fragancia del perfume de las rosas y de las violetas evita o alivia la pesadez de cabeza. Pero nosotros no sólo no debemos embriagarnos sin medida, sino que no debemos dejarnos dominar por el vino. El azafrán y la flor de heno producen un dulce sopor.

71.5. Muchas flores templan con sus perfumes el cerebro que, por naturaleza, es frío, disminuyendo el exceso de secreciones de la cabeza. Y de ahí el nombre de rosa -dicen-, por el hecho de emitir una abundante fragancia. Por esta razón se marchita tan pronto.

Las cristianos no deben usar coronas

72.1. Entre los griegos antiguos no existía el uso de coronas. Ni los novios, ni los Feacios afeminados las usaban. No obstante, en los certámenes atléticos hubo, al comienzo, una distribución de premios; luego, aplausos; después, se procedió a lanzar hojas sobre los vencedores, y, finalmente, se les otorgó la corona: Grecia dio este nuevo paso hacia la corrupción después de las Guerras Médicas.

72.22. Las coronas están prohibidas a los discípulos del Verbo, no porque ellos crean que atan su razón, que tiene su sede en el cerebro, ni porque la corona sea indicio de insolente petulancia, sino porque está dedicada a los ídolos.

72.3. Así, Sófocles llamó al narciso “antigua corona de los grandes dioses” (Sófocles, Edipo en Colono, 683-684), refiriéndose a las divinidades infernales. Safo corona de rosas a las Musas: “De las primicias de rosas procedentes de Pieria” (Safo, Fragmentos, 42; ed. D. Lobel y D. L, Page, Oxford, 1955, 40). De Hera se dice que ama el lirio, y Artemis, el mirto.

79.4. Si, en efecto, las flores existen ante todo para los hombres, pero los insensatos abusan de ellas tomándolas no para su uso particular, con acción de gracias (al Creador), sino para el servicio ingrato de los demonios, nosotros debemos abstenernos “por motivos de conciencia” (1 Co 10,20).

La corona del Señor Jesús

73.1. La corona es símbolo de la ausencia de preocupaciones. De ahí que se corone a los muertos y, por la misma razón, a los ídolos, confirmando de hecho que también están muertos. Los bacantes no celebraban sus orgías sin coronas, sino que, apenas se ceñían en sus sienes las flores, se sentían encendidos para la iniciación religiosa.

73.2. En consecuencia, no hay que tener relación alguna con los demonios (cf. 1 Co 10,20), ni tampoco coronar la imagen viva de Dios (= el hombre), a la manera de los ídolos muertos. Porque la hermosa corona de amaranto está reservada para quien se comporte con corrección (cf. 1 P 5,4). Y es una flor que no puede producir la tierra, sino que sólo en el cielo puede germinar.

73.3. Además, no es razonable que nosotros, después de haber oído cómo el Señor fue coronado de espinas (cf. Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,2), nos burlemos de su venerable Pasión y ciñamos nuestras frentes con flores. En efecto, la corona del Señor nos designaba proféticamente a nosotros, otrora estériles (cf. Mt 13,7. 22), que hemos sido reunidos en torno a Él por la Iglesia, de la cual Él es cabeza (cf. Ef 1,22-23; 5,23; Col 1,18). Pero es también figura de la fe, símbolo de la vida por la sustancia del leño, de la alegría por su mismo nombre de corona, del peligro por las espinas. Porque no es posible llegar hasta el Verbo sin derramar sangre.

73.4. La corona trenzada se marchita, y la trenza de la perversidad se disuelve; la flor se seca, puesto que se marchita la gloria de los que no han creído en el Señor.

73.5. Coronaron a Jesús (cf. Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,2), cuando fue levantado en alto, dando una prueba palmaria de su necedad; porque su dureza de corazón no llegó a comprender el sabio alcance de esta profecía, que ellos llaman humillación suprema del Señor.

73.6. El pueblo extraviado no reconoció a su Señor (cf. Is 1,3), no fue circuncidado en su razón (cf. Dt 10,16), no fue iluminado en sus tinieblas (cf. Sal 17,29), no vio a Dios, renegó del Señor, dejó de ser Israel (cf. I,57,2), persiguió a Dios; quiso humillar al Verbo, y coronó como rey al que crucificó como malhechor.

Cristo cargó con nuestros pecados

74.1. Por eso, Aquel en quien no han creído cuando era un hombre, el Dios, que ama al hombre, lo reconocerán como Señor y Justo. Y el testimonio que le han negado al Señor, se lo rindieron cuando estaba en lo alto (de la cruz), coronándolo con la diadema de la justicia (cf. Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,2), con espinas siempre verdes, a Aquel que es ensalzado por encima de todo nombre (cf. Flp 2,9).

74.2. Esta diadema es enemiga de los que conspiran (contra el Señor) y los rechaza; es amiga de quienes entran en la asamblea de la Iglesia y los protege. Dicha corona es la flor de quienes han tenido fe en quien ha sido glorificado (cf. Mt 13,7. 22), pero hiere y castiga a los que no han creído.

74.3. Es también el símbolo de la buena obra del Maestro (o: del Señor), que llevó en su cabeza, la parte principal de su cuerpo, nuestras maldades (cf. Is 53,4; Mt 8,17), por las que éramos traspasados, como con una aguja. Él, por su propia Pasión, nos ha librado de escándalos (o: trampas; cf. Is 53,12; 1 P 1,18-19), de pecados y de espinas de este género, e, inutilizando las tentativas del diablo, exclamaba con gozo: “¿Dónde, oh muerte, tu aguijón?” (1 Co 15,55; cf. Is 53,1; 1 P 2,24; 1 Jn 3,5).

74.4. Y nosotros recogemos la uva de las espinas y los higos de las zarzamoras (cf. Mt 7,16; Lc 6,44); en cambio, ellos son desterrados con crueles heridas; aquellos hacia quienes Él había extendido sus manos, es decir, sobre un pueblo rebelde y estéril (cf. Is 65,2; Rm 10,21).

La manifestación del Verbo

75.1. Aún podría exponerte aquí otro sentido del misterio. Porque el todopoderoso Señor del Universo, cuando empezaba a legislar por medio del Verbo y quiso, por mediación de Moisés, manifestar su propio poder, se le manifestó en una visión divina bajo la forma de luz, en el zarzal ardiente (cf. Ex 3,2-5), y el zarzal es una planta espinosa.

75.2. Pero, después que el Verbo cesó en su labor legisladora y terminó su estancia entre los humanos, luego, el Señor es coronado de espinas místicamente; y volviendo el lugar de donde había descendido, repite el comienzo de su primera venida, a fin de que el Verbo, que había sido visto primero a través de la zarza, y después elevado a lo alto por las espinas (o: con las espinas; cf. Mt 27,29; Mc 15,17; Jn 19,2), pudiese mostrar que todo era obra de una sola potencia, por ser Él uno solo, de un único Padre, principio y fin del tiempo.

La correcta utilización de los perfumes

76.1. Pero he traspasado los límites del accionar del Pedagogo para entrar en el terreno del Maestro. Vuelvo entonces a mi tema. Ya hemos demostrado (cf. II,66,1--68,3) que no debemos rechazar el placer que las flores puedan reportarnos, ni la utilidad de los ungüentos y de los perfumes, porque sirven como fármacos para curar, e, incluso a veces, como objeto de placer moderado.

76.2. Y si alguno pregunta qué ventajas reportan las flores para quienes no las usan, que sepan que de las flores se obtienen los perfumes, y que son muy útiles: de los lirios y las azucenas se extrae el aceite de lirio, que es caliente, seca y arrastra los humores, humedece, limpia; es muy fino, activa la bilis y es emoliente. El aceite de narciso, a base de narcisos, tiene las mismas propiedades que el aceite de lirio. El perfume de mirto, hecho de bayas y hojas de mirto, es astringente y retiene las emanaciones del cuerpo. El perfume de rosas es refrescante661.

76.3. En suma: todo ha sido creado para nuestra utilidad. “Escúchenme -dice (la Escritura)- y crezcan como el rosal plantado junto al arroyo; sean olorosos como el incienso, y bendigan al Señor por sus obras” (Si 39,13-14).

76.4. Mi discurso sobre este tema podría ser más prolijo, si explicásemos que las flores y los aromas fueron creados para satisfacer nuestras necesidades, no para la ostentación licenciosa.

76.5. Ahora bien, si debe hacerse alguna concesión, que se contente uno con disfrutar la fragancia de las flores, pero que no se corone con ellas. Porque el Padre se preocupa del hombre y a él solo ha hecho las obras de sus manos. Así, dice la Escritura: “El agua, el fuego, el hierro, la leche, la flor de harina, la miel, la sangre del racimo, el aceite y el vestido, todo esto es para el bien de aquellos que honran a Dios” (Si 39,26-27).