OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (83)

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Cristo en majestad
y san Andrés
Siglo XII (primera mitad)
Cambrai, Francia
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO SEGUNDO (continuación)

Capítulo III: No hay que buscar el lujo en el mobiliario

   “El tiempo es breve”

35.1. Las copas de plata y de oro, u otros utensilios con de incrustaciones de piedras (preciosas) carecen de toda utilidad práctica; no son más que un engaño para la vista. En efecto, si uno vierte en ellos líquido caliente, resulta doloroso tomarlos, puesto que están ardiendo; por el contrario, si se vierte líquido frío, el material de la copa se altera y estropea el líquido: una bebida tan costosa resulta dañina.

35.2. ¡Váyanse al diablo las copas de Tericles o de Antígono, los cántaros, las copas grandes y anchas, los copones, y demás innumerables objetos de este tipo; los porrones y las jarras para servir vino! “En una palabra, el oro y la plata, tanto para usos privados como públicos, constituyen una riqueza que excita a la envidia” (Platón, Las Leyes, XII,955 E). Y por ser superfluos, son de adquisición cara, de difícil conservación y de nula utilidad práctica.

35.3. En verdad, el refinamiento de los cinceladores sobre vidrio, que el arte torna aún más frágil, es una vanidad (kenodoxía; cf. Flp 2,3; Ga 5,26) que hace temblar siempre que uno bebe, y debemos proscribirla de nuestra conducta. Los objetos de plata, los lechos, las fuentes, las salseras, las fuentes, los platos y demás enseres de oro y de plata, que sirven tanto para comer, como para otros usos que me avergüenza decir; los trípodes artísticamente labrados en cedro, del que se parte fácilmente, y en madera olorosa (cf. Homero, Odisea, V,60), en ébano y marfil; los lechos con pies de plata y con incrustaciones de marfil; los respaldos de las camas tachonados con clavos de oro y adornados con caparazones de tortuga; las colchas teñidas de púrpura y de otros colores difíciles de conseguir, son todas cosas que denotan un lujo de mal gusto; ventajas que conllevan envidias y molicie. Todo eso hay que desecharlo, porque no merece la más mínima atención.

35.4. Como dice el Apóstol: “El tiempo es breve...” (1 Co 7,29). No debemos adoptar actitudes ridículas, como algunas mujeres que pueden verse en las procesiones, cuyo maquillaje exterior denota una sorprendente fastuosidad, pero interiormente llenas de miseria.

Nadie puede quitarle al cristiano la fe en Dios

36.1. Para explicar mejor su pensamiento (el Apóstol) añade: “Por lo demás, los que tengan mujer, que se comporten como si no la tuvieran; y los que compran, como si no poseyeran” (1 Co 7,29-30). Y si habló así del matrimonio, respecto del cual dice Dios: “Multiplíquense” (Gn 1,28; 8,17; 9,1. 7), ¿no creen que deba dejarse de lado el mal gusto, si lo ordena el Señor?

36.2. Por esa razón insiste el Señor: “Vende lo que tienes, entrégalo a los pobres, y sígueme” (Mt 19,21; cf. Mc 10,21; Lc 18,22). Sigue a Dios, despojándote de toda vanidad, despojándote de toda pompa efímera, sin poseer más que lo tuyo propio, el único bien que nadie podrá arrebatarte, la fe en Dios, la adhesión a Aquél que ha sufrido, la bondad para con los hombres, la posesión más preciada.

36.3. Yo, por mi parte, acepto la doctrina de Platón cuando establece esta ley categórica: que no se debe tener “riqueza alguna, ni plata ni oro” (Las Leyes, VII,801 B; cf. V,742 A y 746 E); y además ningún objeto inútil, que no sea imprescindible; incluso los ordinarios, pero no esenciales, de suerte que el mismo objeto cumpla diversas funciones, y que se elimine la multiplicidad de posesiones.

36.4. Es normal que la divina Escritura, a propósito de los que están llenos de amor por sí mismos y de los jactanciosos, les hable así: “¿Dónde están los príncipes de las naciones y los que dominan las fieras de la tierra? ¿Y los que se entretienen con las aves del cielo y atesoran la plata y el oro, en los que confiaron los hombres y a cuya adquisición no ponen término? ¿Los que labran la plata y el oro, haciéndolos objeto de sus preocupaciones? No hay rastro de sus obras. Desaparecieron y bajaron al Hades” (Ba 3,16-19). Éste fue el pago de su mal gusto.

El valor de la simplicidad en la vida humana

37.1. Si cuando cultivamos la tierra necesitamos una azada y un arado, y nadie forjaría una azada de plata o una pala de oro, sino que para labrar la tierra atendemos a la eficacia del instrumento y no a su alto valor, ¿qué impide que tengamos la misma consideración respecto a los enseres domésticos, vista su semejanza? Que sigamos el criterio de la utilidad, no el de la riqueza.

37.2. ¿Por qué?, dime: ¿Acaso no corta el cuchillo de mesa, si la empuñadura no está tachonada de clavos de plata o si no es de marfil? O bien, ¿para cortar la carne en porciones debe forjarse un metal de la India, como si se llamase a un aliado para la guerra? ¿Y qué? Una vasija de tierra cocida, ¿no retendrá acaso el agua para lavarse las manos? Y una palangana, ¿no retendrá tampoco el agua para lavar los pies?

37.3. ¿Acaso la mesa de pies de marfil se sentirá indignada de sostener un pan de un óbolo, y un candil no podrá irradiar luz por ser obra de un alfarero, y no de un orfebre? Yo afirmo que no es más incómodo un simple diván que una cama de marfil, y que una piel gruesa puede servir muy bien como colchón, de manera que no veo yo la necesidad de pieles de púrpura o escarlatas. Y, sin embargo, se condena la simplicidad por un estúpido lujo que acarrea no pocos males.

El magnífico ejemplo de sencillez del Señor

38.1. Fíjense ¡Qué gran error! ¡Qué vana concepción (lit.: infatuación) de la belleza! El Señor comía en un simple plato (cf. Mt 26,23; Mc 14,20), y hacía sentarse a sus discípulos en el suelo (cf. Mt 14,19; Mc 6,39; Jn 6,10), sobre la hierba; y les lavaba los pies, ciñéndose con una toalla (cf. Jn 13,4-5); Él, el Dios humilde, Señor del universo, no se trajo del cielo un recipiente de plata.

38.2. Y pidió de beber a la samaritana en un vaso de arcilla que utilizaba para sacar agua del pozo (cf. Jn 4,7); lejos estaba de Él buscar el oro de los reyes, sino que enseñaba a apagar la sed frugalmente. Ponía como finalidad la utilidad, no la ostentación. Comía y bebía en los banquetes, sin desenterrar metales preciosos, sin servirse de instrumentos que despiden olor a plata o a oro; es decir, a herrumbre, como huele a herrumbre una materia refinadamente trabajada.

38.3. Resumiendo: los alimentos, los vestidos, los utensilios, en una palabra, todo lo de la casa debe acomodarse a la situación del cristiano, en orden a la persona, a la edad, a la ocupación y al momento. Y puesto que nosotros somos servidores del Dios único, es preciso que nuestros bienes y el mobiliario muestren los signos de una vida hermosa, y que cada uno de nosotros dé testimonio entre los hombres de una fe firme e inequívoca, mostrando lo que sucesivamente se acomoda y armoniza con el único orden.

38.4. Lo que adquirimos sin esfuerzo y lo que alabamos por servirnos de ello sin preocupación, lo que conservamos fácilmente y lo que repartimos con suma facilidad, he aquí bienes mejores. Sin duda lo mejor es lo útil, y, por supuesto, son preferibles los artículos baratos a los caros.

38.5. En una palabra, la riqueza, si no está bien administrada, es una ciudadela del mal. Y la mayoría de los hombres se pelean por ella, y no podrán entrar en el Reino de los cielos (cf. Mt 19,23; Mc 10,23; Lc 18,24), enfermos como están por las cosas mundanas y por vivir arrogantemente a causa del lujo.

El lujo es irracional

39.1. Quienes buscan la salvación deben comprender que todo lo que nosotros podemos adquirir (otra lectura: que las cosas creadas) es para nuestro uso, y su posesión tiene por finalidad asegurar a cada uno lo necesario, lo que se puede lograr con pocos medios. Son realmente necios quienes, por su deseo insaciable, se regocijan en sus riquezas. Dice (la Escritura): “El que recogió su salario, lo guardó en un saco roto” (Ag 1,6). Es el que recoge su grano y lo guarda, no lo comparte con nadie, y ve cómo su hacienda va decreciendo (cf. Pr 11,24).

39.2. Es irrisorio y ridículo que los hombres lleven siempre consigo bacines de plata, u orinales de alabastro, como si fueran sus consejeros personales, y que las mujeres ricas pero sin inteligencia se hagan hacer de oro los recipientes para los excrementos, como si a los ricos no les fuera posible evacuar sin ostentación. Desearía que dichas personas, durante toda su vida, estimasen el oro como estiércol.

39.3. Pero el amor al dinero (o: la avaricia) se revela como la ciudadela de la maldad, y que el Apóstol considera como la raíz de todo mal, se revela como la ciudadela del mal: “Algunos que deseaban el dinero se descarriaron de la fe, y se atormentaron con muchos dolores” (1 Tm 6,10).

39.4. La mejor riqueza es la pobreza de los deseos, y el verdadero orgullo no consiste en vanagloriarse de las riquezas, sino en despreciarlas; es totalmente vergonzoso jactarse por los enseres. En efecto, no es razonable buscar con ardor aquello que fácilmente puede uno adquirir en el mercado, mientras que la sabiduría no puede comprarse con una moneda terrena, ni en el mercado, sino que ella se negocia en el cielo, se negocia con la moneda de la justicia: el Verbo incorruptible, el oro real.