OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (81)

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Cristo en gloria
Hacia 1200
Salterio de Westminster
Inglaterra
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO SEGUNDO

Capítulo I: Cómo comportarse en lo relativo a los alimentos (continuación)

   El cristiano debe ser discreto en su alimentación

10.1. Por eso debemos alejarnos del vicio de la gula tomando pocos alimentos, sólo los más indispensables. Y si algún infiel nos invita, y decidimos ir a su casa -realmente no es cosa buena tener tratos con los que viven desordenadamente (cf. 2 Ts 3,6. 11. 14)-, el Apóstol nos ordena comer todo cuanto se nos ofrezca, “sin escrúpulos de conciencia” (1 Co 10,27); y también nos ha ordenado comprar sin más todo lo que se vende en el mercado (cf. 1 Co 10,25).

10.2. No es necesario abstenerse de la variedad de los manjares, sino evitar la preocupación por la variedad. Debemos tomar el alimento que se nos da como conviene a un cristiano, honrando así al que nos ha invitado, participando de la reunión sin descortesía y sin refinamiento, sin conceder importancia (lit.: indiferente) a la suntuosidad del servicio, y despreciando los alimentos, que dentro de muy poco ya no existirán.

10.3. “El que come, al que no coma no le menosprecie; y el que no come, al que coma no le juzgue” (Rm 14,3). Y en unas líneas más adelante explicará el por qué de su consejo: “El que come, dice, por el Señor come, y da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios” (Rm 14,6); de modo que el alimento justo es una acción de gracias; y el que sin cesar está dando gracias, no se ocupa de los placeres.

10.4. Si quisiéramos encaminar hacia la virtud a alguno de nuestros comensales, tendríamos que abstenernos aún más de los alimentos refinados, dando así un claro ejemplo de virtud, como Jesucristo nos lo ha dado a nosotros. “Si, en efecto, alguno de estos alimentos es motivo de escándalo para mi hermano, no lo comeré jamás, (dice el Apóstol), para no escandalizar a mi hermano” (1 Co 8,13): con un poco de temperancia habré ganado un hombre.

10.5. “¿No tenemos acaso derecho a comer y a beber?” (1 Co 9,4). De nuevo insiste: “Hemos conocido la verdad” (1 Tm 4,3), es decir, “que un ídolo no es nada en este mundo, y que tenemos realmente un solo y único Dios (1 Co 8,4), de quien todo procede, y un solo Señor, Jesús” (1 Co 8,6). Pero “se pierde el débil, dice, por tu ciencia, el hermano débil por quien Cristo murió. Los que hieren la conciencia de los hermanos débiles, pecan contra Cristo” (1 Co 8,11-12).

10.6. De este modo el Apóstol, para prevenirnos, establece una distinción entre los banquetes, afirmando: “No se mezclen con quien, llamándose hermano, fuese libertino, adúltero o idólatra; con ese, ni comer” (1 Co 5,11); ni conversación ni compartir la mesa con él; por temor a la corrupción que ello pueda acarrear, como si fuera “la mesa de los demonios” (1 Co 10,21).

Los peligros de la falta de temperancia

11.1. “Bueno es no comer carne ni beber vino” (Rm 14,21); en este mismo sentido se pronuncian los pitagóricos. Pero se refieren a la carne de caza mayor, cuyos olores más espesos ensombrecen el alma. Pero si alguno la prueba, no peca (cf. 1 Co 7,36); sea moderado al tomarla, no sea ávido en exceso, ni esclavo de ella; ni alargue su lengua hacia el plato, porque oirá este reproche: “No arruines por causa de un manjar la obra de Dios” (Rm 14,20).

11.2. Es de persona necia contemplar demasiado y quedarse boquiabierto ante lo que se sirve en un festín común, después de haber gustado del Verbo; pero es mucho más insensato que nuestras miradas queden esclavizadas ante los platos, y que la intemperancia sea, por así decirlo, paseada por los servidores.

11.3. ¿Cómo no va a ser inconveniente incorporarse sobre el triclinio para lanzar la mirada sobre los platos, inclinando el rostro hacia adelante, como en el borde de un nido, como comúnmente se dice, para aspirar las ondas olorosas? ¿Cómo no va a ser estúpido mojar las manos en la salsa, o tenderlas a cada instante hacia el plato, pero no con ánimo de probarla, sino más bien para echar mano a los alimentos, sin moderación ni decoro?

11.4. Puede afirmarse que los que así obran se asemejan, por su voracidad, a los cerdos y a los perros más que a las personas; porque tan grande es su apuro por atiborrarse que hinchan a un mismo tiempo los dos carrillos, como si tuvieran unos recipientes en la cara. Además, el sudor les empapa, porque los oprime su deseo insaciable, y jadean de intemperancia. Desordenada y confusamente, engullen los alimentos y llenan el vientre, como si fueran a aprovisionarse, pero no a digerirlos. La falta de moderación constituye realmente un mal, pero de manera especial, en lo relativo a la alimentación.

La intemperancia es causa de vergüenza propia y ajena

12.1. La gula (opsofagía) es la absoluta carencia de moderación en el uso de alimentos; la golosinería (laimargía) es un delirio de la garganta, y la glotonería (gastrimargía) es la intemperancia en la alimentación, o, como su mismo nombre indica, una locura del estómago, ya que márgos (loco) es (sinónimo) de ansioso.

12.2. El Apóstol, retomado este tema, a propósito de los que celebran banquetes comunes, afirma que no obran rectamente: “Porque cada cual, al comer, se adelanta a tomar su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga. ¿Es que no tienen casas para comer y beber? ¿O acaso menosprecian la casa de Dios, y avergüenzan a los que no tienen?” (1 Co 11,21-22). Pero en casa de los ricos, los glotones, los intemperantes, gentes insaciables, se avergüenzan a sí mismos. Unos y otros actúan mal: unos, porque afrentando a los que nada tienen, y los otros, porque desnudan su incontinencia a costa de los que tienen. 

12.3. Convenía que el Apóstol, después de haber hablado largamente contra aquellos que han perdido la vergüenza, y que abusan de las comidas con menos recato que los demás, en una palabra, contra los insaciables que nunca tienen suficiente, elevara por segunda vez la voz con enojo: “Así que, hermanos míos, cuando se junten para comer, espérense unos a otros. Si alguno tiene hambre, coma en su casa, a fin de que no se junten para su condenación” (1 Co 11,33-34).

Las buenas maneras en la mesa

13.1. Nuestro deber es abstenernos de toda grosería e intemperancia, tomar con moderación lo que se nos ofrezca, sin ensuciarse las manos, ni el lecho, ni la barba (lit.: el mentón); antes bien, conservando un aspecto digno, que no conozca deformación alguna, no hacer muecas ni en el momento de la deglución, sino procurar tender la mano con orden y a intervalos. También debe procurarse no hablar mientras se come, ya que la voz se torna desagradable y confusa ante la presión de las mandíbulas llenas, y por el agobio de los alimentos sobre la lengua, pierde ella su natural capacidad y soltura, emitiendo una pronunciación apagada.

13.2. Tampoco conviene comer y beber al mismo tiempo; en efecto, es indicio de intemperancia manifiesta mezclar los tiempos destinados a cosas incompatibles. Y como dice (el Apóstol): “Sea que coman, o que beban, háganlo todo para gloria de Dios” (1 Co 10,31), tendiendo a la verdadera simplicidad, la que, según creo, sugirió el Señor cuando bendijo los panes y los peces asados, y los repartió entre sus discípulos (cf. Mt 14,19; 15,36; Jn 6,11; 21,9. 13), dándoles un bello ejemplo de sencillez en la comida.

La Providencia de Dios

14.1. Aquel pez que Pedro pescó, a instancias del Señor (cf. Mt 17,27), representa un alimento simple, moderado, recibido de Dios. (El Señor), en verdad sugiere borrar, de entre los que salen de las aguas (del bautismo), tomados por el cebo de la justicia, el desenfreno y el amor a las riquezas, como (se quita) la moneda del pez, para rechazar la vanagloria y con el fin de que, después de dar el estáter a los recaudadores, se dé al César lo que es del César y se reserve para Dios lo que es de Dios (cf. Mt 22,21; Mc 12,17; Lc 20,25).

14.2. El estáter es susceptible de otras explicaciones que no se me ocultan; sin embargo, no es el momento oportuno de un comentario exhaustivo. Sólo basta con recordarlo, ya que lo anteriormente expuesto no desentona de un brillante razonamiento y, como hemos hecho en otras ocasiones, es muy útil regar aquellas cosas peor tratadas con la fuente del razonamiento que apremia la investigación.

14.3. En efecto, “aunque todo me es lícito, sin embargo no todo me conviene” (1 Co 10,23); rápidamente caen en lo ilícito quienes quieren hacer todo lo lícito. Y así como a través de la avaricia no se alcanza la justicia, ni la intemperancia es el verdadero camino de la moderación, así tampoco el régimen de vida de un cristiano se adquiere con una vida placentera; porque la mesa de la verdad está lejos de “las comidas lascivas” (Anónimo, Fragmentos, 887; CAF vol. 3,562).

14.4. Aunque todo ha sido creado exclusivamente para el hombre, no está bien usarlo todo, y muchísimo menos a cada instante. La ocasión, el tiempo, el modo, y el por qué ejercen una influencia no pequeña para el que se educa en determinar lo verdaderamente útil. Y lo conveniente tiene fuerza suficiente como para abolir una vida entregada al vientre, a la que se adhiere la riqueza, no porque se mire con ansiedad, sino porque la abundancia de riqueza le vuelve ciego por el vicio de la gula.

14.5. Nadie es pobre en lo que concierne a lo estrictamente necesario; ni nadie ha sido jamás abandonado: porque un ser que es único, Dios, alimenta a los pájaros y a los peces; y, en una palabra, a los animales irracionales. Nada les falta, aunque no se preocupen de su alimento. Ahora bien, nosotros los valemos más que ellos, en tanto que somos sus dueños; y estamos más cerca de Dios, porque somos más prudentes y sabios (cf. Mt 6,26).

14.6. Nosotros no hemos sido creados para comer y beber, sino para que lleguemos a conocer a Dios. “El justo, dice (la Escritura), come y sacia su alma, pero el vientre de los impíos no se saciará” (Pr 13,25), porque centran su deseo en las golosinas. No debe emplearse la riqueza para satisfacer nuestros exclusivos placeres, sino para compartirla con los demás.

La felicidad reside en la práctica de la virtud

15.2. Por eso debemos abstenernos de aquellos alimentos que, sin tener hambre, nos inducen a comer, porque estimulan nuestro apetito. Pero, ¿acaso no puede darse una sana variedad de alimentos, en medio de una sana frugalidad? Cebollas, aceitunas, algunas legumbres, leche, queso, frutos y diversos alimentos cocidos y sin condimento. Y si conviene carne asada o cocida, debe ofrecerse.

15.2. “¿Tienen algo que comer?”, dijo el Señor a sus discípulos, después de su resurrección. Y, como los había instruido en la práctica de la simplicidad, “éstos le ofrecieron un poco de pescado asado, y, mientras comía en presencia de ellos, les dijo...” Y Lucas refiere lo que les dijo (Lc 24,41-44).

15.3. Además, no hay que privar de postres ni de miel a quienes toman su alimento con moderación. De entre los alimentos, los más convenientes son aquellos que pueden tomarse al momento, sin necesidad de calentarlos, pues ya están preparados; luego existen los más simples, como antes hemos dicho.

15.4. En cuanto a los que se inclinan sobre las mesas humeantes, alimentando así sus propias pasiones, tienen por guía un demonio muy glotón, al que yo no me avergonzaría de llamar “un demonio del vientre” (o: “ventridemonio”; Eupolis, Fragmentos, 172; CAF vol. 1,306); éste es, sin duda, el peor y el más funesto de los demonios. Ese tal se asemeja a un ventrílocuo. Es, sin lugar a dudas, mucho mejor llegar a ser feliz que cohabitar con un demonio. Pero la felicidad está en el ejercicio de la virtud.

El justo medio

16.1. El Apóstol Mateo se alimentaba de semillas, de frutos secos, de legumbres, no de carne; Juan, por su parte, extremando su temperancia, “comía saltamontes y miel silvestre” (Mt 3,4; Mc 1,6).

16.2. Asimismo, Pedro se abstenía de la carne de cerdo. Pero «le sobrevino un éxtasis -como está escrito en los Hechos de los Apóstoles- y vio el cielo abierto y una especie de mantel grande, suspendido por sus cuatro extremos, que descendía sobre la tierra; en el cual había toda clase de cuadrúpedos, reptiles de la tierra y volátiles del cielo. Y se oyó una voz que decía: “Levántate; sacrifica y come”. Pero Pedro repuso: “De ninguna manera, Señor, puesto que jamás comí cosa profana e impura”. Y la voz desde el cielo habló por segunda vez: “Lo que Dios purificó, no lo llames tú profano”» (Hch 10,10-15).

16.3. Por consiguiente nos es indiferente el uso de los alimentos, porque “no lo que entra por la boca mancha al hombre” (Mt 15,11), sino una vana opinión sobre la intemperancia. Dios, en verdad, después de modelar al hombre dijo: “Todo les servirá de alimento” (Gn 1,29; 9,3). “Vale más comer legumbres con amor, que toro cebado con odio” (cf. Pr 15,17).

16.4. Esto nos recuerda lo que se ha dicho más arriba (II,4,3 s.): que las legumbres no son el agape (la caridad), pero es con caridad (agape) que deben tomarse los alimentos. La ponderación es buena en todas las cosas, pero sobre todo en la preparación de las comidas; porque los extremos son peligrosos y la vía media es la mejor. El justo medio consiste en que no falte lo necesario, puesto que los deseos naturales quedan satisfechos cuando tienen lo suficiente.

El Antiguo Testamento

17.1. A los judíos la ley les recomienda la frugalidad, de acuerdo con el plan divino; el Pedagogo, por boca de Moisés, ordenó abstenerse de muchos alimentos, señalando los motivos: de forma implícita, los de carácter espiritual; expresamente, los carnales, a los que también dieron crédito. (Se abstenían los judíos) de los animales que no tienen las pezuñas partidas (Lv 11,4-5; Dt 14,7), de los que no rumian su alimento (Lv 11,6-7; Dt 14,8); y de los animales acuáticos, sólo los que no tienen escamas (Lv 11,10; Dt 14,10). Así, no les quedaba más que un reducido número de animales de los que podían comer.

17.2. Y todavía, de entre los permitidos, la Ley excluyó los que hubiesen muerto por enfermedad (Lv 11,39; Dt 14,21), los ofrecidos a los ídolos (cf. Ex 20,3) y los que hubiesen sido sofocados (Lv 17,10; Dt 12,16): no era lícito comer de ninguno de estos (cf. Lv 11,1 ss.; Dt 14,1 ss.). Porque es imposible utilizar cosas placenteras sin complacerse en ellas, (la Ley) reaccionó prescribiendo una conducta contraria, hasta que se suprima esta búsqueda de los placeres que engendran los malos hábitos.

17.3. La mayoría de las veces, el placer produce en los hombres daño y sufrimiento; y el exceso de alimento engendra en el alma dolor, olvido y demencia. Se dice también que el cuerpo de los niños crece mejor si la alimentación es restringida, porque así nada detiene el espíritu (vital) [o: el impulso vital = la respiración] que concurre al crecimiento; mientras que una alimentación abundante, obstaculiza su desarrollo.

Platón

18.1. Por eso Platón, el que entre los filósofos buscó con ardor la verdad, denuncia la vida voluptuosa, reavivando el fuego de la filosofía hebrea, cuando dice: «Una vez que llegué, no encontré satisfacción alguna en la llamada “vida feliz”, que consiste en pasar el tiempo alrededor de las mesas al estilo de los italianos y siracusanos; en hartarse dos veces al día, en no acostarse nunca solo, y en ocuparse de todo lo que implica semejante forma de vida. En efecto, ningún hombre, bajo el cielo, podrá hacerse sensato si, desde su juventud, se comporta así, ni conseguirá alcanzar el maravilloso equilibrio de la naturaleza» (Platón, Cartas, VII,326 B-C).

18.2. Platón, en efecto, no desconocía que David, el día, que en su ciudad, instaló el arca santa en medio de la carpa, ofreció un banquete a todo su pueblo: “Delante del Señor, distribuyó a todo el pueblo de Israel, hombres y mujeres, una torta de pan, un pastelito y una torta frita” (2 S 6,19; 1 Cro 16,1-3). Este alimento es más que suficiente, y es el de los israelitas, mientras que el de los paganos es superfluo.

18.3. Y quien sigue este alimento (el de los paganos), “jamás podrá llegará a ser prudente” (Platón, Cartas, VII,326 C), porque entierra su espíritu en el vientre, semejante al pez llamado “ónos” (lit.: burro o asno; y también: merluza), del cual afirma Aristóteles que es el único animal que tiene el corazón en el vientre (Aristóteles, Fragmentos, 326 [ed. V. Rose, Berlin 1870, vol. 5,235]; Constitución de los atenienses, 315 E). Epicarmo el cómico lo llama “ektrapelógastros” (ventrimonstruoso).

18.4. Éstos son los que han confiado en su vientre: “Su dios es el vientre; ponen su gloria en su vergüenza, y sólo tienen pensamientos terrenos” (Flp 3,19). A este tipo de seres el Apóstol no les predijo la felicidad: “Su fin, dice, es la perdición” (Flp 3,19).