OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (73)

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Bendición de un matrimonio
1241
Decretales de Gregorio IX
Modena / Bologna
Italia
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO PRIMERO

Capítulo VI: Contra los que suponen que los términos “niños” y “párvulos” aluden simbólicamente a la enseñanza de las ciencias elementales (conclusión)

   Identidad de naturaleza entre la leche y la sangre

39.1. Si los que tienen deseos de disputas siguen sosteniendo que la leche significa las primeras enseñanzas, es decir, los primeros alimentos, mientras que el alimento sólido simboliza los conocimientos espirituales, por más que pretendan situarse en la cima del conocimiento, deben saber que, si llaman comida al alimento sólido, a la carne y a la sangre de Jesús, se enfrentan, por su orgullosa sabiduría, a la simplicidad de la verdad.

39.2. La sangre es, sin duda, el primer elemento generado en el hombre; algunos, incluso, se han atrevido a sostener que constituye la sustancia del alma (cf. Galeno, De placitis Hippocratis et Platonis, II,8). Ciertamente la sangre se transforma por una fermentación natural, cuando la madre va a dar a luz. Por una especie de simpatía de ternura pierde su color y se vuelve blanca, para que el niño no se asuste. La sangre es, además, lo más fluido de la carne (cf. Plutarco, Morales, 495E-496A); algo así como carne en estado de fluidez; a su vez, la leche es lo más nutritivo y sutil de la sangre (cf. Lv 17,11-14; Dt 18,23).

39.3. Ya sea que se trate de la sangre aportada al embrión y que le es enviada por el cordón umbilical de la matriz, ya de la sangre menstrual, que desviada de su curso natural recibe la orden avanzar hasta los pechos dilatados -cumpliendo órdenes de Dios que a todos crea y alimenta- y que alterada por un soplo caliente, ofrece al recién nacido un alimento agradable, no es otra cosa sino sangre que se transforma. Los pechos, más que otros miembros del cuerpo, están en estrecha relación con la matriz (cf. Galeno, De usu partium, IV,8).

39.4. En efecto, en el momento del parto queda cortado el conducto por el que circulaba la sangre hasta el embrión, se produce una interrupción del circuito y la sangre lleva hacia los pechos la dirección de su impulso y éstos se dilatan por hacerse el aflujo (de sangre) muy abundante; entonces la sangre se transforma en leche (cf. Galeno, In Hippocratis de alimentis, III,15) de la misma manera que se transforma, en un proceso ulceroso, en pus.

39.5. También puede ser que por la dilatación de las venas que hay en los pechos, debido al esfuerzo del parto, la sangre fluya a las cavidades naturales de los pechos. Entonces el soplo impulsado desde las arterias vecinas se mezcla con la sangre, que, aun manteniendo íntegra su sustancia, al desbordarse, se vuelve blanca y se transforma en espuma por este choque. Experimenta la sangre algo parecido a lo que se da en el mar, del cual dicen los poetas, que bajo el embate de los vientos, “escupe espuma salada” (Homero, Ilíada, IV,426). Con todo, la sangre mantiene su sustancia.

La sangre del Verbo es como leche

40.1. De manera semejante, también los ríos, en su impetuoso curso, azotados por el viento, con el que se funden en toda su superficie, bullen de espuma (cf. Homero, Ilíada, V,599; XVIII,403; XXI,325); también nuestra saliva se hace blanca cuando soplamos. Partiendo de estos hechos, ¿qué hay de absurdo en pensar que la sangre por efecto del soplo (arterial) se transforme en una materia muy brillante y muy blanca? Sufre, en efecto, un cambio cualitativo, no sustancial.

40.2. Con toda seguridad, sería muy difícil encontrar algo más nutritivo, más dulce y más blanco (cf. Is 1,18; Qo 9,8; Mc 9,3) que la leche. Y en todo el alimento espiritual (cf. 1 Co 10,3) se le asemeja; es, en efecto, dulce, por la gracia; nutritivo porque es vida; blanco como el día de Cristo. Así, entonces, ha quedado bien claro que la sangre del Verbo es como leche.

Dios es el padre nutricio de todos los seres generados y regenerados

41.1. La leche así elaborada durante el parto, se le administra al bebé, y los pechos que hasta entonces se dirigían erguidos hacia el marido, se inclinan ahora hacia el niño, aprendiendo a ofrecerle el alimento fácil de digerir elaborado por la naturaleza para su saludable alimentación. Los pechos no están como las fuentes, repletos de leche ya preparada, sino que, transformando dentro de sí mismos el alimento, elaboran la leche y la hacen fluir.

41.2. Este es el alimento apropiado y conveniente para un niño recién constituido y recién nacido, alimento dispensado por Dios -padre nutricio (cf. Ex 16) de todos los seres generados y regenerados-, como el maná que llovía del cielo para los antiguos hebreos (cf. Ex 16,1 ss.), el alimento celestial de los ángeles (cf. Sal 77 [78],25; Sb 16,20).

41.3. Sin duda, las nodrizas también hoy llaman “maná” al primer manar de la leche, por homonimia con aquel alimento. Las mujeres embarazadas, al llegar a ser madres, manan leche; pero Cristo, el Señor, el fruto de la Virgen, no llamó dichosos a aquellos pechos (cf. Lc 11,27-28), ni los juzgó nutricios, sino que, cuando el Padre, amante y benigno, derramó el rocío (cf. Is 45,8) de su Verbo, se convirtió él mismo en alimento espiritual para los que practican la virtud (o también, menos literalmente: sencillo).

El admirable misterio de la Trinidad y de la Iglesia

42.1. ¡Admirable misterio! Uno es el Padre de todos, uno el Verbo de todos, y uno el Espíritu Santo, el mismo en todas partes; una única Virgen que se ha convertido en madre; me complace llamarla Iglesia. Esta madre única no tuvo leche, porque es la única que no fue mujer; es al mismo tiempo virgen y madre; íntegra como virgen, llena de amor, como madre. Ella llama por su nombre a sus hijos y los alimenta con la leche santa, con el Verbo nutricio (lit.: que conviene a los niños).

42.2. No tuvo leche porque la leche era ese niño pequeño, hermoso y familiar, esto es, el cuerpo de Cristo. Con el Verbo alimenta al joven pueblo, que el mismo Señor trajo al mundo con dolores de parto y al que envolvió en pañales con su preciosa sangre.

42.3. ¡Santo parto! ¡Santos pañales! El Verbo lo es todo para esa criatura: padre y madre, pedagogo y nodriza. “Coman, dice, mi carne y beban mi sangre” (Jn 6,53). He aquí los excelentes alimentos que el Señor nos da generosamente: ofrece su carne y derrama su sangre. Nada les falta a los niños para su desarrollo.

 El Verbo derramó su sangre por nosotros, salvando así a la humanidad entera

43.1. ¡Extraordinario misterio! Se nos manda despojarnos de la vieja corrupción de la carne -como también del viejo alimento- y seguir un nuevo régimen de vida: el de Cristo; y, recibiéndolo, si nos es posible, hacerlo nuestro y meter al Salvador en nosotros para destruir así las pasiones de la carne.

43.2. Pero quizás no quieras entenderlo en este sentido, y prefieras una explicación más general; escucha, entonces, ésta: la carne, para nosotros, significa, simbólicamente al Espíritu Santo, ya que la carne ha sido creada por Él. La sangre alude alegóricamente al Verbo, puesto que, como sangre generosa, el Verbo se derrama sobre nuestra vida; la mezcla de ambos es el Señor, alimento de las criaturas. El Señor es, en efecto, Espíritu y Verbo.

43.3. El alimento, es decir, el Señor Jesús, el Verbo de Dios, es espíritu hecho carne, carne celestial santificada. El alimento es la leche del Padre, por el que únicamente nosotros, las criaturas, somos amamantados. Y Él, “el amado” (Mc 1,11; cf. Is 42,1), el Verbo, quien nos alimenta, ha derramado su sangre por nosotros, salvando así a la humanidad.

43.4. Nosotros, que por su mediación hemos creído en Dios, nos refugiamos en el regazo del Padre “que hace olvidarlos dolores” (Homero, Ilíada, XXII,83), es decir, (nos refugiamos) en el Verbo. Solamente Él, como es natural, ofrece a los pequeños, a nosotros, la leche del amor; y sólo son realmente felices (cf. Lc 11,27) quienes se alimentan de estos pechos.

Los cristianos, como niños recién nacidos, desean la leche espiritual

44.1. Por eso dice Pedro: “Despójense de toda maldad y de todo engaño, de la hipocresía, la envidia y la maledicencia; como niños recién nacidos, deseen la leche espiritual, a fin de que, por ella, crezcan para la salvación, si es que han gustado cuán bueno es Cristo el Señor” (1 P 2,1-3; cf. Sal 33 [34],9). Pero si se les concediera (a nuestros oponentes) que el alimento sólido es de diferente naturaleza que la leche, ¿cómo no caerían finalmente en el error por no haber comprendido las leyes de la naturaleza?

44.2. En invierno, cuando el clima todo lo paraliza y no deja salir al exterior el calor que permanece enclaustrado en el cuerpo, el alimento consumido y digerido, se convierte en sangre que fluye por las venas. Puesto que el aire no circula por ellas, se tensan al máximo y laten con fuerza; y es precisamente entonces cuando las nodrizas están repletas de leche.

44.3. Hemos demostrado hace poco (cf. Pedagogo, I,39,2-5) que, al dar a luz, la sangre se transforma en leche sin tener lugar una mutación sustancial, como sucede con los cabellos rubios que se tornan blancos al ir envejeciendo. En cambio, en el verano, el cuerpo, al estar más flácido, deja pasar el alimento con más facilidad y la leche no abunda, porque tampoco abunda la sangre, porque no se asimila todo el alimento.

El Verbo es fuente de vida y alimento de la verdad

45.1. Por tanto, si la transformación del alimento produce la sangre, y ésta se convierte en leche, la sangre viene a ser la preparación de la leche, como el semen lo es del hombre y la semilla de uva de la vid. De modo que, al nacer, somos amamantados con leche, con este alimento que es del Señor; y, del mismo modo, desde el momento en que somos regenerados, recibimos en seguida la esperanza del reposo final en la Jerusalén de lo alto (cf. Ga 4,26), en donde, según está escrito, manan la leche y la miel (cf. Ex 3,8. 17). Mediante este alimento material se nos promete también el alimento santo.

45.2. Los alimentos, como dice el Apóstol (cf. 1 Co 6,13), se destruyen, pero el alimento que proporciona la leche conduce hasta los cielos, convirtiéndonos en ciudadanos del cielo e incorporándonos al coro de los ángeles. Y como el Verbo es “fuente de vida” (Ap 21,6) que brota, y recibe también el nombre de “río de aceite” (Ez 32,14; Dt 32,13; Ap 21,6), se comprende que Pablo lo llame alegóricamente “leche”, cuando dice: “Les di de beber” (1 Co 3,2), porque el Verbo, alimento de la verdad, se bebe. Ciertamente, puede decirse que la bebida es un alimento líquido.

45.3. Un mismo alimento puede considerarse sólido o líquido, según, claro está, el aspecto que consideremos. Por ejemplo, el queso es coagulación de leche; no es más que leche solidificada. No me jacto de ser especialista en el empleo de estas palabras; sólo pretendo decir que una única sustancia suministra dos tipos de alimento. Así, la leche que nutre a los lactantes es, a la vez, para ellos, bebida y alimento sólido.

45.4. El Señor ha dicho: “Yo tengo un alimento que ustedes no conocen (Jn 4,32); mi alimento consiste en hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34). He aquí otro alimento -la voluntad de Dios-, que de modo semejante a la leche, se llama, alegóricamente, alimento.

El Verbo es el pan del cielo

46.1. Con lenguaje figurado, llama “cáliz” al cumplimiento de su pasión (cf. Mt 20,22-23; 26,39. 42; Mc 10,38. 39; 14,36; Lc 22,42; Jn 18,11), porque tenía que beberlo y apurarlo hasta el final él solo. Así, para Cristo, el alimento era el cumplimiento de la voluntad del Padre; mientras que para nosotros, pequeños, el alimento es el mismo Cristo: nosotros bebemos del Verbo de los cielos; de ahí que la palabra “procurar” sea sinónima de “buscar”, ya que los pequeños que buscan al Verbo se nutren de la leche que les proporcionan los amorosos pechos del Padre.

46.2. Además, el Verbo se llama a sí mismo “pan del cielo”: “No les dio Moisés el pan del cielo, sino mi Padre, les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo. Y el pan que yo les daré, es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,32. 33. 51).

46.3. Adviértase el sentido místico del “pan”, al que llama su carne, y de la que se dice que resucitará; como germina el trigo tras la siembra y la descomposición, también su carne mediante el fuego se reconstituye, para gozo de la Iglesia, como pan que ha sido cocido.

El Verbo debía padecer por nosotros

47.1. Pero mostraremos de nuevo con más detenimiento y claridad estas cuestiones en nuestro tratado “Sobre la Resurrección”. Porque dijo: “El pan que yo les daré es mi carne” (Jn 6,51), carne irrigada por la sangre, y el vino designa alegóricamente la sangre. Como es sabido, cuando echamos migas de pan a una mezcla de vino, éstas absorben el vino, aunque permanece el elemento acuoso; así también la carne del Señor, el Pan de los cielos, absorbe la sangre, elevando a los hombres celestiales hacia la incorruptibilidad, y deja en la corrupción solamente los deseos carnales, destinados a la corrupción.

47.2. De muchas maneras se llama alegóricamente al Verbo: comida, carne, alimento, pan, sangre, leche. El Señor es todo esto para beneficio nuestro porque hemos creído en Él. Que nadie se extrañe si alegóricamente llamamos leche a la sangre del Señor. ¿No se le llama también alegóricamente (a esa sangre), vino?

47.3. “El que lava -dice- en el vino su manto y en la sangre de la viña su vestido” (Gn 49,11). Afirma que en su propia sangre se embellecerá el cuerpo del Verbo y que con su espíritu alimentará a los que tengan hambre del Verbo. Que la sangre es el Verbo lo atestigua la sangre del justo Abel, que clama a Dios (cf. Gn 4,10; Mt 23,35; Hb 11,4).

47.4. En efecto, la sangre jamás puede emitir sonidos, a no ser que por “sangre” entendamos, alegóricamente, el Verbo. Aquel justo antiguo (= Abel) era figura del Justo nuevo, y la sangre antigua hablaba en nombre de la sangre nueva. Quien clama a Dios es la sangre, que es el Verbo, y señala al Verbo destinado a sufrir.

La concepción humana en tiempos de Clemente de Alejandría

48.1. Por lo demás, la misma carne y la sangre que en ella hay, se reaniman y crecen con la leche, por una especie de amoroso reconocimiento. La formación del embrión se lleva a cabo cuando el esperma se une al residuo puro producido por el flujo menstrual. La potencia que está en el semen, al coagular la naturaleza de la sangre, como el cuajo coagula la leche, elabora la sustancia de lo que se conformará después. La mezcla germina, pero el exceso puede provocar la esterilidad.

48.2. La semilla de la tierra, inundada por una lluvia excesiva, se echa a perder y, si por la sequedad está falta de humedad, se seca; contrariamente, una humedad viscosa permite la cohesión de la semilla y la hace germinar.

48.3. Algunos suponen que la espuma de la sangre constituye la esencia del ser viviente (cf. Hipócrates, De octimestri partu, 1). La sangre, agitada violentamente por el calor natural del varón en el momento de la unión, forma espuma y se esparce por los conductos espermáticos. De ahí pretende Diógenes de Apolonia que han tomado nombre los “afrodisia” [= placeres venéreos] (cf. Diógenes de Apolonia, Fragmentos, 60).

El Verbo nos alimenta con su leche

49.1. Es del todo evidente que la sangre constituye la sustancia del cuerpo humano. El seno de la mujer alberga en primer lugar una substancia líquida, semejante a la leche; luego, esta substancia se convierte en sangre y carne; adquiere espesor en la matriz por la acción de un hálito natural y cálido, que configura el embrión y lo vivifica.

49.2. Después del parto, el niño sigue alimentándose aún de esa misma sangre, puesto que el flujo de la leche es la substancia de la sangre; y la leche es fuente de nutrición; por ella se evidencia también que realmente la mujer ha dado a luz y es madre; de ahí toma también su encanto la ternura maternal. Por eso el Espíritu Santo pone misteriosamente en boca del Apóstol las palabras boca del Señor: “Les di de beber leche” (1 Co 3,2).

49.3. Si, en efecto, hemos sido regenerados en Cristo, el que nos ha regenerado nos alimenta con su propia leche, es decir, el Verbo. Y lógico es que todo procreador procure alimento al ser que ha engendrado. Y así como ha sido espiritual para el hombre la regeneración, así también lo ha sido el alimento.

49.4. Hemos sido asimilados a Cristo plenamente: en parentesco, por su sangre, por la cual hemos sido lavados; en los mismos sentimientos (= simpatía), por la alimentación (o: educación) que hemos recibido del Verbo; en incorruptibilidad, por la formación que Él nos ha dado.
   “Entre los mortales, educar a los hijos proporciona a menudo más satisfacciones que engendrarlos” (Fragmento de “Medea”, del trágico Biotos, [Fragmento nº 1]).
   La sangre y la leche son, indistintamente, símbolo de la Pasión y de las enseñanzas del Señor.

El bautismo se recibe para la remisión de los pecados

50.1. Por tanto, como niños que somos, podemos gloriarnos en el Señor y exclamar: “Me enorgullezco de haber nacido de un padre tan bueno y de su sangre” (Homero, Ilíada, XXI,109; XX,241).
   Que la leche procede de la sangre por un proceso de transformación, está más que claro; no obstante, podemos aprender de lo que sucede con los pequeños rebaños de ovejas y de vacas.

50.2. Durante la estación que nosotros convenimos en llamar primavera, cuando el tiempo es húmedo, y la hierba y los pastos son abundantes y frescos, estos animales se hinchan primero de sangre, a juzgar por la distensión de las venas y la curvatura de sus arterias; esta sangre se convierte en leche abundante. En cambio, en verano, sucede todo lo contrario, la sangre se calienta y se seca por el calor, paralizando dicho proceso de transformación; por tanto se obtiene menor cantidad de leche.

50.3. La leche tiene una cierta afinidad natural con el agua, como la que existe entre el alimento espiritual y el baño espiritual (= bautismo). Por ejemplo, si a la leche le añadimos un poco de agua fresca, la combinación reporta, al punto, notorios beneficios: la mezcla de la leche con el agua impide que aquélla se vuelva ácida, porque la leche se digiere, no bajo el efecto de antipatía, sino bajo el efecto de la simpatía con el agua.

50.4. El Verbo tiene con el bautismo la misma afinidad que la leche con el agua. La leche es el único líquido que posee esta propiedad: se mezcla con el agua para purificarnos, como también se recibe el bautismo para la remisión de los pecados (cf. Mt 3,6; Mc 1,4).

El Verbo es el único que alimenta, fortifica e ilumina

51.1. La leche también se mezcla con la miel, porque un efecto purificador, al tiempo que produce un alimento agradable. El Verbo, al mezclarse íntimamente con el amor del hombre, sana las pasiones y purifica también los pecados. Aquello de que su “voz fluía más dulce que la miel” (Homero, Ilíada, I,249), creo que fue dicho por el Verbo, que es la miel. En diversos lugares la profecía lo eleva “por encima de la miel y del jugo de los panales” (Sal 18 [19],11; 118 [119],103) La leche se mezcla también con el vino dulce, y dicha mezcla resulta saludable; es como si su naturaleza, al mezclarla (con el vino), se volviera incorruptible: porque por el efecto del vino la leche se decanta en suero, se descompone, y lo sobrante se desecha.

51.2. Así la unión espiritual entre la fe y el hombre sujeto a las pasiones, la fe decanta (lit.: “convierte en suero) las pasiones de la carne, confiere al hombre una mayor firmeza para la eternidad, haciéndole inmortal juntamente con los seres divinos.

51.3. Son muchos los que para alumbrarse utilizan la grasa de la leche, que recibe el nombre de manteca; con ello simbolizan claramente al Verbo, rico en aceite: el único, en verdad, que alimenta, fortifica e ilumina a los pequeños.

La perfección cristiana consiste en la liberación del pecado y en la identificación con Dios en Cristo Jesús

52.1. Por eso la Escritura dice del Señor: “Les dio a comer los frutos de los campos, les hizo gustar la miel salida de la roca, y el aceite sacado de la dura piedra, la mantequilla de las vacas, y la leche de las ovejas con la grasa de corderos” (Dt 32,13-14); éstos fueron los alimentos que, amén de otros, les proporcionó. Y el profeta, anunciando el nacimiento del niño, manifiesta que “se alimentará de manteca y miel” (Is 7,15).

52.2. A veces me sorprende el hecho de que algunos se atrevan a llamarse “perfectos” y “gnósticos” (cf. 1 Co 8,1), y, con orgullo y arrogancia, se consideren superiores al Apóstol. Pablo dice de sí mismo: “No es que ya haya alcanzado el fin, o que ya sea perfecto; pero sigo adelante por si logro alcanzarlo, porque yo, a mi vez, fui alcanzado por Cristo. Hermanos, estoy convencido de no haber alcanzado aún la meta; una cosa sí hago: olvidando lo que dejo atrás, y lanzándome a lo que me queda por delante, puestos los ojos en la meta, sigo veloz hacia el premio de la soberana vocación en Cristo Jesús” (Flp 3,12-14).

52.3. Si se considera perfecto es por haber abandonado su vida a anterior y porque tiende a una vida mejor. Se considera perfecto, no en el conocimiento, sino porque desea la perfección. Por eso añade: “Los que somos perfectos, tenemos tales pensamientos” (Flp 3,15). Es evidente que llama perfección a la liberación del pecado, al resurgimiento de la fe en el (Verbo), que es el único ser perfecto, olvidando de los pecados anteriores.