OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (72)

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Resurrección de Lázaro
Hacia 1510-1520
Libro de las Horas
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO PRIMERO (continuación)

Capítulo VI: Contra los que suponen que los términos “niños” y “párvulos” aluden simbólicamente a la enseñanza de las ciencias elementales

   En el bautismo hemos sido iluminados

25.1. Con razón podemos atacar a los que encuentran satisfacción en las continuas disputas. El nombre de “niños» y de “párvulos” no se nos da por el hecho de haber recibido una enseñanza pueril y despreciable, como alegan calumniosamente los henchidos de su saber (cf. 1 Co 8,1). Porque, al ser regenerados (o: reengendrado; cf. 1 P 1,3. 23), hemos recibido lo que es perfecto, lo que constituía el objeto mismo de nuestra empeñosa búsqueda. Hemos sido iluminados (cf. Mt 23,8. 10); es decir, hemos conocido a Dios. Y no es imperfecto quien ha llegado a conocer la suprema perfección. No me recriminen si les confieso que he conocido a Dios; porque el Verbo ha tenido a bien decirlo, y Él es libre (cf. Jn 8,35-36).

25.2. Así, después del bautismo del Señor, se oyó desde el Cielo una voz que daba testimonio del Amado: “Tú eres mi hijo amado, yo te he engendrado hoy” (Mt 3,17; Mc 1,11; Lc 3,22; Sal 2,7; Hb 1,5; 5,5). Preguntemos a los sabios: ¿El Cristo que hoy ha sido reengendrado es ya perfecto, o -lo que sería del todo absurdo- le falta alguna cosa? De darse esto último, forzoso es que aprenda; pero es imposible que aprenda alguna cosa, porque es Dios. Porque nadie podría ser más grande que el Verbo, ni ser maestro del único Maestro.

25.3. ¿Reconocerán, entonces, nuestros adversarios, bien a su pesar, que el Verbo, nacido perfecto del Padre perfecto, ha sido reengendrado perfecto según la prefiguración del plan divino? Y si ya era perfecto, ¿por qué, siendo perfecto, se bautizó? Porque convenía -dicen- cumplir la promesa hecha a la humanidad. De acuerdo, también yo lo admito. ¿Recibió, entonces, la perfección en el momento mismo de ser bautizado por Juan? Es evidente que sí. ¿Y no aprendió de él nada más? No. ¿Recibió la perfección por la sola recepción del bautismo y se santificó por la venida del Espíritu? Así es.

El bautismo cambia toda la vida de quien lo recibe

26.1. Lo mismo ocurre con nosotros de quienes el Señor fue el modelo: una vez bautizados, hemos sido iluminados (cf. Hb 6,4; 10,32); iluminados, hemos sido adoptados como hijos; adoptados, hemos sido hechos perfectos; perfectos, hemos adquirido la inmortalidad. Está escrito: “Yo les dije: son dioses, e hijos del Altísimo todos” (Sal 81 [82],6).

26.2. Esta obra (= el bautismo) recibe diversos nombres: gracia (cf. Rm 6,23), iluminación (cf. 2 Co 4,4), perfección (cf. St 1,17), baño (cf. Tt 3,5). Baño, por el que somos purificados de nuestros pecados; gracia, por la que se nos perdona la pena por ellos merecida; iluminación, por la que contemplamos aquella santa y salvadora luz, es decir, aquella por la que podemos llegar a contemplar lo divino; y perfección, decimos, finalmente, porque nada nos falta.

26.3. Puesto, ¿qué puede faltarle a quien ha conocido a Dios? Sería realmente absurdo llamar gracia de Dios a lo que no es perfecto y completo: quien es perfecto concederá, sin duda, gracias perfectas (cf. St 1,17). Así como todas las cosas se producen en el instante mismo en que Él lo ordena (cf. Sal 32 [33],9; 148,5), así también, al solo hecho de querer Él conceder una gracia, ésta se sigue en toda su plenitud; porque por el poder de su voluntad se anticipa el tiempo futuro. Además, principio de salvación es la liberación del mal.

Seguir a Cristo es la salvación

27.1. Sólo quienes hayamos sido primeramente iniciados (= bautizados) en el umbral de la vida, somos ya perfectos, puesto que ya vivimos quienes hemos sido separados de la muerte. Seguir a Cristo es la salvación: “Lo que fue hecho en Él, es vida” (Jn1,3-4). “En verdad, en verdad les digo -asegura-, el que escucha mi palabra y cree en quien me ha enviado, tiene la vida eterna, y no es sometido a juicio, sino que pasa de la muerte a la vida” (Jn 5,24).

27.2. De modo que el solo hecho de creer y ser regenerado es la perfección en la vida, porque Dios no es jamás deficiente. Así como su voluntad es su obra y se llama “mundo”, así también su decisión es la salvación de los hombres y se llama Iglesia. Él conoce a los que ha llamado, y a los que ha llamado los ha salvado; así, los ha llamado y salvado al mismo tiempo. “Porque ustedes, dice el Apóstol, son instruidos por Dios” (1 Ts 4,9).

27.3. No nos es lícito, entonces, considerar como imperfecto lo que Dios nos ha enseñado, y esta enseñanza es la salvación eterna que no da el Salvador eterno, al cual sea la gracia por los siglos de los siglos. Amén. Sólo que ha sido regenerado ha sido liberado también de las tinieblas, y, como el mismo nombre, “iluminado”, indica, por eso mismo, ha recibido la luz.

El Espíritu Santo se derrama en los creyentes

28.1. Como aquellos que, sacudidos del sueño, se despiertan en seguida y vuelven en sí; o mejor, como aquellos que intentan quitarse de los ojos las cataratas, que les impiden recibir la luz exterior, de la que se ven privados, pero, desembarazándose al fin de lo que obstruía sus ojos, dejan libre su pupila; así también nosotros, al recibir el bautismo, nos desembarazamos de los pecados que, cual sombrías nubes, obscurecían al Espíritu divino; dejamos libre, sin impedimento alguno y luminoso el ojo del espíritu, con el único que contemplamos lo divino, ya que el Espíritu Santo desciende desde el cielo y se derrama en nosotros.

28.2. Esta mixtura (krama) de resplandor eterno es capaz de ver la luz eterna, porque lo semejante es amigo de lo semejante; y lo santo es amigo de Aquél de quien procede la santidad, que recibe con propiedad el nombre de “luz”: “Porque ustedes eran en otro tiempo tinieblas, pero ahora son luz en el Señor” (Ef 5,8); de ahí que el hombre, entre los antiguos, fuera llamado, según creo, “luz”.

28.3. Sin embargo -dicen-, aún no ha recibido el don perfecto; también yo lo admito; con todo, está en la luz, y no la retiene la oscuridad (cf. Jn 1,5). Ahora bien, entre la luz y la oscuridad no hay nada; la consumación está reservada para la resurrección de los creyentes, y no consiste en la consecución de otro bien, sino en tomar posesión del objeto anteriormente prometido.

28.4. No decimos que se den simultáneamente ambas cosas: la llegada a la meta y su previsión. No son, ciertamente, cosas idénticas la eternidad y el tiempo, ni el punto de partida y el fin. Pero ambas se refieren al mismo proceso y tienen por objeto un único ser.

28.5. Y así, puede decirse que el punto de partida, es la fe -generada en el tiempo- y el fin es la consecución -para toda la eternidad- del objeto prometido. El Señor mismo ha revelado claramente la universalidad de la salvación con estas palabras: “Ésta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel que ve al Hijo y cree en Él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,40).

En el bautismo nuestros pecados son borrados

29.1. En la medida en que es posible en este mundo -que es designado simbólicamente como “el último día”, porque es reservado hasta final (cf. 2 P 3,7)-, nosotros tenemos la firme convicción de haber alcanzado la perfección. La fe, en efecto, es la perfección del aprendizaje; por eso se nos dice: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3,36).

29.2. Por tanto, si nosotros, que hemos creído, tenemos la vida, ¿qué otra cosa nos resta por recibir superior a la consecución de la vida eterna? Nada falta a la fe, que es perfecta en sí y acabada. Si algo le faltara, no seria perfecta; ni sería tal fe, si fuera deficiente en lo más mínimo. Después de la partida de este mundo, los que han creído no tienen ninguna otra cosa que esperar: han recibido las arras aquí abajo y para siempre (cf. 2 Co 1,22; 5,5; Ef 1,14).

29.3. Este futuro que ahora poseemos por la fe, lo poseeremos del todo realizado después de la resurrección; de modo que se cumpla la palabra: “Hágase conforme a tu fe” (Mt 9,29). Donde se halla la fe, allí está la promesa, y el cumplimiento de la promesa es el descanso final; de suerte que el conocimiento está en la iluminación, pero el término del conocimiento es el reposo, objetivo final de nuestro deseo.

29.4. Así como la inexperiencia desaparece con la experiencia y la indigencia con la abundancia, así también, necesariamente, con la luz se disipa la oscuridad. La oscuridad es la ignorancia, por la que caemos en el pecado y nos cegamos para alcanzar la verdad. El conocimiento, por tanto, es la luz que disipa la ignorancia y otorga la capacidad de ver con claridad.

29.5. Puede decirse también que el rechazo de las cosas peores pone de manifiesto las mejores. Porque lo que la ignorancia mantenía mal atado, lo desata felizmente el conocimiento. Dichas ataduras quedan rápidamente rotas por la fe del hombre y por la gracia de Dios. Nuestros pecados son borrados por el único remedio curativo: el bautismo en el Verbo (cf. Ga 3,27; Rm 6,3).

La fe es educada por el Espíritu Santo

30.1. Quedamos lavados de todos nuestros pecados y, de repente, ya no somos malos; es la gracia singular de la iluminación, por la que nuestra conducta ya no es la misma que la de antes del baño bautismal. Y como el conocimiento -que ilumina la inteligencia- surge al mismo tiempo que la iluminación, así, de súbito, sin haber aprendido nada, oímos llamarnos discípulos; la instrucción nos fue conferida anteriormente, pero no puede concretarse en qué momento.

30.2. La catequesis conduce a la fe (cf. Rm 10,17); y la fe, en el momento del santo bautismo, es educada por el Espíritu Santo. El Apóstol ha explicado con gran precisión que la fe es la única y universal salvación de la humanidad; y que es un don que el Dios justo y bueno da a todos por igual:

30.3. “Antes de llegar la fe, estábamos bajo la custodia de la Ley, a la espera de la fe que debía ser revelada. De modo que la Ley fue nuestro pedagogo, que nos condujo a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero, llegada ésta, ya no estamos bajo el pedagogo” (Ga 3,23-25).

Todos los cristianos son hijas e hijos de Dios por la fe en Cristo

31.1. ¿Es que no se dan cuenta de que ya no estamos bajo esta ley, bajo el yugo del temor, sino bajo el Verbo, el Pedagogo de la libertad? Más adelante, añade el Apóstol unas palabras que excluyen toda acepción de personas: “Todos son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que han sido bautizados en Cristo se han revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos son uno en Cristo Jesús” (Ga 3,26-28).

31.2. Así, no son unos, “gnósticos”, y otros “psíquicos” en el mismo Verbo; todos los que han rechazado la concupiscencia de la carne son iguales; son “pneumáticos” (= espirituales) ante el Señor. Por otra parte, añade aún el Apóstol: “Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo, ya judíos, ya griegos, ya esclavos, ya libres; y todos hemos bebido una única bebida” (1 Co 12,13).

Hemos pasado por el “filtro” del bautismo

32.1. Sin embargo, no está fuera de lugar utilizar el mismo lenguaje de esta gente, cuando sostienen que el recuerdo de las cosas mejores es un pasar por el filtro del espíritu. Entienden por “filtración” (o: purificación) la separación del mal, operación que se consigue por el recuerdo de las cosas buenas. El que llega a recordar el bien se arrepiente necesariamente de sus malas obras; el mismo espíritu, alegan ellos, se arrepiente y se eleva presuroso hacia lo alto. Así también nosotros, cuando nos arrepentimos de nuestros pecados y renunciamos a sus malas consecuencias, pasamos por el “filtro” del bautismo y corremos hacia la luz eterna, como hijos hacia el Padre.

32.2. «Jesús, exultando de gozo bajo la acción del Espíritu Santo, dice: “Yo te bendigo, Padre, Dios del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, y las ha revelado a los pequeños”» (Lc 10,21; cf. Mt 11,25). “Pequeños” (párvulos): así nos llama nuestro Pedagogo y Maestro, a nosotros que estamos mejor dispuestos para la salvación que los sabios de este mundo, quienes por creerse sabios han quedado ciegos (cf. Rm 1,22; 1 Tm 6,4).

32.3.  Rebosante de júbilo y de alegría, Jesús exclama, como con el balbuceo de los niños (párvulos): “Sí, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito” (Lc 10,21; cf. Mt 11,25). Por eso, lo que se estuvo oculto a los sabios y a los prudentes de este siglo, fue revelado a los más pequeños.

32.4. Y es que son pequeños, sin duda, los hijos de Dios, porque se han despojado del hombre viejo, se han quitado la túnica de la maldad (cf. Judas 23) y se han revestido de la incorruptibilidad de Cristo (cf. Ef 4,22. 24; 1 Co 15,53; 2 Co 5,17), a fin de que, renovados, pueblo santo (cf. 1 P 2,9), regenerados, conservemos al hombre sin mancha, y en verdad, niño, recién nacido de Dios, limpio de la fornicación y de la maldad.

Los cristianos son dóciles al Verbo y proceden libremente

33.1. Con gran claridad el bienaventurado Pablo ha expuesto el tema que nos ocupa en su primera “Carta a los Corintios”: “Hermanos, no sean como niños en el juicio; sean niños (sólo) en la malicia; pero adultos en el juicio” (1 Co 14,20).

33.2. Por otra parte, aludiendo a su vida conforme a la ley, añade: “Cuando yo era niño razonaba como un niño, hablaba como un niño” (1 Co 13,11); no quiere decir con esto que ya entonces fuese sencillo; por el contrario, como insensato, perseguía al Verbo, porque pensaba como niño, y blasfemaba del Verbo, puesto que hablaba como un niño. En efecto, el término “niño” (o: párvulo) tiene un doble sentido.

33.3. Pablo dice de nuevo: “Cuando me hice hombre, acabé con las cosas de niño” (1 Co 13,11). No se refiere al escaso número de años, ni a una medida determinada de tiempo, ni a otras enseñanzas secretas de doctrinas propias de hombres adultos y bien formados, cuando afirma haber dejado y superado la niñez y las cosas infantiles. Él llama “niños” a los que viven bajo la ley y andan temerosos, como los niños por el “cuco” (mormolukeíos: espantajo para asustar a los niños); llama, en cambio, “hombres” a los que son dóciles al Verbo y actúan libremente. Nosotros, que hemos creído, somos salvados por una libre elección, y tememos prudentemente, no irreflexivamente.

33.4. El mismo Apóstol testifica acerca del particular, al afirmar que los judíos son los herederos según la antigua Alianza, y que nosotros lo somos según la promesa: “Mientras el heredero es un niño, aunque sea propietario de sus bienes, no se diferencia en nada del esclavo, ya que está bajo la tutela de los tutores y administradores, hasta la fecha señalada por el padre. Así, nosotros, en nuestra niñez, estábamos sometidos a los elementos del mundo. Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, y para que recibiéramos la adopción filial” (Ga 4,1-5).

Los cristianos son niños en Cristo

34.1. Mira cómo reconoció que eran niños los que estaban bajo el temor y el pecado; en cambio, dio el nombre de “hijos” a los que están bajo la fe, asimilándolos a los adultos, para diferenciarlos de los pequeños que están bajo la ley. Dice: “Ya no eres esclavo, sino hijo; y por ser hijo, eres también heredero de Dios” (Ga 4,7). Y ¿qué le falta al hijo, después de la herencia?

34.2. Sería acertado interpretar así este pasaje: “Cuando era niño” (1 Co 13,11), es decir, cuando era judío -era, en efecto de origen hebreo- “razonaba como un niño” (1 Co 13,11), porque seguía la Ley. “Pero desde que me hice hombre ya no razono como un niño” (1 Co 13,11), es decir, según la Ley, sino que razono como un hombre, es decir, según Cristo, porque la Escritura -como apuntábamos más arriba (cf. 2 Co 11,2; Ef 4,13; Pedagogo, I,18,1-4)- llama solamente a Cristo “hombre”: “He dejado las cosas de niño” (1 Co 13,11). En efecto, la condición de niño en Cristo es la perfección en comparación con la Ley.

34.3. Llegados a este punto, debemos abordar la defensa de nuestra condición de niño y tratar, además, de dar una explicación de las palabras del Apóstol: “Les di de beber leche, como niños en Cristo; no alimento sólido, porque aún no podían tomarlo, como tampoco ahora” (1 Co 3,1-2). No creo que deba interpretarse este pasaje refiriéndolo a los judíos. En efecto, citaré otro texto paralelo de la Escritura: “Los conduciré a una tierra próspera, que mana leche y miel” (Ex 3,8. 17).

El Verbo nos alimenta

35.1. La comparación de estos textos revela una seria dificultad de comprensión. Si la infancia con su régimen alimenticio de leche es principio de la fe en Cristo, y se la desprecia como infantil e imperfecta, ¿cómo el supremo reposo del hombre perfecto y “gnóstico”, que ha ingerido alimento sólido, de nuevo es honrado con leche infantil?

35.2. Quizás el «como», al mostrar una comparación, revela una analogía; a buen seguro, el pasaje debe interpretarse así: “Les di de beber leche en Cristo” (1 Co 3,12), y, tras una breve pausa, añadir: “como a niños” (1 Co 3,1), de modo que esta pausa en la lectura permita esta interpretación:

35.3. Los he instruido en Cristo con un alimento simple, verdadero, natural y espiritual” (cf. 1 Co 10,3). Tal es la naturaleza alimenticia de la leche, que brota de los pechos nutricios; de manera que en conjunto puede entenderse así: como las nodrizas alimentan con su leche a los recién nacidos, así también yo, con el Verbo, que es la leche de Cristo, los alimento con un alimento espiritual.

Recibiremos el alimento sólido en la vida futura

36.1. Así entonces, la leche perfecta es un alimento perfecto, que conduce a la meta sin fin. Por esta razón, para el eterno descanso se promete esta misma leche y miel. Con razón el Señor promete aún leche a los hombres justos, para mostrar que el Verbo es, a la vez, el “alfa y la omega” (Ap 1,8; 1,11; 21,6; 22,13), principio y fin. Algo de esto vaticina ya Homero, cuando, sin proponérselo, llama a los hombres justos “seres que se alimentan de leche” (“galactófagos”; Homero, Ilíada, XIII,5-6).

36.2. Pero también puede interpretarse dicho pasaje de la Escritura desde otro punto de vista: “Yo, hermanos, no pude hablarles como a hombres espirituales, sino como a seres carnales, como a niños en Cristo” (1 Co 3,1). Por “carnales” puede entenderse los recientes catecúmenos, todavía niños en Cristo.

36.3. A quienes ya han creído por el Espíritu Santo, los llamó “espirituales”, y a los recién catequizados y que no han sido purificados, los llamó “carnales”; naturalmente, los llama “carnales” porque, al igual que los paganos, tienen aún pensamientos carnales.

36.4. “Puesto que mientras haya en ustedes envidia y discordia, ¿no son acaso carnales, y no se comportan humanamente? (1 Co 3,3). De ahí que el Apóstol diga: “Les di de beber leche” (1 Co 3,2), que viene a significar: les he dispensado conocimiento, que, a través de la catequesis, los nutrirá para la vida eterna. Ahora bien, la expresión “les di de beber” (1 Co 3,2) es el símbolo de una participación perfecta: son los adultos los que “beben”, los niños, en cambio, “maman”.

36.5. “Mi sangre, dice el Señor, es verdadera bebida” (Jn 6,55). ¿Quizá cuando dice: “Les di de beber leche” (1 Co 3,2), alude a la perfecta alegría en el Verbo, que es leche, al conocimiento de la verdad? Y lo que a continuación dice: “No alimento sólido, porque aún no podían soportarlo” (1 Co 3,2), puede aludir a la clara revelación que, “alimento sólido”, se hará cara a cara en la vida futura.

36.6. Porque ahora vemos, como reflejado en un espejo -dice el Apóstol-, pero luego cara a cara” (1 Co 13,12). Y aún añade: “Pero ahora no pueden, porque son carnales” (1 Co 3,2), puesto que albergan pensamientos propios de la carne, deseos, amores, celos, cóleras, envidias (cf. Ga 5,19-21); no porque aún estemos en la carne (cf. Rm 8,9) -como algunos han creído-, porque con esta carne y con faz angélica (cf. Lc 20,36; Hb 6,15; 1 Co 13,12) podremos llegar a ver cara a cara (cf. 1 Co 13,12) la promesa.

El Verbo es siempre el mismo

37.1. Si la promesa se realiza tras nuestra partida de esta tierra, y se refiere a “aquello que jamás ojo alguno vio, ni pasó por mente de hombre” (1 Co 2,9), ¿cómo pretenden algunos conocer, sin la ayuda del Espíritu, sino mediante el estudio, “lo que jamás oído oyó” (1 Co 2,9), fuera de aquél “que fue arrebatado hasta el tercer cielo” (2 Co 12,4), e incluso éste ha recibido la orden de callarse?

37.2. Si, por el contrario -como también puede suponerse-, el conocimiento del que se enorgullecen es una sabiduría humana, escucha la advertencia de la Escritura: “Que no se gloríe el sabio en su sabiduría, que el fuerte no se gloríe en su fuerza” (Jr 9,22); “el que se gloríe, gloríese en el Señor” (1 Co 1,31; 2 Co 10,17; cf. Jr 9,24) Pero nosotros, “que hemos sido instruidos por Dios” (1 Ts 4,9), nos gloriamos en el nombre de Cristo (cf. Flp 3,3).

37.3. ¿Cómo, entonces, no suponer que el Apóstol ha pensado en la “leche de los párvulos” en este sentido? Si los jefes de la Iglesia, a semejanza del buen pastor (cf. Jn 10,11-14) son los pastores y nosotros somos su rebaño, cuando el Apóstol afirma que el Señor es la leche del rebaño (cf. 1 Co 9,7), ¿acaso no se expresa así para mantener la coherencia de la alegoría? En este sentido debemos interpretar el citado pasaje: “Les di de beber leche, no alimento sólido, porque aún no eran capaces” (1 Co 3,2): esto no significa que se trate de un tipo de alimento distinto de la leche, porque en esencia son lo mismo. Igualmente, el Verbo es siempre el mismo; suave y dulce como la leche; sólido y consistente como el alimento sólido.

La esperanza es la sangre de la fe

38.1. Sin embargo, aunque interpretamos el texto así, podemos pensar que la predicación es leche derramada con largueza, y alimento sólido es la fe, que por la catequesis se ha constituido en firme fundamento; porque tiene más consistencia que lo que entra por el oído, y se la compara por eso al alimento sólido en cuanto ha adquirido consistencia en el alma.

38.2. El Señor nos da a conocer este alimento en el Evangelio de san Juan, mediante símbolos: “Coman mis carnes y beban mi sangre” (Jn 6,53), dice, aludiendo alegóricamente con las palabras “comida y bebida” a la manifestación de la fe y de la promesa.

38.3. La Iglesia -que, como el hombre, se compone de múltiples miembros- se reaviva, se desarrolla, se cohesiona y adquiere consistencia por este doble alimento: la fe es su cuerpo; la esperanza, su alma. Como también el Señor está constituido de carne y sangre. La esperanza, en realidad, es la sangre de la fe; ella como alma, es la que mantienen la cohesión de la fe. Y si la esperanza se desvanece, como sangre que se derrama, la vitalidad de la fe se debilita.