OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (71)

VirFlag.jpeg
Virgen con el Niño
Flagelación de Cristo
1250-1275
Salterio
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO PRIMERO (continuación)

Capítulo V: Todos los que permanecen en la verdad son niños ante Dios

   Los cristianos deben imitar la sencillez de los niños

12.1. Resulta claro que la pedagogía es, según se desprende de su mismo nombre, la educación de los niños. Pero queda por examinar quiénes son estos niños a los que se refiere simbólicamente la Escritura, y luego asignarles el pedagogo. Los niños somos nosotros. La Escritura nos celebra de muchas maneras, y nos llama alegóricamente con diversos nombres para dar a entender la simplicidad de la fe (cf. Hb 11,1 ss.).

12.2. Por ejemplo, en el Evangelio se dice: «El Señor, deteniéndose en la orilla del mar junto a sus discípulos -que a la sazón se hallaban pescando-, les dijo: “Niños, ¿tienen algo de pescado?”» (Jn 21,4-5). Llama “niños” a hombres que ya son discípulos.

12.3. “Y le presentaban niños” (Mt 19,13), para que los bendijera con sus manos, y, ante la oposición de sus discípulos, Jesús dijo: “Dejen a los niños y no les impidan que se acerquen a mí, porque de los que son como niños es el reino de los cielos” (Mt 19,14; Mc 10,13-14; Lc 18,15-16). El significado de estas palabras lo aclara el mismo Señor, cuando dice: “Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielo” (Mt 18,3; cf. Mt 19,14). Aquí no se refiere a la regeneración (cf. Jn 3,3), sino que nos recomienda imitar la sencillez de los niños.

12.4. El significado de estas palabras lo aclara el mismo Señor, cuando dice: “Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3; cf. Mt 19,14). Aquí no se refiere a la regeneración, sino que nos recomienda imitar la sencillez de los niños.

12.5. El Espíritu profético nos considera también niños: Dice: «Los niños, habiendo cortado ramas de olivo y de palmera, salieron al encuentro del Señor gritando (Jn 12,13): “Hosanna al Hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor”» (Mt 21,9; cf. Mt 21,15; Mc 11,10; Lc 13,35; Jn 12,13; Jr 22,5; Sal 117 [118],25. 26). La Luz, gloria y alabanza con súplicas al Señor, he aquí lo que parece significar, en la lengua griega, el “Hosanna”.

Apresurémonos a recoger los frutos de la verdad

13.1. Me parece que la Escritura cita alegóricamente la profecía que acabo de mencionar, para reprochar a los negligentes: “¿No han leído nunca que de la boca de los niños y lactantes has hecho brotar la alabanza?” (Mt 21,16; cf. Sal 8,3).

13.2. También el Señor, en el Evangelio, estimula a sus discípulos: los incita a que le presten atención, porque ya le urge ir hacia el Padre; intenta despertar en sus oyentes un deseo más intenso, revelándoles que dentro de poco va a partir, y les muestra la necesidad de recoger los frutos abundantes de la verdad, mientras el Verbo aún no haya subido al cielo.

13.3. De nuevo los llama “niños” diciéndoles: “Niños, yo estaré poco tiempo entre ustedes” (Jn 13,33); y, de nuevo, compara con el reino de los Cielos «a los niños que están sentados en las plazas públicas y que dicen: “Para ustedes tocamos la flauta, pero no bailaron, nos lamentamos, pero no se golpearon el pecho”» (Mt 11,16-17; cf. Lc 7,32), y prosiguió con otras palabras semejantes a éstas.

13.4. Pero no es el Evangelio el único que siente así; los textos proféticos hablan de la misma manera. Por ejemplo, David dice: “Alaben, niños, al Señor, alaben el nombre del Señor” (Sal 112 [113],1); dice también por medio de Isaías: “Heme aquí con los niños que me confió el Señor” (Is 8,18; cf. Hb 2,13).

Los cristianos son los pollitos de Cristo

14.1. ¿Te maravillas de oír que el Señor llama “niños” a quienes los paganos llaman hombres? Me parece que no comprendes bien la lengua ática, en la que se puede observar que aplica el nombre de “niñas” (paidískai) a hermosas y lozanas muchachas, de condición libre, y el de “niñitas” (paidiskária), a las esclavas, jóvenes también ellas. Gozan de estos diminutivos por estar en la flor de su juventud.

14.2. Y cuando el Señor dice: “Que mis corderos sean colocados a mi derecha” (Mt 25,33), alude simbólicamente a los sencillos, a los que son de la raza de los niños como los corderos, no a los adultos, como el ganado; y si muestra su predilección por los corderos, es porque prefiere en los hombres la delicadeza y la sencillez de espíritu (= rectitud de intención), la inocencia. Asimismo, cuando dice: “Terneros lactantes” (Am 6,4), se refiere a nosotros alegóricamente; lo mismo que cuando afirma: “Como una paloma inocente y sin cólera” (Mt 10,16).

14.3. Cuando, por boca de Moisés, ordena ofrecer dos crías de palomas o una pareja de tórtolas para la expiación de los pecados (cf. Lv 5,11; 12,8; 14,22; 15,29; Lc 2,24), está diciendo que la inocencia de las criaturas tiernas, y la falta de malicia y resentimiento de los pequeños, son agradables a los ojos de Dios, y da a entender que lo semejante purifica a lo semejante; pero también que la timidez de las tórtolas simboliza el temor al pecado.

14.4. La Escritura atestigua que nos da el nombre de “pollitos”: “Como la gallina (lit.: un ave) cobija (lit.: reúne desde arriba) bajo sus propias alas a sus pollitos” (Mt 23,37), esto mismo somos nosotros: los “pollitos” del Señor. De esta forma tan admirable y misteriosa el Verbo subraya la simplicidad del alma en la edad infantil.

14.5. Unas veces nos llama “niños”; otras, “pollitos”; otras, “infantes”; otras, “hijos” (o: hijitos); a menudo, “criaturas” (o: hijos), y, en ocasiones, “un pueblo joven”, “un pueblo nuevo”. Y dice: “A mis servidores les será dado un nombre nuevo” (Is 65,15; Ap 3,12); llama “nombre nuevo” a lo reciente y eterno, puro y simple, infantil y verdadero. “Y este nombre será bendito en la tierra” (Is 65,16).

Cristo es nuestro divino domador

15.1. Otras veces, nos llama alegóricamente “potrillos”, porque desconocen el yugo del mal y no han sido domados por la maldad. Son simples y sólo dan brincos cuando se dirigen hacia su padre, no son “los caballos que relinchan ante las mujeres de los vecinos, como los animales bajo yugo y alocados” (Jr 5,8), sino los libres y nacidos de nuevo; los orgullosos de su fe, los corceles que corren veloces hacia la verdad, prestos a alcanzar la salvación y que pisotean y golpean contra el suelo las cosas mundanas.

15.2. “Alégrate mucho, hija de Sión; pregona tu alegría, hija de Jerusalén; he aquí que tu rey viene hacia ti, justo y portador de tu salvación, manso y montado en una bestia de carga, acompañada de su joven potrillo” (Za 9,9; Mt 21,5). No bastaba con decir tan sólo “potrillo”, sino que se ha añadido “joven”, para mostrar la juventud de la humanidad en Cristo, su eterna juventud junto con su sencillez.

15.3. Nuestro divino domador nos cría a nosotros, sus niños, tal como a jóvenes potrillos; y si en la Escritura el joven animal es un asno, se considera en todo caso como la cría de una bestia de carga. “Y a su pollino, dice la Escritura, lo ha atado a la vid” (Gn 49,11); a su pueblo sencillo y pequeño lo ha atado a su Verbo, alegóricamente designado por la vid: ésta da vino, como el Verbo da sangre (cf. Jn 15,1. 4. 5; 6,53-56), y ambas son bebidas saludables para el hombre: el vino para el cuerpo, la sangre para el espíritu.

15.4. El Espíritu nos da testimonio cierto, por boca de Isaías, de que nos llama también corderos: “Como pastor, apacentará su rebaño y, con su brazo, reunirá a sus corderos” (Is 40,11), queriendo decir mediante una alegoría que los corderos, en su sencillez, son la parte más delicada del rebaño.

La infancia espiritual del cristiano

16.1. También nosotros honramos con una evocación de la infancia los más bellos y perfectos bienes de esta vida llamándolos educación (paideían) y pedagogía. Consideramos que la pedagogía es la buena conducción de los niños hacia la virtud. El Señor nos ha indicado de manera bien clara qué hay que entender por “niñito” (paidíon): «Habiéndose originado una disputa entre los Apóstoles sobre quién de ellos era el más grande, Jesús colocó en medio de ellos a un niño y dijo: “El que se humille como este niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos”» (Mt 18,1-4; Mc 9,33-37; Lc 9,46-48).

16.2. Ciertamente, no utiliza el término “niño” para referirse a la edad en la que aún no cabe la reflexión, como algunos han creído. Y cuando dice: “Si no llegan a ser como estos niños, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3), no hay que interpretarlo de una manera simplista.

16.3. No, nosotros no rodamos por el suelo como niños, ni nos arrastramos por tierra como serpientes, enrollando todo nuestro cuerpo en los apetitos irracionales; al contrario, erguidos hacia lo alto, merced a nuestra inteligencia, desprendiéndonos del mundo y de los pecados, “apenas tocando tierra con la punta del pie” (Anónimo, Fragmentos, 107 A ) -por más que parezca que estamos en este mundo-, perseguimos la santa sabiduría. Pero esto parece una locura (cf. 1 Co 1,18-22) para quienes tienen el alma dirigida hacia la maldad.

“Tenemos un solo maestro, que está en los cielos”

17.1. Son, por tanto, verdaderos niños los que sólo conocen a Dios como padre y son sencillos, ingenuos, puros, los creyentes en un solo Dios (lit.: “los enamorados de los unicornios”; cf. Dt 33,17; Jb 39,9; Sal 21 [22],22; 91 [92],11). A los que han progresado en el conocimiento del Verbo, el Señor les habla con este lenguaje: les ordena despreciar las cosas de aquí abajo y les exhorta a fijar su atención solamente en el Padre, imitando a los niños.

17.2. Por esa razón les dice: “No se inquieten por el mañana, que ya basta a cada día su propia aflicción” (Mt 6,34). Así, manda que dejemos a un lado las preocupaciones de esta vida (cf. Sal 54 [55],23) para unirnos solamente al Padre.

17.3. El que cumple este precepto es realmente un párvulo y un niño, a los ojos de Dios y del mundo; éste lo considera un necio; aquél, en cambio, lo ama. Y si, como dice la Escritura, “hay un solo maestro que está en los Cielos” (Mt 23,8-9), es evidente que todos los que están en la tierra deberán ser llamados -con razón- discípulos. Y, en efecto, la verdad es así: la perfección es propia del Señor, que no cesa de enseñar; en cambio, lo propio de nuestra condición de niños y párvulos es que no cesemos de aprender.

Santos para el Señor

18.1. La profecía ha honrado con el nombre de varón (andrós; cf. Ef 4,13; 2 Co 11,2) a quien es perfecto, y, por boca de David -refiriéndose al demonio- dice: “El Señor detesta al varón sanguinario” (Sal 5,7), y lo llama “varón” porque es perfecto en la malicia; pero el Señor es llamado “Varón” (anér), porque es perfecto en la justicia.

18.2. Por eso, el Apóstol en la “Epístola a los Corintios” dice: “Los he desposado con un solo varón para presentarlos como casta virgen a Cristo” (2 Co 11,2), es decir, como párvulos y santos, sólo para el Señor.

18.3. En la “Epístola a los Efesios”, con total claridad reveló el objeto de nuestra investigación, diciendo: “Hasta que lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento de Dios, al varón perfecto, a la medida de la plenitud de la edad de Cristo, para que no seamos ya niños que fluctúan, dejándonos llevar por todo viento de doctrinas, a merced del engaño de los hombres, que tratan de seducirnos con astucia para sujetarnos al error; sino que, viviendo según la verdad y el amor, en todo vayamos creciendo en Él” (Ef 4,13-15).

18.4. Dijo esto “para la edificación del cuerpo de Cristo” (Ef 4,12), “que es la cabeza” (Ef 4,15), y el único varón perfecto en la justicia. Nosotros, niños pequeños, si nos guardamos de los vientos de las herejías que con su soplo arrastran hacia el orgullo y no confiamos en quienes pretenden imponernos otros padres, alcanzaremos la perfección, porque somos Iglesia, ya que hemos recibido a Cristo como cabeza.

La fe cristiana debe manifestarse en una conducta dulce y afable

19.1. Ahora debemos fijar nuestra atención en la palabra népios (infante o párvulo), que no se refiere a los que carecen de razón; éstos son los “necios” (nepútios). El párvulo es un “neodulce” (neépios), porque “dulce” (épios) es el de corazón tierno (apalófron), y ha adquirido nuevamente un carácter dulce y afable.

19.2. Esto ya lo manifestó claramente el bienaventurado Pablo: “Pudiendo hacer valer nuestra autoridad, por ser apóstoles de Cristo, nos hicimos dulces en medio de ustedes, como una madre que cría (lit.: alimenta) a sus hijos” (1 Ts 2,7).

19.3. El “párvulo” es un ser dulce; de aquí que sea más ingenuo, tierno, sencillo, sin doblez, sincero, justo en sus juicios y recto. Esto es el fundamento de la sencillez y de la verdad. “Hacia quién, pues, voy a dirigir mis ojos -dice la Escritura- sino hacia el ser dulce y apacible?” (Is 66,2). Éste es el lenguaje de una doncella: tierno y sincero; por eso se acostumbra a llamar a la muchacha, “virgen cándida”, y al muchacho, “candoroso” (cf. Homero, Ilíada, VI,400).

19.4. Somos cándidos cuando somos dóciles, fácilmente moldeables en la bondad, sin cólera, sin el menor sentimiento de maldad ni de falsedad (o: perversidad). La generación antigua era falsa (cf. Hch 2,40; Flp 2,15) y tenía el corazón duro (cf. Mt 19,8; Mc 10,5; 16,14); nosotros, en cambio, que formamos un coro de párvulos (cf. Mt 11,16-17) y un pueblo nuevo, somos delicados cual niños.

19.5. En su “Epístola a los Romanos”, el Apóstol declara alegrarse “de los corazones sin malicia” (o: ingenuos; Rm 16,18) y, al mismo tiempo, ofrece el significado del término “párvulos” diciendo: “Quiero que sean sabios para el bien y puros para el mal” (Rm 16,19)

Los cristianos poseen la rica abundancia de la verdad joven, la juventud que no envejece

20.1. No concebimos el nombre de “párvulo” (népios) en un sentido negativo, de privación, aunque los hijos de los gramáticos concedan un sentido privativo a la sílaba “né”. Si los detractores de la infancia dicen de nosotros que somos “necios”, miren cómo blasfeman contra el Señor, porque consideran de necios a los que han encontrado refugio en Dios.

20.2. Si, por el contrario -y esto hay que entenderlo bien-, aplican el nombre de “párvulos” (népios) a los seres sencillos, regocijémonos de este título. Párvulos son, en efecto, los espíritus nuevos que han recobrado su razón en medio de la antigua locura, y se levantan en el horizonte de la nueva alianza. Recientemente Dios se ha dado a conocer por la venida de Cristo: “Porque nadie ha llegado a conocer a Dios sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo revela” (Mt 11,27; Lc 10,22).

20.3. Son los nuevos los que constituyen el pueblo nuevo en oposición al pueblo antiguo, y conocen los nuevos bienes. Nosotros poseemos la rica abundancia de la edad joven, la juventud que no envejece; en ella siempre estamos en la plenitud de nuestra fuerza, para adquirir el conocimiento, siempre jóvenes, siempre buenos, siempre nuevos, porque necesariamente son nuevos los que participan del nuevo Verbo.

20.4. Así como lo que participa de la eternidad suele asemejarse a lo incorruptible, así también nuestro título de niños expresa la primavera de toda nuestra vida (cf. Aristóteles, Retórica, I,7,1365 a 31; III,10,1411 a 2-3), dado que la verdad en nosotros no envejece, y dicha verdad informa nuestra conducta.

El Padre de todos recibe con agrado a los que en Él buscan refugio

21.1. La sabiduría es siempre joven, idéntica a sí misma, no conoce mutación alguna (Platón, Fedón, 78 C). “Los niños -dice la Escritura- serán transportados sobre los hombros y consolados sobre las rodillas; como la madre consuela a su hijo, así los consolaré yo” (Is 66,12-13). La madre lleva en brazos a sus pequeños, y nosotros buscamos a nuestra madre, la Iglesia.

21.2. Lo que de por sí es débil y tierno, y, por su misma fragilidad, necesitado de ayuda, es agradable, dulce y encantador; a un ser de esta condición Dios no deja de prestarle su auxilio. Así como los padres y las madres miran con más agrado a sus pequeños; los caballos, a sus potrillos; los toros, a sus teneros; el león, al cachorro; el ciervo, a su cervatillo, y el hombre, a su hijo: así también, el Padre de todos recibe con agrado a los que en Él buscan refugio y, habiéndolos regenerado con su Espíritu y adoptado como hijos, aprecia su dulzura, los ama singularmente, les presta ayuda, lucha por ellos y los llama “hijitos”.

21.3. Me referiré ahora a Isaac, el hijo. Isaac significa “risa”. El rey, curioso, lo vio jugar con Rebeca (cf. Gn 26,8), su esposa y colaboradora (cf. Gn 2,18). El rey, llamado Abimelek, representa, en mi opinión, cierta sabiduría supramundana, que contempla desde lo alto el misterio del juego infantil. El nombre de Rebeca significa “constancia”.

21.4. ¡Oh juego lleno de sabiduría! La “risa” es ayudada por la “constancia”, mientras el rey observa (cf. Filón de Alejandría, De plantatione, 169). Se alegra el espíritu de los niños en Cristo, cuya vida transcurre en la constancia. Y ése es el juego divino (o menos literalmente: el juego en el que Dios se complace).

La Iglesia es la ayuda de nuestra salvación

22.1. Es el mismo juego al que, según Heráclito, jugaba Zeus (cf. Heráclito, Fragmentos, 52). ¿Qué otra ocupación conviene a un ser sabio y perfecto que la de jugar y regocijarse con constancia en el bien, administrando rectamente los bienes y celebrando al mismo tiempo las fiestas santas con Dios?

22.2. El mensaje profético puede interpretarse también de otra manera: nosotros nos alegramos y reímos por nuestra salvación (cf. Lc 1,47) como Isaac; en efecto, él se reía porque había sido liberado de la muerte;  se divertía y se alegraba con su mujer (cf. Jn 3,29; Ap 21,2. 9; 22,17), que es la ayuda de nuestra salvación, la Iglesia. Lleva el nombre de “constancia”, que viene a significar firmeza, sea porque ella, sola, permanece siempre airosa a través de los siglos, sea porque está constituida por la constancia de los creyentes (cf. Ap 13,10; 14,12), es decir, de nosotros, que somos miembros (del cuerpo) de Cristo (cf. 1 Co 6,15; Ef 5,30). El testimonio de los que perseveran hasta el final (cf. Mt 10,22; 24,13; Mc 13,13) y la acción de gracias que se le rinde por ellos son el juego místico y la salvación auxiliadora que acompaña a la noble alegría de corazón (o: la salvación auxiliadora mediante la completa aceptación de la providencia).

22.3. El rey es Cristo, que, desde arriba, observa nuestra risa y, “asomándose por la ventana” (Gn 26,8), como dice la Escritura, contempla la acción de gracias, la bendición, la alegría, el gozo, la constancia colaboradora y la trabazón de todo, su Iglesia; él muestra tan sólo su rostro, el que faltaba a su Iglesia, que, por lo demás, es perfecta gracias a la cabeza del rey (cf. Ef 1,22; 5,23; Col 1,18).

El Señor nos colma de alegría

23.1. Pero ¿dónde estaba la ventana por la que se mostraba el Señor? Era la carne, por la que se ha hecho visible (cf. 1 Tm 3,16). El mismo Isaac -ya que es posible interpretar el pasaje desde otro punto de vista- es tipo del Señor: niño en tanto que hijo -porque era hijo de Abraham, como Cristo lo es de Dios-; víctima como el Señor. Pero no fue inmolado (cf. Lv 2,11) como el Señor; Isaac sólo llevó la leña para el sacrificio (cf. Gn 22,6), como el Señor el madero [de la cruz] (cf. Jn 19,17).

23.2. Su risa tenía cierto aire misterioso: profetizaba que el Señor nos colmaría de alegría, porque hemos sido librados de la perdición por la sangre del Señor (cf. 1 P 1,18-19). Pero Isaac no padeció. Así que, no solamente reservó la primacía del sufrimiento para el Verbo, como es natural, sino que, además, por el hecho de no haber sido inmolado, designa simbólicamente la divinidad del Señor. Porque Jesús, después de haber sido sepultado, resucitó sin haber sufrido la corrupción (cf. Hch 2,27), del mismo modo que Isaac fue liberado del sacrificio.

Cristo es llamado “niño”

24.1. Voy a citar, siguiendo con mi propósito, otro testimonio de suma importancia: el Espíritu Santo, cuando profetizó por boca de Isaías, dio al mismo Señor el nombre de “niño”: “He aquí que nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, cuyo imperio reposa sobre su hombro y se le ha dado el nombre de Ángel de Gran Consejo” (Is 9,5).

24.2. ¿Quién es este niño pequeño, a cuya imagen somos también nosotros niños? De su grandeza nos habla el mismo profeta: “Consejero admirable, Dios poderoso, Padre eterno, Príncipe de la paz, que dispensa con generosidad su educación, y cuya paz no conoce límites” (Is 9,5-6).

24.3. ¡Oh gran Dios! ¡Oh niño perfecto! El Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo (cf. Jn 10,38; 17,21). ¿Cómo no va a ser perfecta la pedagogía de este niño (o: la educación impartida por este niño), si se extiende a todos nosotros que somos niños, guiando a todos sus pequeños? Él ha extendido sus manos hacia nosotros (cf. Is 65,2; Rm 10,21), máxima garantía de nuestra fe.

24.4. Juan, que es “el profeta más grande entre los nacidos de mujer” (Lc 7,28), testifica acerca de este niño: “He aquí el cordero de Dios” (Jn 1,29. 36), dado que la Escritura llama corderos a los niños pequeños (cf. Is 40,11; 15,4), y ha denominado “cordero de Dios” al Verbo Dios, hecho hombre por nosotros (cf. Jn 1,14), deseoso de asemejarse en todo a nosotros (cf. Hb 2,17; 4,15), el Hijo de Dios, el pequeño del Padre.