OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (70)

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Cristo en majestad
Hacia el año 950
Evangeliario
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO PRIMERO (continuación)

Capítulo III: El Pedagogo ama al hombre

   Dios ama al ser humano, por ser su criatura

7.1. El Señor, como hombre y como Dios, nos ayuda en todo. Como Dios, perdona nuestros pecados; como hombre, nos educa para no caer en ellos. Y es natural que el Dios ame al hombre, porque es su criatura. Las otras realidades de su creación las hizo Dios sólo con una orden; al hombre, en cambio, lo ha modelado con sus propias manos (cf. Gn 2,7) y le ha inspirado algo propio de Él (cf. Gn 1,16).

7.2. Esta criatura que ha sido creada por Dios a imagen suya (cf. Gn 1,26), o bien la ha creado por ser en sí misma digna de ser elegida, o la ha modelado por ser digna de elección por algún otro motivo.

7.3. Si el hombre es por sí mismo un ser digno de elección, Dios, que es bueno, ha amado a este ser bueno; el especial atractivo está dentro del hombre, y precisamente por eso lo denomina “soplo” de Dios. Pero si el hombre ha sido objeto de elección por razón de otras cosas, Dios no tenía otro motivo para crearlo que la consideración de que, sin el hombre, el Creador no hubiera podido manifestarse bueno, y sin las criaturas no era posible que el hombre alcanzase el conocimiento (gnosis) de Dios (cf. Sb 13,1-9; Rm 1,20). En efecto, si el hombre no hubiese existido, Dios no habría creado las otras cosas, que fueron creadas en razón de la existencia del hombre; y Dios manifestó, porque la tenía oculta, su capacidad -el querer- mediante el poder de crear hacia fuera, encontrando en el hombre el motivo para crearlo; vio lo que tenía, e hizo lo que quiso. Porque no hay nada que Dios no pueda hacer.

El hombre, creado por Dios, es amable por sí mismo

8.1. El hombre que Dios ha creado es digno de elección por sí mismo; ahora bien, lo que por sí mismo es digno de elección es naturalmente apropiado precisamente para quien él es digno de elección por sí mismo, y, por tanto, es también aceptado y amado por éste. Pero, ¿puede algo ser digno de amor para alguien sin que sea amado por él? El hombre, según hemos demostrado, es un ser digno de ser amado; por consiguiente, el hombre es amado por Dios.

8.2. ¿Cómo no va a ser amado aquel por quien el Unigénito, el Verbo de nuestra fe, ha descendido desde el seno del Padre? (cf. Jn 1,18). El Señor, que, sin lugar a dudas, es la razón de nuestra fe, lo afirma claramente al decir: “El mismo Padre los ama porque ustedes me han amado” (Jn 16,27); y, de nuevo: «Y los has amado como me has amado a mí” (Jn 17,23).

8.3. ¿Qué desea, entonces, y qué nos promete el Pedagogo? Con sus obras y sus palabras nos prescribe lo que debemos hacer y nos prohíbe lo contrario; todo está muy claro. En cuanto al otro género de lenguaje, el didáctico, es, sin duda, escueto, espiritual, de notable precisión, contemplativo. Pero, de momento, vamos a dejarlo al margen.

El Verbo conoce a fondo los corazones de sus criaturas

9.1. Debemos corresponder en el amor a quien amorosamente guía nuestros pasos hacia una vida mejor y a vivir según las disposiciones de su voluntad, no sólo limitándose a cumplir lo que prescribe y evitar lo que prohíbe, sino también apartándonos de ciertos ejemplos e imitando, como mejor podamos, otros, a fin de realizar por imitación las obras del Pedagogo, para que así se cumpla aquello de “a imagen y semejanza” (Gn 1,26).

9.2. Aprisionados en la vida como en una gran penumbra, necesitamos un guía infalible y certero. Y, como dice la Escritura, no es el mejor guía el ciego que lleva de la mano a otros ciegos hacia el precipicio (cf. Mt 15,14; Lc 6,39), sino el Verbo de mirada penetrante, que conoce a fondo los corazones (cf. Jr 17,10; Rm 8,27; Platón, Las Leyes, 809 A).

9.3. Así como no existe luz que no alumbre, ni objeto en movimiento que no se mueva, ni amante que no ame, tampoco hay bien que no nos sea provechoso y que no nos conduzca a la salvación.

9.4. Amemos, por tanto, los preceptos del Señor con nuestras obras. El Verbo, al encarnarse (cf. Jn 1,14), ha dejado bien claro que la misma virtud es a la vez práctica y teórica. Si tomamos el Verbo como ley, comprobaremos que sus preceptos y enseñanzas son camino corto y rápido que nos llevará a la eternidad, porque sus mandatos rebosan persuasión, no temor.

Capítulo IV: El Verbo es igualmente el Pedagogo de hombres y de mujeres

   Entreguemos a nuestras vidas al Señor

10.1. Abracemos, aún más, esta buena obediencia y entreguémonos al Señor, sujetándonos al sólido cable de la fe en Él, sabiendo que la virtud es la misma para el hombre que para la mujer (cf. Ga 3,28).

10.2. Porque si existe un único Dios para los dos, también hay un único Pedagogo; para ambos una sola Iglesia, una única moral, un único pudor, alimento común y común vínculo matrimonial. La respiración, la vista, el oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia y el amor, todo es igual. Los que tienen en común la vida también tienen en común la gracia y la salvación; y, en común también, la virtud y la educación (lit.: forma de vida).

10.3. “En esta vida -se nos dice- toman mujer y se casan” (Lc 20,34; Mt 22,30; Mc 12,25); sólo aquí en la tierra se distingue la mujer del varón, “pero no así en la otra vida” (Lc 20,35); en el otro mundo, los premios merecidos por esta vida común y santa del matrimonio no son exclusivos del varón o de la mujer, sino de la persona, una vez liberada del deseo que la divide en dos seres distintos.

El Señor es nuestro pastor

11.1. El nombre de “persona” es común al hombre y a la mujer. Según creo, los áticos usaban indistintamente el nombre de “niñito” (paidárion), para referirse al sexo masculino y al femenino, a juzgar por el testimonio del autor cómico Menandro, en su obra “La azotada”: “hijita mía..., porque el niñito siente, por naturaleza un especial amor al hombre” (Menandro, Fragmentos, 361).

11.2. “Corderos” (árnes) es el nombre común por simplicidad del macho y de la hembra; y Él, el Señor “es nuestro pastor” (Sal 22 [23],1; Ez 34,1; Jn 10,10-11), por todos los siglos, amén. “Sin el pastor no deben vivir ni las ovejas ni cualquier otro animal, ni los niños sin el pedagogo, ni los criados sin su amo” (Platón, Las Leyes, VII, 808 D).