OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (68)

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Escenas de la vida de Cristo
Finales del siglo X
Libro de los Evangelios
del emperador Otto III
Bayerische Staatsbibliothek
Munich, Alemania
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, PROTRÉPTICO (EXHORTACIÓN) A LOS GRIEGOS (conclusión)

Capítulo X: conclusión de la segunda parte (argumentación a favor de la nueva religión: el cristianismo)

Cristo se abajó para salvar al hombre

111.1. Si quieres, medita un poco las buenas acciones de Dios desde el principio. Cuando el primer hombre jugó libre en el paraíso, todavía era niño de Dios; pero, cuando cayó en el placer (la serpiente simboliza el placer que se arrastra sobre el vientre, la maldad terrena, vuelta hacia la materia [cf. Gn 3,14]), se dejó arrastrar por sus deseos y el niño, por su desobediencia, se convirtió en adulto y rehusando la obediencia del Padre deshonró a Dios. ¡Tanto pudo un placer! Y el hombre, libre por su sencillez, se encontró esclavizado por los pecados.

111.2. El Señor quiso liberarlo de nuevo de sus ataduras y, tras ligarse a la carne (cf. Jn 1,14) -¡misterio divino es éste! (cf. Col 2,2)-, sometió a la serpiente y esclavizó al tirano, a la muerte, y lo que es más admirable, extendiendo sus manos, liberó a aquel hombre extraviado por el placer y atado a la corrupción.

111.3. ¡Oh admirable misterio! Ciertamente, el Señor se abajó, pero el hombre levantó, y el que había caído del paraíso recibió una recompensa mayor por la obediencia, el cielo.

El Cristo total

112.1. Por eso me parece a mí que, puesto que el mismo Verbo ha venido del cielo hasta nosotros, no es necesario ya que nosotros vayamos a una escuela humana, ocupándonos excesivamente de Atenas o de alguna otra ciudad griega, o incluso de Jonia. En efecto, si nuestro Maestro es el que ha llenado todo con sus poderes santos, como la creación, la salvación y las buenas obras, con la ley, la profecía y la enseñanza, ahora el Maestro enseña todas las cosas, y todo ha llegado ya a ser por el Verbo una Atenas y una Grecia.

112.2. Ahora bien, han creído ya en el mito poético que describe que Minos el cretense vivía en familiaridad con Zeus, y sin embargo no creen que nosotros seamos discípulos de Dios, que hayamos recibido la sabiduría realmente verdadera, la que sólo intuyeron los más perspicaces de la filosofía, pero que los discípulos de Cristo la han recibido y proclamado.

3. El Cristo total, por así decirlo, no está dividido; tampoco es bárbaro, ni judío, ni griego, ni es varón, ni mujer; es el nuevo hombre de Dios, transformado por obra del Espíritu Santo (cf. 1 Co 1,13; Ga 3,28; 6,15; Ef 4,24; Col 3,9-11).

El Verbo nos ha iluminado con la luz divina

113.1. Además los otros consejos y advertencias son mezquinos y parciales: si hay que casarse, si hay que ocuparse en la política, si hay que tener hijos. Únicamente la religión es la que encierra una exhortación universal, y sin duda para toda la vida; en cualquier circunstancia y en toda situación nos dirige con fuerza hacia el fin supremo, la vida. Sólo es necesario vivir según ella para poder vivir siempre; en cambio, como dicen los antiguos, la filosofía es una contribución duradera desde hace mucho tiempo, que aspira al amor eterno de la sabiduría. “El mandato del Señor brilla de lejos, da luz a los ojos” (Sal 18 [19],9).

113.2. Recibe a Cristo, recibe el poder ver, recibe tu luz: “Para que conozcas bien tanto a Dios como al hombre” (Homero, Ilíada, V,128). El Verbo que nos ha iluminado es “más dulce que un trozo de oro y una piedra preciosa; es más deseable que la miel y que el panal” (Sal 18 [19],11). En efecto, ¿cómo no va a ser deseado el que se ha hecho visible a la inteligencia sepultada en la tiniebla y el que ha agudizado los ojos resplandecientes de alma? (cf. Platón, Timeo 45 B).

113.3. Y así como, al no existir el sol, los otros astros provocarían la noche en todo lo demás (Heráclito, Fragmentos, 99), de igual manera, si no hubiéramos conocido al Verbo y no hubiésemos sido iluminados por Él, no nos diferenciaríamos en nada de las gallinas que se engordan; seríamos engordados en la oscuridad y alimentados por la muerte.

113.4. Hagamos sitio a la luz, para dejar sitio a Dios; hagamos sitio a la luz y seamos discípulos del Señor. Ciertamente también esto lo ha anunciado a su Padre: “Referiré tu nombre a mis hermanos; en medio de la, asamblea te alabaré” (Sal 21 [22],23). Cántame y muéstrame a tu Padre Dios. Tus relatos me salvarán, tu canto me educará.

113.5. Lo mismo que hasta ahora he estado extraviado buscando a Dios, sin embargo, Señor, desde que me iluminas, encuentro no sólo a Dios a través de ti y recobro al Padre junto a ti;  también me convierto en tu coheredero (cf. Rm 8,17), porque no te avergüenzas del hermano (cf. Hb 2,11).

Cristo transformó con su crucifixión el poniente en oriente y la muerte en vida

114.1. Retiremos, entonces, retiremos el olvido de la verdad; y cuando hayamos retirado la ignorancia y la tiniebla que obstaculizan nuestra vista, a modo de una nube, contemplemos al que es verdadero Dios, cantándole, en primer lugar, esta aclamación: “Salve, oh luz” (Esquilo, Agamenón, 22 y 508). Más pura que el sol y más dulce que la vida de aquí, brilló una luz desde el cielo para nosotros, que estábamos enterrados en las tinieblas y prisioneros de una sombra de muerte (cf. Is 9,1-2; Mt 4,16; Lc 1,79).

114.2. Aquella luz es vida eterna y cuanto participa de ella tiene vida; la noche rehúye la luz y escondiéndose por miedo cede el sitio al día del Señor. Todo llegó a ser una luz que no se apaga y el poniente se convirtió en oriente.

114.3. Esto es lo que ha pretendido la nueva creación (cf. Ga 6,15); en efecto, el sol de justicia (Ml 3,20 [4,2]), que lo recorre todo, vigila por igual a la humanidad, imitando al Padre, que hace salir su sol sobre todos los hombres (Mt 5,45; Lc 6,36) y hace descender el rocío de la verdad.

114.4. Él mismo transformó con su crucifixión el poniente en oriente y la muerte en vida; arrancando al hombre de la perdición lo elevó al cielo, trasplantando la corrupción en la incorrupción y mudando la tierra en cielo; es el agricultor de Dios, “que muestra los tiempos favorables y despierta a los pueblos para una obra buena, recordando el modo de vida verdadero” (Arato, Fenómenos, 6-7), y regalándonos la parte de herencia paterna, realmente grande, divina y que no se puede arrebatar; divinizando al hombre por una enseñanza celestial y “poniendo leyes en sus mentes y escribiéndolas en el corazón” (Jr 38 [31],33; cf. Hb 8,10).

114.5. ¿Qué leyes subscribe? “Que todos conocerán a Dios, desde el menor al mayor -dice el Señor-, y les seré propicio y no recordaré sus pecados” (Jr 38 [31],34; cf. Hb 8,11-12).

El Dios cristiano es un Dios cercano

115.1. Recibamos las leyes de la vida; obedezcamos a Dios que nos estimula; conozcámosle, para que sea clemente; aunque no lo necesite, devolvámosle una recompensa agradecida, [es decir] la docilidad, como un cierto alquiler que debemos a Dios por la habitación de aquí abajo. “Oro a cambio de bronce, el precio de cien bueyes por nueve” (Homero, Ilíada, VI,236) a cambio de un poco de fe te concede una tierra enorme para cultivar, agua para beber y otra para navegar, aire para respirar, fuego para que te ayude y un mundo para habitar. Desde aquí te ha permitido preparar una peregrinación hacia el cielo. ¡Con esas grandes cosas y con tales obras y favores ha pagado tu poca fe!

115.2. Sí, los que confían en los charlatanes admiten en seguida los amuletos y los encantamientos como salvadores; en cambio, ustedes ¿no quieren recibir al que viene del cielo, al Verbo salvador, y, confiando en la palabra mágica de Dios, no quieren librarse ciertamente de las pasiones, que son ahora las enfermedades del alma, y ser arrancados del pecado? En efecto, el pecado es la muerte eterna.

115.3. Sin duda, viven completamente embotados y ciegos como los topos, sin hacer otra cosa que comer en la oscuridad, y derramándose en la perdición. Pero existe, existe la verdad que ha gritado: “Del seno de la tiniebla brillará una luz” (2 Co 4,6).

115.4. Brille la luz en lo más profundo del hombre, en el corazón, y se eleven los rayos del conocimiento, manifestando e iluminando al hombre escondido en el interior, al discípulo de la luz, al amigo y coheredero de Cristo; sobre todo cuando el hijo piadoso y bueno ha llegado al conocimiento del nombre digno de toda veneración y honra de su Padre, que manda cosas favorables y prescribe los medios de salvación para el hijo.

115.5. El que le obedece saca beneficio en todo: acompaña a Dios, obedece al Padre, a quien conoció mientras él estaba extraviado, amó a Dios, amó al prójimo, cumplió el mandato (cf. Mt 22,37-39), va en busca del premio y reclama la promesa.

La trompeta de Cristo es su evangelio

116.1. Dios está siempre dispuesto a salvar a la multitud de los hombres (cf. Jn 10,11; Sal 22 [23],1; Is 40,11; Platón, Político, 266 C, 295 C y 268 C). Por eso también el buen Dios envió al buen Pastor (cf. Jn 10,11); y el Verbo, al desplegar la verdad, mostró a los hombres la cima de la salvación, para que, una vez arrepentidos (cf. Sal 50 [51],19), se salvaran o para que fueran juzgados, si no obedecían. Esta predicación de la justicia es una buena noticia para los que obedecen y un tribunal para los que desoyen.

116.2. Ahora bien, si al resonar la estridente trompeta convocó a los soldados y declaró la guerra, Cristo, al lanzar un gritó de paz hasta los límites de la tierra (cf. Rm 10,18; Sal 18 [19],5), ¿no va a reunir entonces a sus soldados de paz? Ciertamente, hombre, con su sangre y su palabra convocó un ejército incruento y le confió el reino de los cielos.

116.3. La trompeta de Cristo es su Evangelio; Él tocó la trompeta y nosotros escuchamos. Armémonos pacíficamente, revestidos con la coraza de La justicia (Ef 6,14; cf. 1 Ts 5,8; Is 59,17), tomando el escudo de la fe y ceñidos con el yelmo salvador, afilemos la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios (Ef 6,17) Así nos prepara pacíficamente el Apóstol.

116.4. Éstas son nuestras armas invulnerables; equipados con ellas nos enfrentaremos al demonio; apagaremos los dardos inflamados del demonio (cf. Ef 6,16) con el húmedo filo de (nuestras) espadas (lit.: las húmedas puntas), bañadas por el Verbo. Retribuyendo sus beneficios con agradecimientos de alabanza y venerando a Dios por medio del Verbo divino. Dice [la Escritura]: «Mientras todavía estés tú hablando, te dirá: “Aquí estoy”» (Is 58,9).

Cristo nos regala la vida con una única palabra: Verbo de verdad, Verbo de incorruptibilidad que regenera al hombre

117.1. ¡Oh santo y bienaventurado poder éste por el que Dios se hace conciudadano de los hombres! Por consiguiente, es mejor y preferible llegar a ser al mismo tiempo imitador y servidor de la Esencia principal de los seres; en efecto, nadie podrá imitar a Dios si no el que le sirva santamente, y tampoco servirle y honrarle si no es imitándole50.

117.2. El amor realmente celestial y divino se une así a los hombres, cuando la verdadera belleza puede brillar alguna vez en el alma misma, una vez purificada por el Verbo divino; y lo mejor es que junto al auténtico querer camina la salvación, porque están bajo el mismo yugo, por así decir, la libre elección y la vida.

117.3. Por eso, esta única exhortación de la verdad es comparada a los más fieles amigos, porque permanece hasta el último suspiro, y es una buena escolta para los que van al cielo en el último y definitivo aliento del alma. ¿A qué te exhorto? Te apremio para que seas salvado. Esto es lo que quiere Cristo: te regala la vida con una única palabra.

117.4. ¿Y cuál es esa palabra? Apréndela brevemente: Verbo de la verdad, Verbo de incorruptibilidad, el que regenera al hombre, porque lo eleva a la verdad; el aguijón de la salvación, el que expulsa la corrupción, el que expulsa la muerte; el que ha construido un templo en los hombres (cf. 1 Co 6,15 y 19; 12,27; Ga 2,20), para establecer a Dios en los hombres.

117.5. Purifica el templo y abandona los placeres y las negligencias al viento y al fuego, como una flor efímera; en cambio, cultiva los frutos de la prudencia con sensatez y ofrécete a ti mismo a Dios como primicia, para que no seas sólo una obra suya, sino también una gracia de Dios. Al amigo de Cristo le convienen dos cosas: mostrarse digno del reino y ser considerado merecedor del mismo.

Capítulo XII: conclusión

El Verbo de Dios será tu piloto y el Espíritu Santo te hará desembarcar en los puertos de los cielos

118.1.Por lo tanto, evitemos esa costumbre (= la idolatría); como de un cabo peligroso, huyamos de la amenaza de Caribdis o de las sirenas míticas. Esa costumbre ahoga al hombre, aparta de la verdad, aleja de la vida, es una trampa, un abismo, un hoyo, un mal funesto: “Encierra, lejos de ese efluvio y tormenta, la nave” (Homero, Odisea, XII,219-220).

118.2. Huyamos, compañeros de navegación, huyamos de esa tempestad, que eructa fuego y es una isla malvada en la que se amontonan huesos y cadáveres; canta en ella una cortesana que se encuentra en la flor de la edad, el placer, que se deleita con una música banal: “Ven a este lugar, ilustre Ulises, gran orgullo de los aqueos; detén la nave, para que escuches una voz más divina” (Homero, Odisea, XII,184-185).

118.3. Marinero, la prostituta te ensalza, te proclama digno de elogios y te conquista con el renombre de los griegos. Deja que ella se alimente de cadáveres; a ti te auxilia el Espíritu celestial. Mitiga el placer, que engaña: “Que ninguna mujer provocadora (lit.: “que cuida el sentarse”) engañe tu mente, insinuando adulaciones, mientras busca tu desván” (Hesíodo, Trabajos, 373-374).

118.4. Esquiva el canto que trama muerte; con sólo quererlo habrás superado la perdición y atado al mástil estarás libre de toda corrupción; el Verbo de Dios será tu piloto y el Espíritu Santo te hará desembarcar en los puertos de los cielos. Entonces contemplarás a mi Dios y serás iniciado en aquellos santos misterios, y gozarás de las cosas ocultas que hay en los cielos (cf. 1 Co 2,7), reservadas para mí, “lo que ni oído oyó, ni llegó al corazón de nadie” (1 Co 2,9).

118.5. “Ciertamente me parece ver dos soles y dos Tebas” (Eurípides, Bacantes, 918-919), decía uno con imaginaciones báquicas, borracho por una completa ignorancia; yo me compadecería del que está embriagado y del enloquecido de ese modo, y le exhortaría a la salvación prudente, porque también el Señor prefiere el arrepentimiento del pecador y no la muerte (cf. Ez 18,23. 32; 33,11; Lc 5,30-32; 15,20; 19,10).

Cristo brilla más luminoso que el sol

119.1. Ven, loco, no te apoyes con fuerza en el tirso, ni te corones con yedra; arroja el turbante, arroja tu piel de cervatillo, sé prudente. Te mostraré al Verbo y sus misterios, descritos conforme a tu imagen.
   Este es el monte amado por Dios; no sirviendo de base a las tragedias como el Citerón, sino que está consagrado a las representaciones de la verdad; es un monte sobrio y sombreado por bosques puros. En él no celebran las fiestas de Baco las hermanas de Sémele, la herida por el rayo (Eurípides, Bacantes, 26,6), las ménades, las iniciadas en el reparto impuro de la carne de las víctimas, sino las hijas de Dios, las hermosas corderillas (cf. Ap 14,1) que predicen los solemnes ritos del Verbo y forman un coro casto.

119.2. El coro lo integran los justos y el canto es un himno del rey del universo. Las doncellas entonan salmos, los ángeles dan gloria, los profetas cantan, se levanta un sonido musical, persiguen el tiaso a la carrera, y los elegidos se apresuran, deseando recibir al Padre.

119.3. Ven a mí, anciano, y tú, abandona Tebas, [es decir,] la adivinación; renuncia al culto báquico y déjate llevar de la mano hacia la verdad; mira, te entrego el madero para que te apoyes con fuerza. Apresúrate, Tiresias, ten fe; alza la vista. Cristo brilla más luminoso que el sol; por medio de Él los ojos de los ciegos vuelven a ver; la noche huirá de ti, el fuego se espantará, la muerte perecerá. Anciano, aunque no veas Tebas, contemplarás los cielos.

Los cristianos son ungidos con el ungüento de la fe

120.1. ¡Oh misterios verdaderamente santos! ¡Oh luz purísima! Con la antorcha que llevo puedo contemplar los cielos y a Dios; llego a ser santo iniciado, y el Señor explica los misterios sagrados y mientras lo ilumina sella al iniciado, y a quien ha creído lo confía al Padre para que sea guardado por siempre.

120.2. ¡Estas son las fiestas báquicas de mis misterios! Si quieres, iníciate también tú, y participarás en el coro de los ángeles, en torno al único Dios verdadero, al ingénito e imperecedero (cf. Platón, Timeo, 52 A); con nosotros canta el Verbo de Dios. Éste es el eterno Jesús, el único sumo sacerdote del Dios único y Padre suyo; el que suplica en favor de los hombres y les anima: “Escuchen, tribus innumerables” (Homero, Ilíada, XVII,220), y sobre todo cuantos son hombres racionales, bárbaros y griegos. Llamo a toda clase de hombres (cf. Rm 1,14), de los que yo soy Creador por voluntad del Padre.

120.3. Vengan hasta mí para que se les asigne un puesto bajo el único Dios y el único Verbo de Dios, y no sólo sacarán más provecho por la razón que los animales irracionales, sino que a ustedes solos de entre todos los mortales les concedo recoger el fruto de la inmortalidad. En efecto, aspiro y quiero que también ustedes participen de la gracia, concediéndoles el beneficio completo, la incorruptibilidad; les otorgo el Verbo, la gnosis de Dios, y me otorgo a mí mismo por completo.

120.4. Esto soy yo, esto quiere Dios, esto es sinfonía, armonía del Padre, Hijo, Cristo, Verbo de Dios, brazo del Señor (cf. Is 53,1-2; Jn 12,38), fuerza universal, voluntad del Padre. ¡Oh imágenes todas (cf. Gn 1,26), pero no todas convenientes! Pretendo restaurarlos conforme al modelo, para que también lleguen a ser semejantes a mí.

120.5. Los ungiré con el ungüento de la fe, por el que se librarán de la corrupción, y les mostraré desnuda la figura de la justicia, por la que podrán subir hasta Dios. “Vengan a mí todos los fatigados y agobiados, que yo los aliviaré. Lleven mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para sus almas; porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).

El Verbo de Dios es el protector del género humano

121.1. Apresurémonos, corramos, los hombres que somos imágenes del Verbo, que amamos a Dios y semejantes a Él. Apresurémonos, corramos, tomemos su yugo (cf. Mt 11,29-30), lancémonos a la incorruptibilidad, amemos a Cristo, el hermoso conductor de los hombres. Puso bajo el yugo al asno joven con el viejo (cf. Mt 21,1-7; Za 9,9) y, tras uncir la yunta de los hombres, dirige el carro hacia la inmortalidad, apresurándose ante Dios por cumplir con claridad lo que había anunciado oscuramente; dirigiéndose primero a Jerusalén (cf. Mt 21,5), pero ahora a los cielos; ¡bellísimo espectáculo es para el Padre el Hijo eterno victorioso!

121.2. Seamos ambiciosos respecto de la belleza y hombres enamorados de Dios, procuremos los bienes mayores: Dios y la vida. El Verbo es protector; tengamos confianza en Él y no nos invada nunca el deseo de plata, oro o gloria, sino el [deseo] del mismo Verbo de la verdad.

121.3. En efecto, no, no agrada a Dios mismo que nosotros estimemos menos lo que más vale, y prefiramos mayormente la impiedad extrema y los excesos manifiestos de la necedad, la ignorancia, la irreflexión y la idolatría.

Volvamos a Dios, amando al Señor Dios, sabiendo que esta es una tarea para toda la vida

122.1. Ciertamente, de esta manera los discípulos de los filósofos piensan que todo cuanto hacen los insensatos es cometer una impiedad o un sacrilegio, y subscribiendo que la ignorancia misma es una forma de locura, no hacen sino reconocer que la mayoría [de los hombres] están locos.

122.2. Ahora bien, la razón no permite dudar sobre cuál de las dos cosas es mejor: ser prudentes o estar locos. Es necesario que los que poseen tenazmente la verdad sigan con todas sus fuerzas a Dios, siendo prudentes, y piensen que todo es suyo, como lo es; y respecto a nosotros, que hemos aprendido que somos la mejor de sus riquezas, es preciso que nos volvamos a Dios, amando al Señor Dios y teniendo en cuenta que esto es tarea para toda la vida.

122.3. “Si los bienes de los amigos son comunes” (cf. Platón, Fedro, 279 C; Leyes, V,739 C) y el hombre es amigo de Dios (además es amigo de Dios por la mediación del Verbo), todo, en efecto, es del hombre, porque todo es de Dios, y todo es común para ambos amigos, Dios y el hombre.

122.4. Por tanto, es hora de decir que sólo el cristiano es piadoso, rico, prudente y noble, y por esto es imagen semejante a Dios (cf. Gn 1,26); y también [es hora] de decir y creer que [el cristiano] ha llegado a ser “justo y santo con inteligencia” (Platón, Teeteto, 176 B) por Cristo Jesús, y el hombre mismo es semejante también ahora a Dios.

Epílogo: la condición de los que seguimos a Cristo

123.1. El profeta no oculta esta gracia, cuando manifiesta: “Yo les digo que son dioses e hijos todos del Altísimo” (Sal 81 [82],6). En efecto, a nosotros, a nosotros nos adoptó y quiso ser llamado Padre por nosotros solos, no por los desobedientes. Así, ésta es nuestra condición, la de los que seguimos a Cristo: tal como son [nuestras] intenciones, así son también las palabras; tal como son las palabras, así también las acciones; y tal como son las acciones, así la vida. Toda la vida de los que conocen a Cristo es útil.

123.2. Me parece que ya basta de palabras; si incluso he ido más lejos por amor al hombre, al exponer la participación que he recibido de Dios, ha sido para exhortar a ir hacia el mejor de los bienes, la salvación. Respecto de la vida que nunca tiene fin, ni las palabras pueden dejar alguna vez de explicar los misterios sagrados.

   A ustedes les queda todavía el conquistar finalmente lo más provechoso: el juicio o la gracia. Al menos yo pienso que no es legítimo dudar sobre cuál de esas cosas es mejor; ni tampoco es lícito comparar la vida con la perdición.