OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (66)

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La Última Cena
Francisco de Holanda
Fines del siglo XVI
Museu Nacional de Belas Artes
Rio de Janeiro, Brasil
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, PROTRÉPTICO (EXHORTACIÓN) A LOS GRIEGOS (continuación)

Capítulo IX: prosigue la segunda parte (argumentación a favor de la nueva religión: el cristianismo)

Dios a ama a todos los seres humanos

82.1. También podría citarte innumerables textos de los que ni siquiera pasará un solo trazo (Mt 5,18; Lc 16,17), que no llegue a cumplirse. Porque la boca del Señor -el Espíritu Santo- lo ha dicho (cf. Is 1,20; 24,3; 25,8; 58,14). “Por tanto, hijo mío, no desdeñes -dice [la Escritura]- las lecciones del Señor, ni te enfades al ser corregido por Él” (Pr 3,11).

82.2. ¡Cuan grande es el amor [que tiene] a los hombres! No se comporta como el maestro con los alumnos, ni como el señor con los siervos, ni como un dios con los hombres, sino como un tierno padre (Homero, Odisea, II,47. 234; XV,152) que amonesta a los hijos.

82.3. Así, Moisés reconoce que estaba aterrorizado y  temblando (Hb 12,1), al oír hablar sobre el Verbo; en cambio, tú ¿no temes cuando oyes hablar del Verbo de Dios? ¿No te turbas? ¿No tomas precauciones a la vez y te apresuras en conocer, es decir, te apresuras hacia la salvación, temiendo la cólera, deseando la gracia y buscando con ardor la esperanza, para evitar el juicio?

82.4. Vengan, vengan, mi grupo de jóvenes: “Porque si no se hacen de nuevo como niños y vuelven a nacer” (Mt 18,3), según dice la Escritura, no recibirán al que es en realidad Padre, ni tampoco entrarán nunca en el reino de los cielos (Mt 18,3). ¿Cómo, en verdad, va a permitir entrar a uno extraño?

82.5. Sin embargo, cuando sea inscrito, nombrado ciudadano y reciba al Padre, entonces me parece que estará en las cosas del Padre (Lc 2,49), entonces será considerado digno de heredar y entonces participará con el Hijo legítimo, el amado (Ef 1,6; cf. Mt 3,17; Mc 1,11; Lc 3,22; Jn 1,34), del reino paterno.

82.6. En efecto, ésta es la Iglesia de los primogénitos, la formada por muchos hijos buenos; éstos son los primogénitos, inscritos en los cielos (Hb 12,23) y los que celebran la fiesta con las mismas miríadas de ángeles (Hb 12,22).

82.7. Nosotros somos los hijos primogénitos, los hijos nutricios de Dios, los amigos legítimos del Primogénito (Rm 8,29; cf. Col 1,15; Hb 1,6), los primeros del resto de los hombres que han conocido a Dios, los primeros que se han alejado de los pecados, los primeros que nos hemos liberado del diablo.

El Señor proclama la verdadera libertad del género humano

83.1. No obstante, ahora hay algunos tanto más ateos cuanto más amigo de los hombres es Dios; ciertamente Él quiere que de esclavos nosotros lleguemos a ser hijos, pero ellos incluso han despreciado con orgullo llegar a ser hijos. ¡Qué gran necedad! ¡Se avergüenzan del Señor!

83.2. Él anuncia la libertad, pero ustedes huyen hacia la esclavitud. Regala la salvación, pero ustedes se rebajan a la mera condición humana. Les concede eternidad, pero ustedes esperan pacientemente el castigo, y toman precauciones contra el fuego que el Señor preparó para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41).

83.3. Por eso el bienaventurado Apóstol dice: “Testifico en el Señor, para que ustedes no vivan como también viven los gentiles en la vanidad de su inteligencia, porque tienen la mente en tinieblas y se encuentran apartados de la vida de Dios, por la ignorancia que habita en ellos, por la ceguera de su corazón. Insensibles a sí mismos por el libertinaje, se han entregado a la práctica de toda depravación y codicia (Ef 4,17-19).

Escuchemos la voz del Verbo de Dios

84.1. Cuando un testimonio como ese demuestra la necedad de los hombres y proclama a Dios, ¿qué otra cosa falta a los incrédulos, si no juicio y castigo? Ahora bien, el Señor no se cansa de aconsejar, amedrentar, incitar, fomentar y recordar; ciertamente despierta y levanta de la tiniebla misma a los extraviados.

84.2. “Despierta -dice- tú que duermes, álzate de entre los muertos, y Cristo, el Señor, te iluminará” (Ef 5,14); es el sol de la resurrección, el engendrado antes de la aurora (Sal 110 [109],3), el que regaló la vida con sus propios rayos luminosos.

84.3. Así entonces, que nadie desprecie al Verbo, para que no se sorprenda aniquilándose a sí mismo. En efecto, la Escritura dice en alguna parte: “Si hoy escuchan su voz, no endurezcan su corazón como sucedió en la rebelión, el día de la tentación en el desierto, cuando sus padres me pusieron a prueba” (Hb 3,7-9; cf. Sal 95 [94],8-9).

84.4. Si quieres aprender cuál es la prueba, el Espíritu Santo te lo explicará: «Vieron mis obras -dice- durante cuarenta años; por eso me indigné contra esta raza y dije: “Siempre están extraviados en su corazón; no conocen ellos mis caminos, de modo que he jurado en mi cólera: No entrarán en mi descanso”» (Hb 3,9-13; cf. 95 [94],10-11).

84.5. Miren la amenaza; miren la exhortación; miren el castigo; además, ¿por qué vamos a cambiar también la gracia en cólera y por qué no recibimos al Verbo con los oídos abiertos y no aceptamos a Dios como huésped en nuestras almas puras? En efecto, grande es la gracia de su promesa, si escuchamos hoy su voz; pero el hoy se extiende a cada día, mientras pueda nombrarse el hoy.

84.6. Hasta la consumación permanece tanto el hoy como la posibilidad de aprender; y entonces el hoy verdadero, el día incesante de Dios, se extiende por los siglos. Así, por tanto, escuchemos siempre la voz del Verbo de Dios; ciertamente el hoy es eterno, es imagen de la eternidad; el día es símbolo de la luz, y para los hombres es luz el Verbo, mediante el cual podemos contemplar a Dios.

El Señor nos invita al conocimiento de la verdad

85.1. Con razón entonces la gracia es sobreabundante para los que han creído y han obedecido (cf. 1 Tm 1,14), pero para los que han desobedecido y han sido engañados en su corazón, ni han conocido los caminos del Señor (cf. Hb 3,10; Sal 95 [94],10), a los que Juan [Bautista] ordenó hacer rectos los caminos y prepararse (cf. Mt 3,3; Mc 1,3; Lc 3,4; Is 40,3), con ésos, en verdad, se enojó Dios y les amenaza.

85.2. También los antiguos hebreos errantes recibieron de manera simbólica el cumplimiento de la amenaza; en efecto, se dice que por la incredulidad no entraron en el descanso, antes de conocer ellos mismos que debían someterse al sucesor de Moisés, y de haber aprendido por experiencia, aunque tarde, que no podrían salvarse de otro modo, si no creyendo como Jesús (cf. Nm 14,21-24; Hb 3,18-19).

85.3. Pero amando el Señor a todos los hombres, a quienes envía al Paráclito (cf. Jn 15,26), les invita al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4). ¿Cuál es ese conocimiento? La piedad. “La piedad es útil para todo, según Pablo, porque tiene promesa de la vida presente y de la futura” (1 Tm 4,8).

85.4. Confiesen de alguna manera, hombres, si se vendiese una salvación eterna, ¿por cuánto la adquirirían? Aunque uno vendiera todo el Pactolo, el mítico río de oro, no pagaría un precio equivalente a la salvación.

Dios puede hacernos semejantes a Él

86.1. Por consiguiente, no se desanimen; si quieren, tienen la posibilidad de comprar la salvación más cara con un tesoro conveniente, la caridad y la fe, que son un digno precio de la vida. Dios recibe con agrado ese precio. “Porque tenemos puesta la esperanza en Dios viviente, que es el Salvador de todos los hombres, sobre todo de los que creen” (1 Tm 4,10).

86.2. En cambio, los otros, apegados al mundo como determinadas algas a las rocas del mar, estiman poco la inmortalidad y, como el anciano de Itaca (cf. Homero, Odisea, I,57-59), no están deseosos de la verdad ni de la patria del cielo, ni tampoco de la única luz verdadera, sino del humo. La piedad hace al hombre semejante a Dios, en lo posible, y le designa como maestro conveniente a Dios, que también es el único que puede hacer al hombre semejante a Dios de manera digna.

Las Sagradas Escrituras santifican y divinizan

87.1. Creyendo realmente esta enseñanza divina, el Apóstol dice: “Tú, Timoteo, conoces desde niño las Sagradas Escrituras, que pueden instruirte en orden a la salvación mediante la fe en Cristo” (2 Tm 3,14. 15).

87.2. En verdad santas son las Escrituras que santifican y divinizan, y que consecuentemente el mismo Apóstol definió Escrituras, compuestas de esas letras y sílabas sagradas -los libros-, “inspiradas, porque son provechosas para la enseñanza, la refutación, la corrección, la educación en la justicia, con el fin de que el hombre de Dios esté bien dispuesto, preparado para toda obra buena” (2 Tm 3,16-17).

87.3. Si nadie debe rechazar las exhortaciones de los demás santos, tampoco al mismo Señor que ama a los hombres, puesto que [Cristo] sólo se ocupa de que el hombre se salve. Él mismo, apremiándonos a la salvación, grita: “El reino de los cielos se acerca” (Mt 4,17); convierte a los hombres que se acercan a Él, infundiéndoles el temor.

87.4. Por eso también el Apóstol del Señor, advirtiendo a los macedonios, se hace intérprete de la divina voz, diciendo: “El Señor se ha acercado (Flp 4,5); cuídense de no ser sorprendidos con las manos vacías” (cf. Mt 25,28-29; Lc 19,24-26; 1 Co 15,58). Pero ustedes están tan sin temor; mejor, son tan incrédulos que no obedecen ni al Señor mismo ni a Pablo, que también soporta eso en nombre de Cristo (cf. Flp 1,7).

Invitación a correr hacia la salvación que nos ofrece el Verbo

88.1. “Gusten y vean qué bueno es el Señor” (Sal 34 [33],9). La fe los conducirá, la experiencia les enseñará, la Escritura los educará, al decir: “Vengan, hijos, escúchenme, les enseñaré el temor del Señor” (Sal 34 [33],12). A continuación añade brevemente a los que han creído: “¿Quién es el hombre que desea vida, que anhela los días para ver el bien?” (Sal 34 [33],12). Somos nosotros, diremos, los que adoramos el Bien, los que estamos ansiosos de las cosas buenas.

88.2. Escuchen, entonces, los que están lejos, escuchen los que están cerca (Is 57,19; Ef 2,17). El Verbo no se oculta a nadie, es una luz común, brilla para todos los hombres. No existe ningún cimerio (cf. Homero, Odisea, XI,13-19) en el Verbo; corramos hacia la salvación, hacia la regeneración; apresurémonos la mayoría para reunirnos en el único amor conforme a la unidad de la única sustancia. Mediante la práctica de las buenas obras tratemos de conseguir a nuestra manera la unidad, buscando el único bien.

88.3. La unión de muchos, una vez recibida la divina armonía de muchas voces y de pueblos dispersos, resulta una única sinfonía, que sigue al Verbo, único jefe de coro y maestro, y descansa en la misma verdad, diciendo: “Abba, Padre” (Mc 14,36; Rm 8,15; Ga 4,6). Dios recibe con afecto esa voz sincera, cosechando el primer fruto de sus hijos.