OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (6)

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La última cena
Hacia 1030-1040
De un manuscrito Ottoniano
Regensburg, Alemania
ATENÁGORAS, LEGACIÓN EN FAVOR DE LOS CRISTIANOS (continuación)

Segunda parte: las acusaciones de incesto y antropofagia

XXXI. Preliminar: recuerdo de las acusaciones; el tema del justo perseguido; el argumento del juicio final

1. Nos acusan de comidas y uniones impías, con lo que pretenden hallar alguna razón para odiarnos; y piensan que, por amedrentarnos, nos van a apartar de nuestras reglas de vida, o con lo exorbitante de sus acusaciones exasperar y hacernos inexorables a los gobernantes. Juego puro, para quienes sabemos que es por una regla inmemorial, no inventada actualmente, y que se cumple por una ley y una razón divina, que el vicio haga siempre la guerra a la virtud.

2. Así, Pitágoras, con trescientos compañeros, fue abrasado por el fuego; Heráclito y Demócrito fueron arrojados el uno de la ciudad de Éfeso y el otro de Abdera, acusados de locura; y a Sócrates le condenaron los atenienses a muerte. Pero si todos éstos no perdieron reputación de virtud por la opinión del vulgo, tampoco sobre nosotros echa sombra alguna en la rectitud de nuestra vida la estúpida calumnia de unos cuantos, pues delante de Dios tenemos buena fama. Sin embargo, también quiero responder a estas acusaciones.

3. Ante ustedes, yo sé muy bien que con lo dicho estoy defendido. Porque superando a todos por su sabiduría, ustedes saben que quienes toman a Dios por regla de su vida, a fin de ser cada uno de nosotros sin culpa y sin tacha a su ojos no pueden tener ni el pensamiento del más leve pecado.

4. Porque si creyéramos que no hemos de vivir más que la vida presente, cabría sospecha que pecáramos sometidos a la servidumbre de la carne y de la sangre, o dominados por el lucro y el deseo; pero como sabemos que Dios vigila nuestros pensamientos y nuestras palabras de noche como de día, y que Él es todo luz y mira aún dentro de nuestro corazón; estando seguros que, salidos de esta vida, viviremos otra mejor, en el cielo no en la tierra, con la condición que permanezcamos junto a Dios y con Dios, liberados de toda debilidad y de toda pasión, y ya no seremos más carnales, aunque conservemos nuestro cuerpo carnal, sino espíritus celestiales; pero si por el contrario, caemos con los demás nos espera una vida peor en el fuego -porque Dios no nos creó como rebaños o bestias de carga, de paso, sólo para morir y desaparecer (cf. Mt 25,31-45)-; no es lógico entonces que nos entreguemos voluntariamente al mal y nos arrojemos a nosotros mismos en manos del Gran Juez para ser castigados.

XXXII. Devolución de la acusación de incesto a los dioses paganos: su inmoralidad frente a la castidad cristiana

1. Nada tiene de sorprendente que nos acusen de lo mismo que ellos cuentan de sus dioses, ¿acaso no presentan sus pasiones como misterios? Mas si quieren presentar como un crimen las uniones libres y sin distinciones, entonces deberían empezar o por aborrecer a Zeus, que tuvo hijos de su madre Rea y de su hija Core y tiene por mujer a su hermana; o al inventor de todos estos mitos, Orfeo, que hizo a Zeus más impío y abominable que Tiestes; pues, al cabo, éste se unió con su hija para obedecer al oráculo y por el deseo de llegar a reinar y vengarse.

2. Pero nosotros estamos bien lejos de practicar estas uniones sin distinciones, porque no nos es lícito ni mirar con intención de deseo. Está escrito: “El que mira a una mujer para desearla, ya ha cometido adulterio en su corazón” (Mt 5,28).

3. Quienes nada pueden mirar fuera de aquello para lo que Dios formó los ojos, es decir, para que fueran nuestra luz, y quienes tienen el mirar con complacencia por adulterio, puesto que los ojos fueron creados para otro fin; y quienes han de ser juzgados aun por sus pensamientos, ¿cómo no creer que son castos?

4. Nuestra enseñanza nada tiene que ver con las leyes humanas, que cualquier malvado puede burlar, -y es así que desde el comienzo de mi discurso, oh Soberanos, les aseguré que nuestra doctrina viene de Dios-, sino que tenemos una ley que hace de nuestro prójimo la medida de la justicia (cf. Mt 7,12; 22,39).

5. Por eso, según la edad, a unos los consideramos como hijos e hijas, a otros como hermanos y hermanas, y a los avanzados en edad le tributamos honor de padres y madres. Así, pues, en mucho tenemos que aquellos a quienes damos nombre de hermanos, hermanas y demás calificaciones de familia, permanezcan sin mancha ni corrupción en sus cuerpos, como nos lo enseña también la palabra: “Si alguno por segunda vez da un beso por motivo de haberle gustado...”. Y añade: “Es preciso reglamentar estrictamente el beso, más aún que el saludo”, pues por poco que manchen nuestra mente, nos ponen fuera de la vida eterna.

XXXIII. Las leyes cristianas del matrimonio

1. Como tenemos la esperanza de la vida eterna, despreciamos las cosas de la presente e incluso los placeres del alma, teniendo cada uno de nosotros por mujer la que tomó conforme a las leyes que por nosotros han sido establecidas, y con miras a la procreación de los hijos.

2. Porque al modo que el labrador, echada la semilla en la tierra, espera a la cosecha y no sigue sembrando; así, para nosotros, la medida del deseo es la procreación de los hijos. Y hasta es fácil hallar a muchos entre nosotros, hombres y mujeres, que han llegado a la vejez sin casarse, con la esperanza de un más íntimo trato con Dios.

3. Si, pues, el vivir en virginidad y continencia acerca más a Dios, en tanto que los malos pensamientos y el deseo nos aparta; ¿cuántos más no rechazaremos las obras si huimos de los simples pensamientos?

4. Porque nuestra religión no se consiste en el aprendizaje de discursos, sino en el ejemplo y enseñanza de las obras: o permanecer puros como se nació, o no contraer más que un matrimonio, pues el segundo es un decente adulterio (cf. Tt 1,6; 1 Tm 3,2. 12 y 5,9; 1 Co 7,8-9. 39-40).

5. “Cualquiera, dice la Escritura, que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19,9; Mc 10,11), no permitiendo ni dejar aquella cuya virginidad deshizo, ni casarse nuevamente.

6. Porque quien se separa de su primera mujer, aun cuando haya muerto, es un adúltero disimulado, yendo contra la mano de Dios y deshaciendo, ya que en el principio creó Dios a un solo varón y a una sola mujer, una comunidad fundada sobre la unión de la carne con la carne, para la reproducción sexuada de la especie (cf. Mt 19,6).

XXXIV. Paralelo entre las costumbres cristianas y las paganas

1. Pero considerando nuestra conducta -¿por qué tendré yo que hablar de lo que sería mejor callar?-, tenemos que oír el proverbio: “La prostituta (instruye) a la casta”.

2. Porque los que establecen mercado de prostitución y construyen para los jóvenes lugares infames para todo placer vergonzoso; los que no rechazan la prostitución masculina, cometiendo varones con varones actos torpes (cf. Rm 1,27); los que ultrajan de mil modos los cuerpos más respetables y más hermosos, deshonrando la belleza hecha por Dios -pues la belleza no nace espontáneamente de la tierra, sino que es producida por la mano y el designio de Dios-; que nos acusan de actos que tienen (en su misma) conciencia, que afirman también ser (las acciones) de sus propios dioses, que se ufanan como si se tratara de cosas augustas y dignas de los dioses.

3. Son ellos los que nos acusan a nosotros, insultando los adúlteros y pederastas a los célibes y monógamos; ellos que viven a modo de peces (cf. Hesíodo, Los trabajos 277-278) -pues éstos devoran todo lo que cae en su boca, dando caza el más fuerte al más débil-. Esto sí que es alimentarse de carnes humanas, y que, habiendo leyes establecidas, que sus antecesores instituyeron tras maduro examen para toda justicia, se violenta contra ellas a los hombres, de suerte que no bastan los gobernadores por ustedes mandados para llevar adelante los procesos. Y nosotros no podemos apartarnos de quienes nos golpean, ni dejar de bendecir a quienes nos insultan. Porque no nos basta con ser justos, la justicia consiste en dar lo igual a los iguales, sino que se nos pide ser buenos y pacientes (cf. 2 Tm 2,24).

XXXV. La acusación de antropofagia. Rechazo de los cristianos a los espectáculos sangrientos y al aborto

1. Ahora bien, ¿quién, en su cabal razón, pudiera decir que, con tales principios, somos asesinos? Porque no es posible saciarse de carne humana, si antes no matamos a alguien.

2. Si, pues, mienten en lo primero, también mienten en lo otro. En efecto, si se les pregunta si han visto lo que propalan, nadie hay tan sinvergüenza que diga que lo ha visto.

3. Sin embargo, también nosotros tenemos esclavos, algunos más otros menos, a quienes no nos es posible ocultarnos. Pues bien, tampoco ninguno de éstos ha llegado ni a calumniarnos en semejantes cosas.

4. Porque los que saben que no soportamos ni la vista de una ejecución en justicia, ¿cómo nos van a acusar de matar y de comernos a los hombres? ¿Quién de ustedes no es aficionadísimo a ver los espectáculos de gladiadores o de fieras, señaladamente los que son por ustedes organizados?

5. Pero nosotros, que consideramos que ver matar está cerca del homicidio mismo, nos abstenemos de tales espectáculos. ¿Cómo, pues, podemos matar los que no queremos ni ver para no contraer mancha ni impureza en nosotros?

6. Nosotros afirmamos que las que intentan el aborto cometen un homicidio y tendrán que dar cuenta a Dios de él; entonces, ¿por qué razón habíamos de matar a nadie? Porque no se puede pensar a la vez que lo que lleva la mujer en el vientre es un ser viviente y por esta razón Dios cuida de él, y matar luego al que ya ha avanzado en la vida; rechazar la exposición de los recién nacidos, por creer que exponer a los hijos equivale a matarlos, y quitar la vida a quienes ya han crecido. No, nosotros somos en todo y siempre iguales y acordes con nosotros mismos, pues servimos a la razón y no la violentamos.

XXXVI. Fe cristiana en la resurrección de los cuerpos y el juicio final. Testimonio de Pitágoras y Platón

1. Además, ¿quién que tenga fe en la resurrección, querrá ofrecerse como sepultura de los cuerpos que han de resucitar? Porque no es posible que un mismo sujeto crea que nuestros cuerpos resucitarán y se los coma, como si no hubieran de resucitar; pensar que la tierra devolverá sus propios muertos y que los que él mismo engulló, no se los reclamarán.

2. Lo verosímil, más bien, es lo contrario, que quienes piensan que ni habrá que dar cuenta de esta vida, lo mismo si es buena que mala, y que no habrá resurrección; sino que opinan que con el cuerpo perece también el alma y viene como a apagarse; natural es, decimos, que ésos no se abstengan de atrevimiento alguno; en cambio, los que creen que nada ha de quedar sin examinar delante de Dios y que junto con el alma ha de ser castigado el cuerpo que cooperó a sus apetitos y deseos irracionales, ésos, no hay razón alguna para que cometan el más leve pecado.

3. Y si a alguno le parece pura charlatanería que un cuerpo podrido, deshecho y desaparecido vuelva otra vez a organizarse, no podría por parte de quienes no creen en la resurrección imputársenos maldad, sino simpleza; pues si con estas razones nos engañamos a nosotros mismos, a nadie inferimos agravio. Sin embargo, no somos sólo nosotros los que admitimos la resurrección de los cuerpos, sino también muchos filósofos; pero es inadecuado demostrarlo ahora, no sea que parezca que introducimos razonamientos extraños a nuestro propósito presente, hablando de lo inteligible, de lo sensible, de la constitución de lo uno y de lo otro, (o recordando) que lo incorporal es anterior a los cuerpos, y que lo inteligible prevalece sobre lo sensible, aunque percibimos primero esto último. Porque los cuerpos se constituyen a partir de los elementos incorpóreos por combinación con los sensibles, y los sensibles a partir de los inteligibles. Porque nada impide, según la doctrina de Pitágoras y de Platón, que, cumplida la disolución de los cuerpos, vuelvan luego a organizarse de los mismos elementos de que en un principio se constituyeron.

Conclusión

XXXVII. Solicitud de la benevolencia imperial y declaración de lealtad

1. Reservemos para otra ocasión el discurso sobre la resurrección. Ustedes, por su parte, que en toda ocasión dan prueba, por naturaleza y educación, de bondad, mesura, humanidad y se muestran dignos del Imperio, inclinen su imperial cabeza a quien ha deshecho todas las acusaciones y demostrado además que somos piadosos, moderados y puros en nuestras almas.

2. ¿Quiénes con más justicia merecen alcanzar lo que piden que quienes rogamos por la salud de su Imperio, para que lo hereden, como es de estricta justicia, de padre a hijo, y que crezca su poder y se extienda hasta que todo se le someta?

3. Lo que también redunda en provecho nuestro, a fin de que, llevando una vida pacífica y tranquila (cf. 1 Tm 2,2), cumplamos animosamente todos los preceptos que nos han sido dados.