OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (48)

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La escalera de la virtud
Conrado de Hirsau (?)
Probablemente después de 1140
Alemania
Gnósticos

La CPG presenta en primer término los autores gnósticos (de cuyas obras sólo nos restan fragmentos), luego los códices de Nag Hammadi (Egipto), finalmente, otros códices y un papiro, concluyendo la sección con un autor encratita (Julio Casiano).

Por nuestra parte nos limitamos a ofrecer sólo información para estos autores y textos, puesto que la mayor parte de éstos nos han llegado sólo de modo fragmentario:

a) Simón el Mago (CPG 1120), Epífanes (CPG 1123), Basílides (CPG 1127), Isidoro (CPG 1129), Valentín (CPG 1132), Ptolomeo (1135), Heracleón (CPG 1137), Teodoto (CPG 1139), Marción (1145-1147), Apeles (CPG 1150), Bardesanes o Bardesano (CPG 1152-1153):



b) Códices de Nag Hammadi (CPG 1175-1222):



c) Otros códices gnósticos (CPG 1223-1227):



d) Julio Casiano (CPG 1290-1291):



Antignósticos

En esta parte la CPG presenta principalmente escritos conservados, la mayor parte de ellos en la Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesarea, sólo de modo fragmentario, y la obra de Ireneo de Lyón.

Rodón (fines del siglo II)


1300- Fragmentos (conservados en la Historia Eclesiástica [=HE] de Eusebio de Cesarea):

«También por este tiempo, Rodón, oriundo de Asia y discípulo en Roma, como él mismo cuenta, de Taciano, al que ya conocemos por lo anterior (cf. HE IV,16,7. 29), compuso diferentes libros y se alineó también con los demás contra la herejía de Marción. Cuenta que en su tiempo ésta se hallaba dividida en diversos pareceres, describe a los causantes de la ruptura y refuta con rigor las falsas doctrinas imaginadas por cada uno de ellos.
Escucha, pues, lo que escribe: “Por esto discrepan también entre sí. porque reivindican doctrinas inconsistentes. Efectivamente: de su rebaño es Apeles, venerado por su conducta y por su ancianidad, quien sí confiesa un solo principio, pero dice que los profetas proceden del espíritu contrario. y obedece a los preceptos de una virgen poseída del demonio llamada Filomena.
Otros, en cambio, igual que el mismo piloto Marción, introdujeron dos principios. De sus filas vienen Potito y Basílico.
También éstos siguieron al lobo del Ponto y, al no encontrar. como él tampoco. la división de las cosas, dieron media vuelta hacia lo fácil y proclamaron dos principios, escuetamente y sin demostración, y otros, partiendo a su vez de éstos, vinieron a dar en lo peor y suponen no ya sólo dos, sino incluso tres naturalezas; su jefe y patrono es Sinero, según dicen los que están al cargo de su escuela”.
Escribe también el mismo autor que incluso llegó a tratar a Apeles; dice así: “Porque al viejo Apeles, cuando tuvo trato con nosotros, se le convenció de que estaba diciendo muchas cosas equivocadamente, y a partir de entonces solía repetir que no convenía examinar por entero las razones, sino que cada cual se quedara con su propia creencia; declaraba, efectivamente, que se salvaban los que tenían puesta su esperanza en el Crucificado, con tal solamente de que sean hallados con buenas obras. Mas, como ya hemos dicho, declaraba que para él, de todos, el asunto más oscuro era el que a Dios se refiere, y es que decía, lo mismo que nuestra doctrina, que solamente hay un principio”.
Luego, después de exponer todo el parecer de éste, sigue diciendo: “Como yo le preguntara: ¿De dónde sacas esta prueba o cómo puedes tú decir que hay un principio? Explícanoslo. Contestó que las profecías se refutaban a sí mismas porque nada han dicho enteramente verdadero, ya que discrepan, son engañosas y unas a otras se contradicen. En cuanto a cómo hay un solo principio, decía que lo ignoraba, que así, sin más, se sentía movido.
Entonces yo le conjuré a que me dijese la verdad, y él juró que estaba diciendo la verdad: que no sabía cómo existe un solo Dios increado, pero que él lo creía. Yo entonces me eché a reír y le acusé de decir que es maestro y no saber, sin embargo, dominar lo que enseña”.
El mismo autor, dirigiéndose a Calistión en la misma obra, confiesa que él mismo fue discípulo de Taciano en Roma y dice también que Taciano preparó un libro de “Problemas”; como Taciano prometiera hacer ver mediante ellos lo oscuro y oculto de las divinas Escrituras, el propio Rodón anuncia a su vez que va a exponer en un libro especial las soluciones de los problemas de aquél. Se conserva también de él un “Comentario sobre el Hexameron”» (HE V,13,1-8).

Hegesipo (siglo II)


1302- Hypomnemata (Memorias [o también: Apuntes, o Comentarios])

Algunos fragmentos de esa obra han sido conservados por Eusebio de Cesarea en su “Historia Eclesiástica” (= HE):

a) HE II,23,3-18: http://escrituras.tripod.com/Textos/HistEcl02.htm#XXIII

b) HE III,20,1-2: http://escrituras.tripod.com/Textos/HistEcl03.htm#XX

c) HE III,32,3-7: http://escrituras.tripod.com/Textos/HistEcl03.htm#XXXII

d) HE IV,8,2: no se halla aún en Internet, por cual lo ofrecemos a continuación:

«Les erigían cenotafios y templos, como hasta hoy. De ellos es también Antínoo, esclavo del emperador Adriano. Aunque contemporáneo nuestro, en su honor se celebran los juegos antinoeos. Adriano incluso fundó una ciudad con el nombre de Antínoo y creó profetas».

e) HE IV,22,2-7: no se halla aún en Internet, por cual lo ofrecemos a continuación:

«La iglesia de los corintios permaneció en la recta doctrina hasta que Primo fue obispo de Corinto. Cuando yo navegaba hacia Roma, conviví con los corintios y con ellos pasé bastantes días, durante los cuales me reconforté con su recta doctrina.
Y llegado a Roma, me hice una sucesión hasta Aniceto, cuyo diácono era Eleuterio. A Aniceto le sucede Sotero, y a éste, Eleuterio. En cada lista de sucesión y en cada ciudad las cosas están tal como las predican la Ley, los Profetas y el Señor…».
«Después que Santiago el Justo hubo sufrido el martirio, lo mismo que el Señor y por la misma razón, su primo Simeón, el hijo de Clopás, fue constituido obispo, Todos le habían propuesto, por ser el otro primo del Señor, Por esta causa llamaban virgen a la Iglesia, pues todavía no se había corrompido con vanas tradiciones.
Pero fue Tibutis, por no haber sido él nombrado obispo, quien comenzó a corromperla, partiendo de las siete sectas que había en el pueblo, de las cuales también él formaba parte. De ellas salieron Simón (cf. Hch 8,18) -de ahí los simonianos-, Cleobio -de donde los cleobinos-, Dositeo -de donde los dositianos-, Gorteo -de donde los goratenos- y los masboteos. De éstos proceden los menandrianistas, los marcianistas, los carpocratianos, los valentinianos, los basilidianos y los saturnilianos. Cada uno de éstos introdujo su propia opinión por caminos propios y diferentes.
De ellos salieron pseudocristos, pseudoprofetas y pseudoapóstoles, quienes despedazaron la unidad de la Iglesia con sus doctrinas corruptoras contra Dios y contra su Cristo…».
«Existían diferentes opiniones en la circuncisión, entre los hijos de los israelitas, contra la tribu de Judá y contra el Cristo, a saber: esenios, galileos, hemerobautistas, marboteos, samaratinos, saduceos y fariseos».


Presbítero anónimo (fin del siglo II?)

Información: se trata de un breve texto antignóstico cuyo autor no nos es conocido.

1304- Versus contra Marcum (Poema contra Marcos)


Ireneo de Lyón (+ hacia 195)

Información:


1306- Adversus haereses (Contra los herejes)


1307- Demostración de la predicación apostólica (Epideixis)


1308- Sobre la Ogdoada contra Florino; de esta obra sólo resta un breve fragmento en HE V,20,2:

«Te conjuro a ti, que vas a copiar este libro, por nuestro Señor Jesucristo y por su venida gloriosa, cuando venga a juzgar a vivos y muertos (cf. 2 Tm 4,1; Hch 10,42; 1 P 4,5), a que compares lo que transcribas y lo corrijas cuidadosamente conforme a este ejemplar del que lo copiaste. Y copiarás igualmente este conjuro y lo pondrás en la copia».

1309- A Florino sobre la monarquía; de esta obra sólo restan fragmentos en HE V,20,4-8:

«Estas opiniones, Florino, hablando con moderación, no son propias de un pensamiento sano. Estas opiniones disuenan de las de la Iglesia y arrojan en la mayor impiedad a cuantos las obedecen; estas opiniones ni siquiera los herejes que está fuera de la Iglesia se atrevieron alguna vez a proclamarlas; estas opiniones no te las han transmitido los presbíteros que nos han precedido, los que juntos frecuentaron la compañía de los apóstoles.
Porque, siendo yo niño todavía, te vi en casa de Policarpo en el Asia inferior, cuando tenías una brillante actuación en el palacio imperial y te esforzabas por acreditarte ante él. Y es que yo me acuerdo más de los hechos de entonces que de los recientes.
(Lo que se aprende de niños va creciendo con el alma y se va haciendo uno con ella), tanto que puedo incluso decir el sitio en que el bienaventurado Policarpo dialogaba sentado, así como sus salidas y sus entradas, la índole de su vida y el aspecto de su cuerpo, los discursos que hacía al pueblo, cómo describía sus relaciones con Juan y con los demás que habían visto al Señor y cómo recordaba las palabras de unos y otros; y qué era lo que había escuchado de ellos acerca del Señor, de sus milagros y su enseñanza; y cómo Policarpo, después de haberlo recibido de estos testigos oculares de la vida del Verbo (cf. 1 Jn 1,1-2; Lc 1,2), todo lo relataba en consonancia con las Escrituras.
Y estas cosas, por la misericordia que Dios tuvo para conmigo, también yo las escuchaba diligentemente y las anotaba, pero no en el papel, sino en mi corazón, y, por la gracia de Dios, siempre las estoy rumiando fielmente y puedo atestiguar delante de Dios que, si aquel bienaventurado y apostólico presbítero hubiera escuchado algo semejante, habría lanzado un grito, se habría tapado los oídos y, diciendo, como era su costumbre: “¡Dios bondadoso! ¡Hasta qué tiempos me has conservado, para tener que soportar estas cosas!”, habría incluso huido del sitio en que estaba sentado o de pie cuando escuchó tales palabras.
Esto también puede comprobarse claramente por las cartas que escribió, bien a las iglesias vecinas, confortándolas, bien a algunos hermanos amonestándolos y exhortándolos».

1310- Epístola al papa Víctor de Roma sobre la fiesta de Pascua; de esta obra sólo restan fragmentos en HE V,24,12-17:

«Efectivamente, la controversia no es solamente acerca del día, sino también acerca de la forma misma de! ayuno, porque unos piensan que deben ayunar durante un día, otros que dos y otros que más; y otros dan a su día una medida de cuarenta horas del día y de la noche.
Una tal diversidad de observantes no se ha producido ahora, en nuestros tiempos, sino ya mucho antes, bajo nuestros predecesores, cuyo fuerte, según parece, no era la exactitud, y que forjaron para la posteridad la costumbre en su sencillez y particularismo. Y todos ellos no por eso vivieron menos en paz unos con otros, lo mismo que nosotros; el desacuerdo en el ayuno confirma el acuerdo en la fe.
Entre ellos, también los presbíteros antecesores de Sotero, que presidieron la iglesia que tú riges ahora, quiero decir Aniceto, Pío e Higinio, así como Telesforo y Sixto: ni ellos mismos observaron el día ni a los que estaban con ellos les permitían elegir, y no por eso ellos mismos, que no observaban el día, vivían menos en paz con los que venían procedentes de las iglesias en que se observaba el día, y, sin embargo, el observar el día resultaba más en oposición para los que no lo observaban.
Y nunca se rechazó a nadie por causa de esta forma, antes bien, los mismos presbíteros, tus antecesores, que no observaban el día, enviaban la eucaristía a los de otras iglesias que sí lo observaban.
Hallándose en Roma el bienaventurado Policarpo en tiempos de Aniceto, surgieron entre los dos pequeñas divergencias, pero en seguida estuvieron en paz, sin que acerca de este capítulo se querellaran mutuamente, porque ni Aniceto podía convencer a Policarpo de no observar el día -como que siempre lo había observado, con Juan, discípulo de nuestro Señor, y con los demás apóstoles con quienes convivió-, ni tampoco Policarpo convenció a Aniceto de observado, pues éste decía que debía mantener la costumbre de los presbíteros antecesores suyos.
Y a pesar de estar así las cosas, mutuamente comunicaban entre sí, y en la iglesia Aniceto cedió a Policarpo la celebración de la eucaristía, evidentemente por deferencia, y en paz se separaron el uno del otro; y paz tenía la Iglesia toda, así los que observaban el día como los que no lo observaban».

1311-1317- Fragmentos varios (en griego, siríaco y armenio).

1320-1321- Obras espurias.


Potino y compañeros (martirizados en el año 177)


1324- Carta (de las Iglesia de Viena y Lión a los Hermanos de Asia y Frigia); que conocemos, por la noticia y transmisión parcial del texto, merced a Eusebio de Cesarea (HE V,1-4). Como esta epístola aún no se halla disponible en Internet la ofrecemos a continuación.

«Los siervos de Cristo que peregrinan en Viena y Lión de la Galia, a los hermanos que en Asia y Frigia comparten con nosotros la misma fe y la misma esperanza de la redención: paz, gracia y gloria de parte de Dios Padre y de Jesucristo, Señor nuestro (cf 2 P 1,1-2).
Después, a continuación de esto, siguen diciendo otras cosas en plan de prólogo y dan comienzo a su relato en los términos siguientes:
Describir, pues, con justeza la magnitud de esta tribulación de aquí, el grado de irritación de los paganos contra los santos y el número de sufrimientos que los bienaventurados mártires soportaron, ni está en nuestra capacidad ni siquiera es posible encerrarlo en un escrito.
Y es que el adversario atacó con todas sus fuerzas, preludiando ya el descaro de su inminente venida. Por todo se metió, acostumbrando a los suyos y ejercitándolos de antemano contra los siervos de Dios, de suerte que no sólo se nos expulsa de las casas, de los baños y de las plazas, sino que incluso prohíben que alguno de nosotros se deje ver lo más mínimo en el lugar que sea.
Pero la gracia de Dios oponía su estrategia: retenía a los débiles y presentaba de frente una formación de sólidas columnas (cf. 1 Tm 3,15; Ga 2,9), capaces de atraer sobre sí, con su paciencia, todo el ímpetu del malvado. Estos marcharon a su encuentro, soportando toda suerte de injurias y castigos (cf. Hb 10,33). Considerando poco lo que era mucho, apresuraban su paso hacia Cristo y mostraban realmente que “los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que está para ser revelada en nosotros” (Rm 8,18).
En primer lugar soportaron generosamente los asaltos masivos de toda la plebe: insultos, golpes, zarandeos, rapiñas, apedreo, desfiles entre apreturas y todo cuanto suele gustar a una plebe enfurecida contra gentes que considera odiosas y enemigas.
Y después de ser conducidos a la plaza pública y de ser juzgados por el tribuno y por los magistrados de la ciudad en presencia de toda la muchedumbre, fueron encerrados en la cárcel hasta la llegada del gobernador.
Más tarde los condujeron ante el gobernador. Como éste usara de toda su crueldad contra nosotros, uno de los hermanos, Vetio Epágato, que poseía en plenitud el amor a Dios y al prójimo y cuya conducta había sido tan estricta que, aun siendo joven, se hizo acreedor del testimonio del anciano Zacarías, ya que había caminado irreprochablemente en todos los mandamientos y preceptos del Señor (cf. Lc 1,6), diligente en todo servicio al prójimo, con mucho celo de Dios (cf. Rm 10,2) y fervor de espíritu (cf. Hch 18,25; Rm 12,11), por ser de tal índole, no soportó que se procediera contra nosotros con un juicio tan irracional. Fuertemente indignado, pidió ser también él escuchado y defendió, en favor de los hermanos, que entre nosotros nada hay de ateo ni de impío.
Los que rodeaban el tribunal la emprendieron a gritos contra él -pues era hombre relevante-, y el juez, no tolerando la petición así propuesta por él, deseaba únicamente saber si también él era cristiano. Como Vetio lo confesara con voz clarísima, también él fue recibido en las filas de los mártires. Se le llamó consolador de los cristianos, pues dentro de sí tenía al consolador, el Espíritu de Zacarías (cf. Lc 1,67), el que había mostrado con la plenitud de su amor al tener a bien salir en defensa de los hermanos y exponer su propia vida (cf. 1 Jn 3,16; 2 Ts 2,8); porque era y sigue siendo genuino discípulo de Cristo, que va en pos del Cordero adonde quiera que vaya (cf. Ap 14,4).
A partir de aquí, los demás se dividen: aparecen claramente los preparados para dar testimonio, los que con todo su ardor completaban la confesión del martirio; mas también se manifestaron los que no estaban dispuestos, faltos de ejercicio y hasta débiles, incapaces de aguantar la tensión de un gran combate. De ellos abortaron unos diez. Grande fue la aflicción e inmenso el dolor que nos causaron y grave el quebranto propinado al entusiasmo de los otros que no habían sido arrestados con ellos y que, a pesar de estar padeciendo toda clase de horrores, con todo, asistían a los mártires y no los abandonaban.
Pero entonces todos quedamos en gran manera aterrados ante la incertidumbre de la confesión, no por temor a los castigos, sino porque veíamos lejano el fin y temíamos que alguno sucumbiera.
Sin embargo, cada día iban deteniendo a los que eran dignos de completar el número de aquéllos, tanto que juntaron de las dos iglesias a todas las personas importantes, gracias sobre todo a las cuales tenían consistencia los asuntos de aquí.
Fueron apresados también algunos paganos, criados de los nuestros, cuando el gobernador mandó que se nos buscara a todos nosotros. Éstos, por insidias de Satanás, temiendo los tormentos que veían padecer a los santos y empujados a ello por los soldados, nos acusaron falsamente de cenas tiesteas, de promiscuidades edipeas y de tantas otras cosas que a nosotros ni decirlas ni pensarlas es lícito, ni creer siquiera que tales cosas se hayan dado entre los hombres.
Cuando este rumor se esparció, todos se revolvieron como fieras contra nosotros, tanto que, si a lo primero algunos se conducían con moderación por amistad, entonces empezaron a mostrarse muy hostiles y rabiosos contra nosotros (cf. Hch 5,33; 7,54). Se estaba cumpliendo lo que dijera nuestro Señor: “Un tiempo vendrá en que todo el que os mate pensará estar dando culto a Dios” (Jn 16,2).
Desde entonces los santos mártires soportaron castigos que exceden a toda descripción, mientras Satanás se esforzaba por arrancarles también alguna palabra blasfema.
Toda la furia de la muchedumbre, del gobernador y de los soldados se abatió desbordada sobre el diácono Santos, de Viena, sobre Maturo, recién bautizado, pero noble luchador, sobre Atalo, oriundo de Pérgamo y que siempre había sido columna y fundamento (cf. 1 Tm 3,15) de los cristianos de aquí, y sobre Blandina, por medio de la cual Cristo demostró que lo que entre los hombres aparece vulgar, deforme y fácilmente despreciable, por parte de Dios se considera digno de gran gloria (cf. 1 Co 1,28-29) a causa del amor hacia Él, amor que se muestra en la fuerza y que no se jacta de la apariencia (cf. 2 Co 5,12).
Efectivamente, mientras todos nosotros estábamos medrosos y su misma dueña carnal (cf. Ef 6,5; Col 3,22) -también ella una de nuestros mártires combatientes- temíamos que por la flaqueza de su cuerpo no tuviese fuerzas para proclamar libremente su confesión, Blandina se vio llena de una fuerza tan grande que extenuaba y agotaba a los que, por turno y de todas las maneras, la iban torturando desde el amanecer hasta el ocaso; ellos mismos confesaban que estaban vencidos, sin poder hacer ya nada con ella, y se admiraban de cómo podía mantenerse con aliento estando todo su cuerpo desgarrado y abierto, y atestiguaban que una sola especie de suplicio bastaba para quitar la vida, sin necesidad de tantos ni tan terribles.
Pero la bienaventurada mujer, como noble atleta, rejuvenecía en la confesión, y era para ella recuperación de fuerzas, descanso y ausencia de dolor en medio de los acontecimientos el decir: “¡Soy cristiana, y nada malo se hace entre nosotros!'”.
También Santos soportó noblemente, más allá de toda humana medida, todos los malos tratos que provienen de los hombres. Los inicuos esperaban que por la persistencia y magnitud de los tormentos escucharían de él algo indebido, pero les resistió con tal firmeza, que no reveló ni su propio nombre, ni el de su familia, ni el de la ciudad de donde provenía ni si era esclavo o si era libre, sino que a todo lo que se le preguntaba respondía en latín: “¡Soy cristiano!”. En lugar de su nombre, de su ciudad, de su familia y de todo, esto es lo que sucesivamente iba confesando, y ninguna otra palabra escucharon de él los paganos.
Por esta razón, lo mismo el gobernador que los torturadores se ensañaron contra él de tal manera, que, cuando ya no sabían qué hacerle, por último le aplicaron planchas de cobre candentes a los miembros más delicados de su cuerpo.
Estos, ciertamente, se quemaban, pero él se mantuvo inflexible y firme, constante en la confesión, rociado y fortalecido por la fuente eclesial del agua viva que brota de la entraña de Cristo (cf. Jn 7,38; 10,34; Ap 21,6).
Su cuerpo atestiguaba lo ocurrido: todo él era una llaga, todo confusión, encogido y perdida toda forma humana (cf. Is 53,2-5); pero Cristo padecía en él y realizaba grandes glorias anulando al adversario y mostrando, para ejemplo de los demás (cf. 1 Tm 1,16), que nada hay temible allí donde está el amor del Padre (cf. 1 Jn 4,18), ni doloroso donde la gloria de Cristo (cf. 2 Co 8,23).
Efectivamente, después de algunos días, aquellos malvados comenzaron de nuevo a torturar al mártir, pensando que podrían vencerlo si, estando sus carnes hinchadas e inflamadas, le aplicaban los mismos suplicios ahora que ni siquiera soportaba el roce de las manos, o bien que, si moría en medio de los tormentos, infundiría temor a los demás. Pero no solamente no ocurrió con él nada semejante, sino que, contra lo que todos pensaban, se recuperó, y su cuerpo se enderezó entre los tormentos que siguieron y recobró su prístina forma y el uso de los miembros, de manera que la segunda tortura fue para él no un suplicio, sino curación por la gracia de Cristo.
Y Bíblida también, una de las que habían renegado. Ya pensaba el diablo que la tenía devorada (cf. 1 P 5,8), pero, queriendo además condenarla por blasfemia, la condujo a la tortura y la forzaba a declarar sobre nosotros aquellas impías calumnias, seguro ya de su fragilidad y cobardía.
Pero ella, en el tormento, volvió en sí y, por así decirlo, despertó de un profundo sueño. Recordando entonces, gracias a aquellos castigos temporales, el castigo eterno en el infierno (cf. Mt 25,46), se puso, por el contrario, a replicar a los detractores y decía: “¿Cómo podrían comer a un niño estas gentes si ni siquiera les está permitido comer sangre de animales irracionales?” (cf. Hch 15,29). Y desde ese instante confesaba que también ella misma era cristiana, y fue incorporada a la fila de los mártires.
Anulados por Cristo los tormentos de los tiranos mediante la constancia de los santos, el diablo se puso a idear otros recursos, el encerramiento en el lugar más oscuro y peor de la cárcel, la distensión de los pies en el cepo, separados hasta el quinto agujero, y los demás suplicios que los funcionarios airados y endiablados acostumbraban a infligir a los presos, tanto que en la cárcel murieron asfixiados la mayor parte, al menos cuantos el Señor quiso que así murieran, mostrando su propia gloria (cf. Jn 2,11).
Efectivamente, algunos que habían sido cruelmente torturados hasta el punto de parecer que no podrían ya vivir aunque se les diera toda clase de cuidados, permanecían en la cárcel, desprovistos, claro está, de toda asistencia humana; pero, fortalecidos por el Señor (cf. 2 Tm 4,17) en sus cuerpos y en sus almas, animaban y consolaban a los demás. Otros, en cambio, jóvenes y recién detenidos, cuyos cuerpos no habían sido torturados previamente, no soportaban el peso del encerramiento y morían allí dentro.
El bienaventurado Potino, a quien se tenía confiado el ministerio del episcopado de Lión, sobrepasaba la edad de noventa años y su cuerpo estaba débil. Por causa de esta su debilidad corporal, apenas si podía respirar, mas, por su gran deseo del martirio, el ardor de su espíritu le devolvía las fuerzas (cf. Mc 14,38). También él fue arrastrado al tribunal con el cuerpo deshaciéndose por la vejez y la enfermedad, pero con su alma dentro, conservada para que por ella triunfara Cristo (cf. 2 Co 2,14; Col 2,15).
Llevado por los soldados ante el tribunal con acompañamiento de las autoridades de la ciudad y de toda plebe gritándole toda clase de injurias (cf. Lc 23,1-18), como si él mismo fuera Cristo, dio hermoso testimonio (cf. 1 Tm 6,12-14).
Al interrogarle el gobernador quién era el Dios de los cristianos, dijo: “Si eres digno, lo conocerás”. Entonces se le arrastró sin miramientos y sufrió diversas heridas; los que estaban cerca le propinaban toda especie de vejámenes con pies y manos, sin el menor respeto a su edad, y los que estaban lejos cada cual arrojaba contra él lo que a mano tenía, y todos creían faltar gravemente y ser unos impíos si omitían alguna insolencia contra él, pues, pensaban que así vengaban a sus dioses. Él, respirando apenas, fue arrojado en la cárcel, y al cabo de dos días entregó su alma.
Fue entonces cuando tuvo lugar una gran dispensación de Dios y se manifestó la inmensa misericordia de Jesús, como raramente se había dado en la comunidad de hermanos, pero muy de acuerdo con el arte de Cristo.
Efectivamente, los que habían renegado en las primeras detenciones fueron también encarcelados y compartían los mismos horrores, ya que en esta ocasión de nada les sirvió su apostasía. A los que confesaban lo que en verdad eran, se los encerraba como cristianos, sin ninguna otra acusación de más; en cambio, a los otros, se los retenía como homicidas e impuros y los castigaban doble que a los demás.
Y es que a los primeros les aliviaba la alegría del martirio, la esperanza de lo prometido, el amor de Cristo y el Espíritu del Padre, mientras que a estos otros, su conciencia los atormentaba grandemente, hasta el punto de que, al pasar, podían ser reconocidos por su aspecto entre todos.
Efectivamente, mientras los unos avanzaban gozosos, con mezcla de gloria y de gracia abundantes en sus rostros, de manera que incluso las cadenas los ceñían como espléndido adorno, igual que una novia ataviada con abigarradas fimbrias de oro (cf. Sal 44,4), y esparcían al mismo tiempo el buen olor de Cristo (cf. 2 Co 2,15) hasta hacer pensar a algunos que se habían ungido con perfumes mundanos, los otros, por el contrario, lo hacían sombríos, cabizbajos, disformes y llenos de toda fealdad, y, por si fuera poco, hasta los paganos los tildaban de innobles y cobardes: tenían la acusación de homicidas a cambio de haber perdido su nombre venerabilísimo, glorioso y vivificador. Cuando los demás contemplaron esto, se reafirmaron, y los que iban siendo detenidos confesaban ya sin vacilación y sin tener un pensamiento de cálculo diabólico.
Después de añadir a lo dicho algunas cosas intermedias continúan:
Después de esto, en adelante los géneros de muerte de los mártires eran variadísimos, pues con flores de toda especie y de colores diferentes trenzarán ellos una sola corona para ofrecérsela al Padre, y así era necesario que aquellos generosos atletas, después de haber mantenido una lucha variada y haber vencido en toda la línea, recibieran la gran corona de la inmortalidad (cf. 1 Co 9,25).
Así, pues, Maturo y Santos, lo mismo que Blandina y Atalo, fueron conducidos a las fieras, al lugar público y para común espectáculo de la inhumanidad de los paganos, pues el día de lucha de fieras se dio precisamente por causa de los nuestros.
En el anfiteatro, Maturo y Santos pasaron de nuevo por toda clase de tormentos igual que si antes no hubieran padecido nada en absoluto, o mejor, como atletas que han vencido ya en muchos lances al contrincante y que siguen luchando por la misma corona. De nuevo sufrieron las pasadas de látigos, allí acostumbradas, los tirones de las fieras y todo cuanto el pueblo enloquecido, cada cual desde su sitio, gritaba Y ordenaba. y como remate de todo, la silla de hierro, donde los cuerpos, al asarse, lanzaban hasta el público un olor de carne quemada.
Pero éstos, ni con todo eso cejaban, sino que todavía se acrecentaba su frenesí queriendo vencer la constancia de aquéllos. Pero ni aun así lograron escuchar de Santos otra cosa que la frase de confesión que desde el comienzo acostumbraba a repetir.
Así, los mártires. como quiera que después de atravesar el gran combate seguían con mucha vida, por último fueron sacrificados, convertidos ellos mismos en espectáculo para el mundo (cf. 1 Co 4,9; Hb 10,33) aquel día en sustitución de la variada serie de combates de gladiadores.
A Blandina, en cambio, la colgaron de un madero, y quedó expuesta para pasto de las fieras, que se arrojaban a ella. Con sólo verla colgando en forma de cruz y con su oración continua, infundía muchos ánimos a los otros combatientes, que en este combate veían con sus ojos corporales, a través de su hermana, al que por ellos mismos había sido crucificado. Y así ella persuadía a los que creen en Él de que todo el que padece por la gloria de Cristo entra en comunión perpetua con el Dios viviente.
Al no tocarla por entonces ninguna fiera, la bajaron del madero y de nuevo se la llevaron a la cárcel, guardándola para otro combate; así, tras vencer aún en más lides, de una parte haría implacable la condena de la serpiente tortuosa (cf. Is 27,1; Gn 3,27), y de otra animaría a sus hermanos; ella, pequeña, débil y despreciada, pero revestida del grande e invencible atleta, Cristo (cf. Rm 13,14; Ga 3,27), batiría en repetidas suertes al adversario, y por el combate se ceñiría la corona de la incorruptibilidad (cf. 1 Co 9,25).
Atalo, por su parte, también fue reclamado con gran empeño por la plebe (pues tenía gran renombre). Entró ya como luchador entrenado, gracias a su buena conciencia, pues se había ejercitado sinceramente en la disciplina cristiana y siempre había sido entre nosotros testigo de la verdad.
Se le hizo conducir dando la vuelta al anfiteatro, precedido de un cartel en que estaba escrito en latín: “Este es Atalo, el cristiano” (cf. Mt 27,37; Mc 15,26; Lc 22,38; Jn 19,19), mientras el pueblo se enardecía terriblemente contra él. Al enterarse el gobernador de que era romano, mandó que lo llevasen con los demás que estaban en la cárcel, acerca de los cuales escribió una carta al emperador y quedó esperando su respuesta.
El tiempo que medió no fue ocioso ni estéril para ellos (cf. 2 P 1,8), sino que, por su paciencia, se manifestó la inmensa misericordia de Cristo: por vivir ellos, revivían los muertos, y por ser mártires, otorgaban la gracia a los que no lo eran (cf. 2 Co 2,7; Col 3,13); así, mucha fue la alegría de la Virgen Madre [= la Iglesia] al recobrar vivos a los mismos que había abortado muertos.
Efectivamente, por medio de ellos, la mayoría de los que habían renegado volvían sobre sus pasos y de nuevo eran concebidos, se reanimaban y aprendían a confesar y, ya con vida y bien robustecidos, se iban acercando al tribunal para ser de nuevo interrogados por el gobernador, mientras Dios, que no quiere la muerte del pecador (cf. Ez 18,23; 33,11; 2 P 3,9), sino que es favorable al arrepentimiento, les suavizaba el camino.
Efectivamente, el emperador disponía en su rescripto que los unos fueran degollados y los otros, con tal que renegaran, absueltos. Al empezar a tenerse la gran fiesta local (concurren a ella en muchedumbre gentes de todas las razas), el gobernador hizo llevar de nuevo al tribunal a los bienaventurados, en plan de teatro y de espectáculo para las muchedumbres. Por eso les interrogó de nuevo, y a los que parecían estar en posesión del título de ciudadanos romanos, los hacía decapitar, mientras que a los demás los mandaba a las fieras.
Pero Cristo fue grandemente glorificado en aquellos que primeramente habían renegado y que ahora, contra lo que podían sospechar los paganos, confesaban su fe. A éstos, efectivamente, se los interrogaba en privado, como si al punto hubieran de ser puestos en libertad, pero al confesar su fe se los iba añadiendo a la fila de los mártires. Quedaron fuera, sin embargo, los que nunca tuvieron ni un vestigio de fe, ni sentido de la vestidura nupcial (cf. Mt 22,11-13) ni idea del temor de Dios (cf. Rm 2,24), sino que con su manera de vivir infamaban el camino (cf. Hch 19,9; 2 P 2,2), es decir, los hijos de la perdición (cf. Jn 17,12; 2 Ts 2,3).
En cambio, a los demás, a todos, se los incorporó a la Iglesia (cf. Hch 2,41). Cuando estaban siendo interrogados, un tal Alejandro, frigio de nacimiento y médico de profesión, que había vivido muchos años en las Galias y que de casi todos era conocido por su amor a Dios y por la franqueza de su hablar (cf. Hch 4,29-31), (pues también participaba del carisma apostólico), se hallaba de pie junto al tribunal y con gestos los animaba a la confesión, pareciendo a los que rodeaban la tribuna como que tuviera dolores de parto (cf. Ga 4,19).
La plebe, enfureciéndose porque de nuevo confesaban los que primeramente renegaran, se puso a gritar contra Alejandro, creyéndole causante de todo, y el gobernador, reparando en él, le preguntó quién era y, como éste respondiese: “Un cristiano”, montó en cólera y le condenó a las fieras. y al día siguiente entró en la arena junto con Atalo, ya que el gobernador, por congraciarse con la plebe, entregó de nuevo Atalo a las fieras.
Los dos pasaron por todos los instrumentos inventados para torturar en el anfiteatro y sostuvieron un gran combate. Por último también ellos fueron sacrificados. Alejandro ni sollozó ni murmuró lo más mínimo, sino que en su corazón conversaba con Dios.
Atalo, en cambio, cuando le pusieron sobre la silla de hierro y empezó a quemarse y de su cuerpo se desprendía el olor de carne asada, dijo dirigiéndose en latín a la muchedumbre: “¡Ya lo ven!, esto es comer hombres, lo que ustedes están haciendo. En cambio, nosotros ni comemos hombres ni hacemos ninguna otra cosa de malo”. Y como le preguntaran qué nombre tiene Dios, contestó: “Dios no tiene nombre como un hombre”.
Después de todo esto, el último día de luchas de gladiadores fue de nuevo llevada Blandina junto con Póntico, muchacho de unos quince años. Cada día se los había introducido para que viesen las torturas de los demás. Empezaron obligándoles a jurar por los ídolos de los paganos; mas como ellos permanecieron firmes y hasta los menospreciaron, la muchedumbre se puso enfurecida contra ellos hasta el punto de no tener lástima de la edad del muchacho ni respeto del sexo femenino.
Los entregaron a todos los horrores y les hicieron recorrer todo el ciclo de torturas, una tras otra, probando a forzarles a jurar, sin que pudieran conseguirlo. Efectivamente, Póntico, animado por su hermana hasta el punto de que incluso los paganos podían ver que era ella la que le exhortaba y confortaba, después de sufrir generosamente toda clase de tormentos, entregó el espíritu (cf. Jn 19,30).
La bienaventurada Blandina, la última de todos, como noble madre que ha infundido ánimos a sus hijos y los ha enviado por delante victoriosos a su rey (cf. 2 M 7,21-23. 27-29. 41), después de hacer también ella el recorrido de todos los combates de sus hijos, volaba hacia ellos alegre y gozosa de la partida, como si fuera invitada a un banquete de bodas (cf. Ap 19,9) y no arrojada a las fieras.
Después de los látigos, después de las fieras y después de parrillas, por último la echaron a un toro. Lanzada a lo alto largo rato por el animal, insensible ya a lo que le estaba ocurriendo por su esperanza suspensa de cuanto había creído y por su conversación con Cristo, también ella fue sacrificada, mientras incluso los mismos paganos confesaban que jamás entre ellos una mujer había padecido tantos y tales suplicios.
Pero ni aun así se hartó su vesania y crueldad para con los santos, porque, incitada por una fiera salvaje, aquella tribu salvaje y bárbara no podía fácilmente acallarse. Su cruel insolencia tomó otro rumbo particular: cebarse en los cadáveres.
En efecto, el haber sido vencidos no les causaba la menor vergüenza, ya que no reflexionaban como hombres, sino que enardecía todavía más su cólera, como de fiera, y así, tanto el gobernador como la plebe demostraban tener el mismo odio injusto contra nosotros, para que se cumpliera la Escritura: “Que el injusto continúe en sus injusticias, y que el justo siga siendo justificado” (Ap 22,11).
Efectivamente, a los que habían perecido asfixiados en la cárcel los arrojaban a los perros, vigilando cuidadosamente noche y día para evitar que alguno de nosotros les hiciera honras fúnebres. También entonces expusieron los restos dejados por las fieras y por el fuego, en parte despedazados y en parte carbonizados, y durante algunos días seguidos custodiaron con guardia militar las cabezas de los otros, junto con sus troncos, asimismo insepultos.
Sobre esos restos los unos rezongaban y rechinaban los dientes (cf. Hch 7,54)), buscando tomarse de ellos alguna venganza suplementaria; los otros se reían y se mofaban, a la vez que engrandecían a sus ídolos, a los que atribuían el castigo de aquéllos, y los más moderados y que parecían compadecerse un poco menudeaban insultos diciendo: “¿Dónde está su Dios y de qué les aprovechó su religión, la que han preferido incluso a su propia vida?” (cf. Sal 41,4).
Así de variada era la actitud de aquéllos; nosotros, en cambio, nos hundíamos en gran dolor porque no podíamos enterrar los cuerpos, ya que ni la noche nos ayudaba en ello, ni el dinero lograba persuadir ni las súplicas ablandar, sino que por todos los medios los custodiaban como si en el hecho de que los cuerpos no recibieran sepultura ellos tuviesen gran ganancia.
A continuación de esto, después de algunas otras cosas, dicen:
Así, entonces, los cuerpos de los mártires, después de ser expuestos al escarnio en todos los modos posibles y de estar a la intemperie durante seis días, fueron luego quemados y reducidos a ceniza, que aquellos impíos arrojaron al río Ródano, que pasa por allí cerca, para que ni siquiera sus reliquias fuesen ya visibles sobre la tierra.
Y esto lo hacían pensando que podrían vencer a Dios y arrebatarles a aquéllos su nuevo nacimiento (cf. Mt 19,28), con el fin de que, según ellos decían, “ni siquiera esperanza tengan de resurrección; persuadidos de ella, nos están introduciendo una religión extraña y nueva, desprecian los tormentos y vienen dispuestos y alegres a la muerte: veamos ahora si van a resucitar y si puede su Dios socorrerles y arrancarlos de nuestras manos” (cf. Dn 3,15; 6,20-21; Mt 27,49).
Tal fue lo que, bajo el mencionado emperador, aconteció a las iglesias de Cristo, y por ello se puede también conjeturar con cálculo razonable lo que se llevó a cabo en las demás provincias; será conveniente añadir a lo dicho algunos pasajes más del mismo documento, en los cuales se describe la suavidad y humanidad de los susodichos mártires con estas mismas palabras:
Los cuales, en el celo e imitación de Cristo (cf. 1 Co 11,1; 1 Ts 1,6), “quien subsistiendo en forma de Dios no tuvo por usurpación el ser igual a Dios” (Flp 2,6) , llegaron a tan alto grado que, a pesar de su gloria y de haber dado testimonio, no una sola vez ni dos, sino muchas más veces, y de haber sido retirados de las fieras y de estar cubiertos por todas partes de quemaduras, cardenales y heridas, ni ellos mismos se proclamaban mártires ni a nosotros nos permitían que les llamásemos por este nombre; antes bien, si alguno de nosotros por carta o de palabra se dirigía a ellos como a mártires, lo reprendían severamente.
Y es que se complacían en ceder el título del martirio a Cristo, el fiel y verdadero mártir (cf. Ap 3,14), primogénito de los muertos y autor de la vida de Dios (cf. Ap 1,5; Hch 3,15; Col 1,18), y recordando a los mártires que ya habían partido, incluso decían: “Aquéllos sí que son mártires, puesto que Cristo tuvo a bien tomados consigo en su confesión y selló sus martirios con sus muertes; en cambio, nosotros somos unos confesores medianos y sin relieve”; y con lágrimas exhortaban a los hermanos pidiéndoles que se hicieran asiduas oraciones (cf. Hch 12,5) para lograr su consumación.
Con su obrar demostraban la fuerza de su martirio, dirigiendo la palabra con entera libertad a los paganos, y ponían de manifiesto su nobleza mediante su paciencia, su entereza y su impavidez; mas el título de mártires dado por los hermanos lo rechazaban, llenos de temor de Dios (cf. Is 11,3).
Y luego, poco más lejos, dicen:
Se humillaban bajo la mano poderosa que ahora los tiene grandemente ensalzados (cf. 1 P 5,6). Y entonces a todos defendían y a ninguno condenaban, a todos desataban y a ninguno ataban (cf. Mt 16,19; 18,18), y, como Esteban, el mártir perfecto (cf. Hch 7,60), rogaban por los que les infligían los tormentos: “Señor, no les imputes este pecado”. Y si rogaba por los que le lapidaban, ¿cuánto más no haría por los hermanos?
Nuevamente, después de otros detalles, dicen:
Porque éste fue para ellos su combate mayor contra él, por la verdad de su amor, con el fin de que la bestia se atragantase y vomitara vivos a los que primeramente pensaba tener engullidos (cf. 1 P 5,8). Efectivamente, no se mostraron arrogantes (cf. Ga 6,4) frente a los caídos, antes bien, con entrañas maternales, acudían en socorro de los menesterosos con su propia abundancia y, derramando muchas lágrimas por ellos al Padre, pedían vida y a ellos se la daban (cf. Sal 20,5).
También se la repartían a los más próximos cuando, en todo vencedores, marchaban hacia Dios. Siempre amaron la paz, y en paz emigraron hacia Dios recomendándonos la paz, no dejando tras de sí ni trabajos a la madre [= la Iglesia] ni revuelta y guerra a los hermanos, sino alegría, paz (cf. Ga 5,22), concordia y amor.
Lo dicho acerca del amor de aquellos bienaventurados hacia los hermanos caídos podrá ser útil, por causa de la actitud inhumana e inclemente de aquellos que, después de esto, se ensañaron implacables en los miembros de Cristo.
El mismo escrito de los susodichos mártires contiene además otro relato digno de mención y no habrá inconveniente para que yo lo proponga al conocimiento de los lectores. Es así:
Alcibíades, uno de ellos, llevaba una vida austera hasta la miseria. Al principio no recibía nada en absoluto, no tomando sino sólo pan yagua. Incluso en la cárcel trataba de llevar el mismo régimen. Pero a Atalo, después de su primer combate librado en el anfiteatro, le fue revelado que Alcibíades no obraba bien no usando de las criaturas de Dios y dejando a los demás tras de sí un ejemplo de escándalo.
Alcibíades, persuadido, empezó a tomar de todo sin reservas y daba gracias a Dios (cf. 1 Tm 4,3-4). La gracia de Dios no les tenía descuidados, antes bien, el Espíritu Santo era su consejero. Y de estos casos baste así.
Como fue justamente por entonces cuando los partidarios de Montano, Alcibíades y Teodoto, empezaron a dar a conocer entre muchos en Frigia su opinión acerca de la profecía (pues los otros muchos milagros del carisma de Dios, que todavía hasta entonces venían realizándose por las diferentes iglesias, producían en muchos la creencia de que también aquéllos eran profetas), habiendo surgido discrepancias por su causa, de nuevo los hermanos de la Galia formularon su propio juicio, precavido y enteramente ortodoxo, acerca de ellos, exponiendo además diferentes cartas de los mártires consumados entre ellos, cartas que, estando todavía en la cárcel, habían escrito a los hermanos de Frigia, y no sólo a ellos, que también a Eleuterio, obispo entonces de Roma, como embajadores en pro de la paz de las iglesias.
Los mismos mártires recomendaban a Ireneo, que ya por entonces era presbítero de la iglesia de Lión, al mencionado obispo de Roma, dando de él numerosos testimonios, como demuestran las palabras siguientes:
De nuevo y siempre rogamos que goces de salud en Dios, padre Eleuterio. Hemos impulsado a nuestro hermano y compañero (cf. Ap 1,9) Ireneo para que te lleve esta carta, y te rogamos que le tengas por recomendado, celador como es del testamento de Cristo, porque, de saber que un cargo confiere a alguno justicia, desde el primer momento te lo habríamos recomendado como presbítero de la Iglesia, lo que es precisamente.
¿Qué necesidad hay de transcribir la lista de los mártires, así de los que acabaron por decapitación como de los que fueron arrojados para pasto de las fieras, como también de los que murieron en la cárcel y el número de confesores supervivientes hasta aquel momento? Para quien guste, le será fácil repasar muy cumplidamente estas listas si toma en las manos el escrito que, como ya dije (cf. HE V,1), se encuentra recogido en nuestra “Recopilación de martirios”. Pero esto fue lo ocurrido bajo Antonino» (trad. en: Eusebio de Cesarea. Historia Eclesiástica. I. Texto, versión española, introducción y notas por Argimiro Velasco Delgado, op, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1973, pp. 265 ss. [BAC 349]).

Hay también una versión digitalizada de este texto, pero con algunas diferencias importantes respecto del texto de la HE: