OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (28)

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Cristo y Pedro
Primer cuarto del siglo XII
Evangeliario
Hirsau (?). Alemania
SAN JUSTINO, DIÁLOGO CON TRIFÓN (conclusión)

El Israel verdadero está constituido por las naciones llamadas por el Cristo y por quienes, de entre los judíos, creyeron en Él. Testimonio del Deuteronomio

130. [1] Como todos convinieron, proseguí: -Ahora les voy a citar unas palabras que antes no recordé. Fueron dichas de manera velada por Moisés, el fiel servidor de Dios Moisés (cf. Nm 12,7; Hb 3,2. 5).
   Son éstas: “Alégrense, cielos, con él, y que se postren ante él todos los ángeles de Dios” (Dt 32,43). Y agregué lo restante del pasaje: “Alégrense, naciones, con su pueblo, y que todos los ángeles de Dios sean fuertes en él; porque la sangre de sus hijos es vengada, él la vengará; y dará el castigo debido a sus enemigos, y les dará lo que les corresponde a los que le odian, y purificará el Señor la tierra de su pueblo” (Dt 32,43).
   [2] Al decir (Moisés) esto, quiere significar que las naciones estamos llamadas a alegrarnos con su pueblo (cf. Dt 32,43), es decir, con Abraham, Isaac, Jacob y los profetas, y, en general, con todos los que en ese pueblo han agradado a Dios, según lo que anteriormente convinimos (cf. 26,1); pero no vamos a entender por eso a todos los del linaje de ustedes, pues sabemos por intermedio de Isaías que los miembros de los prevaricadores deben ser consumidos por un gusano y un fuego inextinguible, permaneciendo inmortales, de modo que sean un espectáculo para toda carne (cf. Is 66,24).
   [3] Ahora voy a agregar a esto, señores, otros pasajes de las palabras mismas que Moisés pronunció, por las que podrán comprender cómo de antiguo dispersó Dios a todos los hombres según sus razas y su lenguas (cf, Gn 11, 6 ss.; Dt 32,8), y que de todas las razas escogió una, la de ustedes, malvada, infiel y sin fe (cf. Os 8,8?; Is 30,9; 65,2; Dt 32,20); mostrando, en cambio, que los escogidos de todas las razas son fieles a su voluntad por Cristo, a quien le llama Jacob e Israel, que, como ya lo dije en varias ocasiones (cf. 123,4-9), son necesariamente Jacob e Israel.
   [4] Así al decir: “Alégrense, naciones, con su pueblo” (cf. Dt 32,43), da a las naciones la misma herencia y la misma denominación que al pueblo de Dios; pero cuando habla de que las naciones se alegran con su pueblo, es para avergonzar a su nación que se expresa así. Pues ustedes provocaron su cólera por sus idolatrías (cf. Dt 32,21); pero a ellos, que eran idólatras, les concedió la gracia de conocer su voluntad y de tener parte en su herencia.

La fe de las naciones es más fuerte que la de los judíos para que Dios pueda obrar milagros

131. [1] Voy a citar también las palabras por las que se ve cómo Dios dividió a todas las naciones.
   Son éstas: «Pregunta a tu padre, y Él te contará; a tus ancianos, y ellos te dirán. Cuando el Altísimo dividía las naciones, cuando dispersaba a los hijos de Adán, estableció las fronteras de las naciones según el número de los hijos de Israel. Y su pueblo, Jacob, fue una parte del Señor, e Israel una porción de su heredad» (Dt 32,7-9).
   Esto dicho, hice notar que los Setenta tradujeron: “Estableció las fronteras de las naciones conforme al número de los ángeles de Dios”; pero como de esta variante no se menoscaba para nada mi razonamiento, he citado la interpretación de ustedes.
   [2] Si ustedes quisieran admitir la verdad, deberían reconocer que nosotros, a quien Dios llamó por el misterio abyecto y cargado de menosprecio de la cruz (cf. Sal 21,7), nosotros que por nuestra confesión, nuestra sumisión y nuestra piedad, somos condenados a tormentos hasta la muerte, (tormentos) infligidos por los demonios y por el ejército del diablo, gracias a los servicios que ustedes les prestan; nosotros, que lo soportamos todo antes que renegar, ni aún de palabra, de Cristo, por quien fuimos llamados a la salvación que nos fue preparada junto al Padre (cf. Is 52,10), tenemos en Dios una fe más grande que ustedes; [3] no obstante haber sido ustedes rescatados de Egipto por un brazo excelso (cf. Ex 6,1 ss.; 13,21; 16,10; 32,11; Dt 4,34; 5,15; 6,21; 7,19; 9,29; 11,2; 29,2; Hch 13,17) y la visita de una gran gloria (cf. Gn 50, 24. 24; Ex 13,21. 22; 16,10), cuando el mar fue dividido para ustedes y se convirtió en un camino seco, y en él mató Dios a los que los perseguían con un poderío verdaderamente considerable y espléndidos carros, hundiéndolos en las mismas aguas que les habían dejado paso a ustedes (cf. Ex 14,6 ss.; Nm 11,7-9; Dt 8,3; Sal 77,24); fue para ustedes que brilló una columna de luz (cf. Ex 13,21-22), con lo que tuvieron el privilegio sobre todo otro pueblo del mundo de usar una luz propia, indeficiente y nunca apagada; fue también para ustedes que, por los ángeles del cielo, hizo como comida llover un pan, el maná, para que vivieran sin la preocupación de proveer a su propia subsistencia; (fue para ustedes) que el agua de Merra fue dulcificada (cf. Ex 15,25). [4] Y al dárseles dado un signo de Aquel que había de ser crucificado en ocasión, como ya dije (cf. 91,4), de haberlos mordido las serpientes (cf. Nm 21,6-10), porque en su providencia, Dios les hizo la gracia, por anticipado de todos los misterios; y sin embargo, se mostraron siempre ingratos con Él; también por el tipo que formó la extensión de las manos de Moisés con el combate contra Amalec de Ausés (cf. Ex 17,8-13), que había recibido el sobrenombre de Jesús [Josué] (cf. Nm 13,16). Fue para este propósito que Dios mandó que se consignara por escrito el hecho (cf. Ex 17,14; Dt 25,19), declarando que el nombre de Jesús había sido confiado a sus oídos, y afirmando que sería Él es quien había de borrar de debajo del cielo el recuerdo de Amalec. [5] Ahora bien, que el recuerdo de Amalec (cf. Ex 17,14; Dt 25,19) sigue aún después del hijo de Navé, es cosa patente; en cambio, que por Jesús crucificado, de quien todos aquellos símbolos proclamaban por adelantado todo lo que le concierne, habían de ser exterminados los demonios y temiesen su nombre (cf. Lc 10,17); que todos los principados y reinos habían de reverenciar su nombre (cf. 1 Co 15,24; Ef 1,21; 3,10; Col 1,16; 2,15), y que de todo linaje de hombres habían de mostrarse piadosos y pacíficos los que en Él creen, son cosas que Dios está haciendo manifiestas, y ése es, ¡oh Trifón!, el sentido de las palabras por mí citadas antes.
   [6] Además, en ocasión que deseaban comer carne (cf. Ex 16,1-13; Nm 11,1-23; 31-34), se les dio una muchedumbre de codornices, que no era posible contar; les brotó agua de una roca (cf. Ex 17,5-6; Nm 20,7-11); una nube los seguía para darles sombra contra el calor y protección contra el frío (cf. Nm 9,15-23; Ex 13,21; Sal 77,14; 104,39), anunciando figura y promesa de otro nuevo cielo (cf. Is 65,17; 66,22; Ap 21,1; 2 P 3,13); y las correas de sus calzados no se rompían (cf. Dt 8,4; 29,4; Ne 9,21), sus sandalias no se ponían viejas, ni sus vestidos se volvían inservibles, y sus hijos crecían con ellos.

Ingratitud de quienes respondieron a esos beneficios, en ocasiones anunciadores de Cristo, por el pecado de idolatría

132. [1] A cambio de ello, ustedes fabricaron un ternero (cf. Ex 32) y dedicaron sus esfuerzos a prostituirse con las hijas de los extranjeros y a la idolatría (cf. Nm 25,1); y aún después nuevamente, cuando ya se les había entregado la tierra con tan grande poder (cf. Jc 2,12; 3,6), como pudieron ver ustedes mismos, al pararse el sol en el cielo por orden de aquel hombre de sobrenombre de Jesús, y que no se puso durante treinta y seis horas (cf. Jos 10,12-13); y los demás prodigios que en favor de ustedes fueron hechos según los tiempos.
   Entre ellos creo mi deber presentar ahora sólo uno, por contribuir él a que comprendan a Jesús, a quien nosotros hemos reconocido como Cristo, Hijo de Dios, crucificado, resucitado, que subió a los cielos y que otra vez ha de venir como juez (cf. Dn 7,26; Hch 10,42; 2 Tm 4,1; 1 P 4,5) de todos los hombres absolutamente, hasta Adán mismo.
   [2] Ya saben, pues, proseguí, que cuando la tienda del testimonio fue robada por los enemigos que vivían en Azot [Ashdod] (cf. 1 S 5,-6), y fueron heridos por una plaga terrible y sin remedio, decidieron ponerla sobre un carro al que uncieron vacas que recién habían parido, pues querían asegurarse de si habían sido heridos por el poder de Dios a causa de la tienda, y si quería Dios que fuera devuelta donde la habían robado. [3] Cuando hicieron eso, las vacas, sin que nadie las guiara, no marcharon al lugar de donde había sido tomada la tienda, sino al campo de un hombre llamado Ausés, del mismo nombre de aquel a quien se le cambió el nombre por el de Jesús [Josué] (cf. Nm 13,16), como ya queda dicho (cf. 75,2), que fue quien introdujo al pueblo en la tierra y se la distribuyó. Llegadas, pues, a ese campo, allí se pararon, por lo que se les demostraba una vez más que fueron guiadas por el nombre del poder, así como antes el pueblo que había quedado de los que salieron de Egipto fue guiado a la tierra por el que recibió el nombre de Jesús (Josué), y que antes se había llamado Ausés (cf. Nm 24,8; Dt 1,33; Ne 9,12).

La maldición de los judíos que no se arrepintieron fue anunciada por Isaías. A pesar de sus violencias contra el Cristo y sus discípulos, los cristianos rezan por ellos, como les ha sido mandado

133. [1] Después de estas cosas, con todos los milagros y maravillas análogas obradas en su favor y por ustedes vistas, cada uno según los tiempos, son reprendidos por los profetas de haber llegado hasta sacrificar a sus propios hijos a los demonios, y con todo esto se han atrevido y se atreven a tan grandes crímenes contra el Cristo. ¡Ojalá, a pesar de todo, alcancen de Dios y de su Hijo misericordia, y sean salvados! [2] Pues en efecto, como Dios sabía que iban a obrar así, por intermedio del profeta Isaías les maldijo en estos términos: «¡Ay del alma de ellos! Han concebido un mal consejo contra sí mismos, diciendo: “Atemos al justo, porque nos es molesto”. Por ello comerán los productos de sus obras. ¡Ay del inicuo! Según la obras de sus manos será su sufrimiento. Pueblo mío, sus exactores los despojan, y los que los oprimen los dominan. [3] Pueblo mío, los que les llaman felices, los engañan y desvían la senda de sus caminos. Pero hoy pondrá en juicio a su pueblo y el Señor mismo vendrá para el juicio con los ancianos de su pueblo y con sus jefes: “¿Ustedes, por qué han puesto fuego a mi viña y guardan el robo del pobre en sus casas? ¿Por qué son injustos con mi pueblo y llenan de confusión el rostro de los humildes?”» (Is 3,9-15).
   [4] En otro pasaje dice el mismo profeta en idéntico sentido: «¡Ay de los que tiran de sus pecados como de una larga cuerda, y de sus iniquidades como de la correa de un yugo de bueyes, los que dicen: “Que apresure su obra, y llegue ya el designio del santo Israel, para que lo conozcamos”. ¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal! Los que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz; los que hacen de lo amargo dulce, y de lo dulce amargo ¡Ay de los que son prudentes para sí mismos y sabios a sus propios ojos! [5] ¡Ay de los fuertes entre ustedes, los que beben el vino, los poderosos que mezclan la bebida fuerte; los que justifican al impío por sus regalos y quitan al justo de los que es justo! Por eso, a la manera que la paja es abrasada por un carbón de fuego y consumida por la llama ardiente, su raíz será como podredumbre, y su flor subirá como el polvo. Porque no quisieron la Ley del Señor Sabaoth, sino que irritaron la palabra del Señor, el santo de Israel. El Señor Sabaoth se llenó de cólera, lanzó sus manos sobre ellos, los golpeó, se irritó por encima de las montañas, en medio de ellos fueron arrojados sus cadáveres, como el barro de los caminos. Pero a pesar de todo eso, no renunciaron, y su mano sigue aún levantada» (Is 5,18-25). 
   [6] Todavía está verdaderamente levantada la mano de ustedes para obrar el mal (cf. Is 5,25), pues ni aun después de matar al Cristo se arrepienten, sino que nos odian a nosotros que por Él hemos creído en Dios y Padre del universo y, siempre que tienen poder para ello, nos quitan la vida (cf. Mt 10,21; 24,9; Mc 13.13; Lc 21,17). Ustedes le están maldiciendo sin cesar a Él y sus discípulos, mientras nosotros rogamos por ustedes, y por los hombres todos en general, como nos lo enseñó a hacer nuestro Cristo y Señor, cuando nos mandó orar por nuestros enemigos, amar a los que nos aborrecen y bendecir a los que nos maldicen (cf. Mt 5,44; Lc 6,27-28. 35-36).

Los matrimonios de Jacob no eran una incitación a la poligamia, sino una figura de Cristo y de su Iglesia

134. [1] Si, pues, en algo los conmueven las enseñanzas de los profetas y aún las de (Jesús) mismo, más vale que sigan a Dios que no a sus maestros, insensatos y ciegos (cf. Jr 4,22; Is 42,18), que aún ahora les permiten tener cuatro y cinco mujeres, y si sucede que uno ve a una hermosa y la codicia, invocan lo que hicieron Jacob-Israel y los demás patriarcas, para sostener que los que así obran no son culpables de ninguna injusticia. Miserables e insensatos aun en esto.
   [2] Porque, como anteriormente dije (cf. 68,6), en cada una de estas acciones se cumplían dispensaciones de grandes misterios. Así, en los casamientos de Jacob era una cierta disposición, una predicción, que se realizaba. Yo se los expondré a fin de que también aquí reconozcan cómo sus maestros jamás miraron a lo que es del orden divino, en lo que determina cada una de esas acciones, sino siempre a ras de tierra y más bien hacia las pasiones que llevan a la ruina. Presten atención, por tanto, a lo que les digo.
   [3] Los casamientos de Jacob (cf. Gn 29,15 ss.) eran tipos de la acción que debía, por el Cristo, llegar a su plenitud. No era conforme a la ley el que Jacob se casara al mismo tiempo con dos hermanas. Sirve, pues, a Labán por sus dos hijas y, engañado en la más joven, le sirvió nuevamente otros siete años. Ahora bien, Lía su vuestro pueblo y sinagoga, y Raquel nuestra Iglesia. Por una y otra, así como por los esclavos de ambas, es que hoy Cristo sigue sirviendo. [4] Pues como Noé dio por siervos de dos de sus hijos a la descendencia del tercero (cf. Gn 9,25-27), ahora, por el contrario, vino Cristo para el restablecimiento de los dos hijos libres y de los que entre ellos son esclavos, concediendo los mismos privilegios a todos los que guarden sus mandamientos, al modo que los hijos que a Jacob le nacieron de las esclavas y los de las libres, todos tuvieron igual dignidad (cf. Mt 5,44; Lc 6,27-28. 35-36). Pero conforme al orden y a la presciencia fue predicho lo que sería cada uno (cf. Jr 4,22).
   [5] Jacob sirvió a Labán por los ganados manchados y multiformes (cf. Gn 29-30); también Cristo sirvió hasta la servidumbre de la cruz (cf. Flp 2,7-8), por los hombres de todo linaje, de variados colores y multiformes; y los adquirió por la sangre y el misterio de la cruz. Lía tenía los ojos enfermos (cf. Gn 29,17): para ustedes los ojos del alma están ciertamente enfermos. Raquel robó los dioses de Labán y los escondió hasta el día de hoy (cf. Gn 31,19-34), y también para nosotros se terminaron los dioses materiales, que eran aquellos de nuestros padres. [6] Todo el tiempo fue Jacob odiado de su hermano, y ahora nosotros, al igual que nuestro Señor mismo, somos odiados por ustedes y, en general, por todos los hombres, siendo como somos todos hermanos por naturaleza. Jacob fue llamado Israel; e Israel, como ya lo he demostrado, es también el Cristo, que es y se llama Jesús.

Es en el Cristo, “rey”, “Jacob” e “Israel”, que esperan las naciones. Los cristianos son la “verdadera raza israelita”. Testimonios de Isaías

135. [1] Cuando dice la Escritura: “Yo soy el Señor Dios, el Santo Israel, el que ha mostrado a Israel su rey” (Is 43,15), ¿no entienden que habla verdaderamente de Cristo, el rey eterno? Porque bien saben que Jacob, el hijo de Isaac, no fue nunca rey. Por eso, la Escritura misma, explicándonos a qué rey ella llama Jacob e Israel, se expresa así: [2] «Jacob es mi siervo: yo le sostendré; Israel, mi elegido: mi alma le recibirá. Yo le di mi Espíritu sobre él, y traerá el juicio a las naciones. No gritará ni se oirá fuera su voz. No romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea, hasta que consiga la victoria. Él restablecerá el juicio, y no lloverá hasta que ponga el juicio sobre la tierra. Y en su nombre esperarán las naciones» (Is 42,1-4).
   [3] ¿Acaso, pues, los de las naciones, y aun ustedes mismos, esperan en el patriarca Jacob (cf. Is 42,1-4), y no más bien en el Cristo? Consiguientemente, como llama al Cristo Israel y Jacob, así nosotros, como piedras talladas del seno de Cristo (cf. Gn 25,23; Is 51,1), somos el verdadero linaje israelita.
   Pero consideremos mejor el enunciado mismo: [4] «Y haré salir -dice- una descendencia de Jacob y de Judá, y heredará mi montaña santa, y heredarán mis elegidos y mis servidores, y habitarán allí. Habrá en los bosques pasturas para los rebaños, y el barranco de Acor será como un reposo para de animales, para el pueblo de los que me buscan. A ustedes, empero, los que me abandonan, que han olvidado mi montaña santa, los que preparan una mesa a los demonios, y sirven al demonio el vino mezclado, yo los entregaré a la espada. Todos caerán degollados, porque los llamé y no me respondieron, les hablé y se negaron a obedecerme, e hicieron el mal delante de mí, y lo que yo no quería, ustedes lo escogieron» (Is 65,9-12).
   [5] Hasta aquí las palabras de la Escritura; pero ustedes mismos han de comprender que es otra la descendencia de Jacob de que aquí se habla (cf. Is 65,9), y que no se refiere, como pudiera pensarse, a su pueblo. En efecto, no se concibe cómo los descendientes de Jacob dejen entrada a los nacidos de Jacob, ni cómo Aquel reprocha por una parte al pueblo como indigno de la herencia (cf. Is 65,9), y luego, como si los aceptara, a los mismos les dirige las promesas. [6] Pero así como dice el profeta: «Ahora tú, casa de Jacob, vengan y caminemos en la luz del Señor; pues Él ha rechazado a su pueblo, la casa de Jacob, porque el país de ellos se ha llenado, como al principio, de oráculos y augurios» (Is 2,5-6); así, aquí hay que entender dos descendencias de Judá, y dos razas, como dos casas de Jacob: una que nace de la carne y de la sangre; otra de la fe y del Espíritu (cf. Jn 1,13; Ga 4,29).

Rechazando a Cristo, es a Aquel que lo envío a quien rechazan los judíos

136. [1] Porque miren ahora cómo habla Él al pueblo, habiendo anteriormente dicho (cf. 135,4): «Al modo que se encuentra un grano en un racimo, y se dice: “No lo descarten, pues hay bendición en el”; así haré por causa de mi servidor. A causa de él, no destruiré a todos» (Is 65,8); añade luego: “Haré salir al que viene de la descendencia de Jacob y de Judá” (Is 65,9).
   Por tanto, es claro: si de ese modo se irrita contra aquéllos y les amenaza dejar una porción mínima, promete en cambio hacer salir algunos que habitarán en su montaña santa (cf. Is 65,9). [2] Éstos son los que Él dijo que sembraría y engendraría (cf. Jr 31,27; Ez 36,12). Porque ustedes, ni soportan que se los llame (cf. Is 65,12), ni le oyen cuando les habla, sino que han llegado hasta obrar el mal delante del Señor (cf. Is 65,12). Y el colmo de su perversidad es que, con eso, siguen odiando al justo y a los que de Él han recibido lo que son: piadosos, justos y animados por el amor a los seres humanos. Por ello: «¡Ay del alma de ellos! -dice el Señor-, porque concibieron malos designios contra sí mismos, diciendo: “Eliminemos al Justo, porque nos es molesto”» (Is 3,9-10).
   [3] Porque es cierto que ustedes no sacrificaron a Baal, como sus padres (cf. Rm 11,4; 1 R 19,18), ni tampoco entre bosques ni lugares altos ofrecieron panes cocidos al ejército del cielo (cf. Jr 7,18); pero (desgracia para su alma) no aceptaron a su Cristo; y el que a Éste desconoce, desconoce la voluntad del Padre (cf. Jn 5,23. 46); y el que lo insulta y odia, odia e insulta, evidentemente, al que le envió. Además, quien no cree en Él, no cree en las proclamaciones por las cuales los profetas anunciaron y proclamaron a todos la buena nueva de su venida.

Exhortación a la penitencia. El segundo día llega a su fin

137. [1] No digan, hermanos, nada malo contra ese crucificado, ni se burlen de sus heridas, por las que todos pueden ser curados (cf. Is 53,5), como lo hemos sido nosotros. Bueno fuera que, creyendo en las palabras (de la Escritura), se circuncidaran de su dureza de corazón (cf. Dt 10,16), y no con esa circuncisión que tienen por sus disposiciones naturales. Porque la circuncisión fue dada como signo, no por obra de justicia, según el sentido que imponen las palabras de la Escritura. [2] Reconózcanlo entonces y no insulten al Hijo de Dios, no se burlen jamás del Rey de Israel, siguiendo a sus maestros fariseos. Tal se los enseñan después de la oración los presidentes (“archisinagogos”) de sus sinagogas. Porque si el que toca a los que no agradan a Dios, es como si tocara la pupila de Dios (cf. Za 2,12), esto es mucho más verdadero para quien ataque a su bienamado (cf. Ef 1,6). Y que Jesús sea ése, está suficientemente demostrado.
   [3] Como ellos callaban, proseguí: -Yo, queridos amigos, les cito ahora las Escrituras como las tradujeron los Setenta; porque habiéndolas antes citado como las tienen ustedes, quise probar qué opinión tenían sobre el particular.
   Porque al mencionarles la Escritura que dice: «¡Ay del alma de ellos! Han concebido un mal consejo contra sí mismos, diciendo…, luego proseguí conforme traducen los Setenta: “Eliminemos al justo, porque nos es molesto”» (Is 3,9. 10). En cambio, al principio de nuestra conversación (cf. 17,2; 133,2), se los cité como ustedes quieren leerlo, es decir: “Atemos al justo, porque nos es molesto”. [4] Pero estaban ocupados en otra cosa y me parece que han oído mis palabras sin atenderlas. Pero como también ahora está el día para terminar, pues el sol está ya por ponerse, voy a añadir un solo punto a lo ya dicho, y terminaré. Cierto que eso mismo ya está en lo anteriormente dicho (cf. 19,4; 23,4; 41,4), pero me parece justo repetirlo nuevamente.

Noé, el diluvio y el arca son figuras de Cristo, del bautismo y de la cruz. Testimonio de Isaías

138. [1] Saben, pues, señores -proseguí-, que en Isaías le dice Dios a Jerusalén: “Cuando el diluvio de Noé, yo te he salvado” (Is 54,8-9?). Lo que Dios quiso decir con eso es que en el diluvio se cumplió el misterio de los que se salvan. En efecto, en el diluvio el justo Noé con los demás hombres, a saber, su mujer, sus tres hijos y las mujeres de sus hijos (cf. Gn 6,9. 18), formaban el número ocho (cf. 1 P 3,20), constituían así un símbolo del día que, siendo el octavo, día en que apareció nuestro Cristo resucitado de entre los muertos, es igualmente siempre en poder, el primero.
   [2] El Cristo, en efecto, siendo el primogénito de toda la creación (cf. Col 1,15), vino también a ser, en un nuevo sentido, principio de otra raza, la que fue regenerada por Él (cf. 1 P 1,3. 23?), a través del agua, la fe y el madero, que es impronta del misterio de la cruz, al modo que también Noé fue salvado en el madero (del arca), cuando con los suyos fue llevado sobre las aguas. Así, pues, cuando dice el profeta: “En tiempo de Noé, yo te he salvado” (cf. Is 54,8-9?), se dirige, como antes dije (cf. 138,1), al pueblo que comparte una misma fe hacia Dios, y posee esos símbolos. Porque asimismo teniendo Moisés un bastón en la mano, condujo a su pueblo a través del mar (cf. Ex 14,16).
   [3] Pero ustedes suponen que él se dirige sólo a su raza o tierra. ¡Cómo es posible! Es toda la tierra, según las Escrituras, que fue inundada, y el agua se elevó quince codos por encima de todas las montañas (cf. Gn 7,19-20), es evidente que no hablaba de la tierra, sino del pueblo que le obedece, a quien también había de antemano preparado un lugar de descanso en Jerusalén, como se demuestra por todos los símbolos del tiempo del diluvio (cf. Is 54,8-9). Lo he dicho: a través del agua, la fe y el madero, escaparán del futuro juicio de Dios los que se hayan preparado y arrepentido de sus pecados.

Las bendiciones y maldiciones pronunciadas por Noé anuncian la posesión de Canaán por los descendientes de Sem y Jafet, y el llamado de Cristo a una herencia eterna

139. [1] Otro misterio fue profetizado en tiempos de Noé, que se ha cumplido, y ustedes no conocen, y es el siguiente: en las bendiciones con las que Noé bendijo a dos de sus hijos, también maldijo al hijo de su (tercer) hijo (cf. Gn 9,18-27). Pues el hijo que, a mismo título que los otros, fue bendecido por Dios, el Espíritu profético no iba a maldecirlo. Pero por el pecado cometido, el castigo debía ejecutarse a través de toda la descendencia de aquel que se había burlado de la desnudez de su padre, la maldición empezó por su hijo.
   [2] Noé, pues, predijo en sus palabras que los futuros descendientes de Sem ocuparían las posesiones y moradas de Canaán (cf. Gn 9,27), y a su vez que los descendientes de Jafet se apoderarían de aquellas que los descendientes de Sem habían arrebatado a los de Canaán, y las ocuparían, despojando así a los descendientes de Sem de la misma manera que estos, para ocuparlas, habían despojado a los hijos de Canaán.
   [3] Y fue así que sucedió. Escuchen, entonces, ustedes, que por filiación son descendientes de Sem, ustedes invadieron, según la voluntad de Dios, la tierra de los hijos de Canaán y se apoderaron de ella. Después los hijos de Jafet, les invadieron según el juicio de Dios, les arrebataron la tierra y se apoderaron de ella: esto es evidente. He aquí, en fin, el texto mismo: «Se despertó Noé del vino y supo lo que con él había hecho su hijo menor, y dijo: “Maldito sea el niño Canaán, él será esclavo sea de sus hermanos”. Y dijo: “Bendito el Señor Dios de Sem, Canaán será su siervo. Que Dios conceda a Jafet un amplio espacio, él se establecerá en las moradas de Sem, y Canaán será su siervo”» (Gn 9,24-27). 
   [4] Ahora bien, habiendo sido bendecidos dos pueblos (cf. Gn 9,26), los descendientes de Sem y los de Jafet, decidido estaba que primero los de Sem habían de poseer las moradas de Canaán (cf. Gn 9,27); y estaba predicho que luego los descendientes de Jafet recibirían de aquellos las mismas posesiones. Y cuando a estos dos pueblos vino Cristo, el único pueblo salido de Canaán fue entregado en servidumbre, conforme al poder del Padre omnipotente que le fue dado, para llamar a la amistad, la bendición (cf. 1 P 3,9), la conversión y la convivencia (cf. 1 P 3,7), que debe ser aquella del conjunto de los santos en esta tierra, cuya posesión, como anteriormente fue demostrado (cf. 26,1; 80,1-5; 121,3; 131,6), les promete. [5] De ahí que hombres de todas procedencias, sean esclavos o libres (cf. Ef 6,8; Ga 3,28), si tienen fe en el Cristo y reconocen la verdad que hay en sus palabras y en las de los profetas, saben que se reunirán con Él en aquella tierra, y heredarán los bienes eternos e incorruptibles (cf. 1 Co 15,50s.).

Todos los hombres son libres y coherederos en el Cristo. La verdadera descendencia de Abraham no es la que enseñan los maestros. Testimonio de Isaías, Jeremías y Jesús

140. [1] De ahí que Jacob, como ya he dicho (cf. 134,3-5; 139,5), siendo como era figura de Cristo, tomó en matrimonio a las dos esclavas de sus dos mujeres libres (cf. Gn 30,1 ss.), y engendró de ellas hijos, para anunciar anticipadamente que el Cristo había igualmente de recibir a hombres libres, todos aquellos que, en la descendencia de Jafet, se encuentran ser de Canaán, y los consideraría como hijos herederos.
   Que nosotros seamos esos hijos, no pueden ustedes comprenderlo, por no ser capaces de beber de la fuente viva de Dios (cf. Jr 2,13), sino de las cisternas agrietadas que no pueden contener el agua (cf. Jr 2,13), como dice la Escritura. [2] Esas cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua (cf. Jr 2,13), son las que han cavado sus mismos maestros, como expresamente lo dice la Escritura: “Enseñan preceptos y enseñanzas de hombres” (Is 29,13; cf. Mt 15,9; Mc 7,7). Más aún, a sí mismos y a ustedes les engañan, dando por supuesto que, de todos modos, a cuantos descienden, según la carne, de Abraham (cf. Rm 9,7; Mt 3,9; Lc 3,8; Jn 8,39; Ga 3,7), por más que sean pecadores, incrédulos y desobedientes a Dios, ha de dárseles el reino eterno (cf. Dn 7,27); lo cual las Escrituras demuestran que no es así.
   [3] Porque entonces no hubiera dicho Isaías: “Si el Señor Sabaoth no nos hubiera dejado un germen, hubiéramos venido a ser como Sodoma y Gomorra” (Is 1,9). Y Ezequiel: «Aun cuando Noé, Jacob y Daniel intercedan por sus hijos e hijas, no se les darían; porque ni el padre está por debajo del hijo, ni el hijo por debajo del padre, sino que cada uno perecerá por su propio pecado, y cada uno se salvará por su propia justicia» (cf. Ez 14,14. 16. 18. 20; 18,4. 20; Dt 24,16). O Isaías otra vez: “Verán los miembros de los transgresores, su gusano no tendrá descanso y su fuego no se extinguirá, y serán espectáculo para toda carne” (Is 66,24). [4] Ni hubiera dicho nada nuestro Señor, según la voluntad del Padre y Maestro del universo que le envió: “Vendrán de Oriente y de Occidente y se tomarán parte en el festín con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; pero los hijos del reino serán arrojados a las tinieblas exteriores” (Mt 8,11-12; cf. Lc 13,28-29). No es culpa de Dios si aquellos que Él previó que serían, y que serán, injustos, lo mismo ángeles que hombres, se hicieron malvados: es por la falta propia de cada uno (cf. Dt 24,16), que son tales como que cada uno de ellos aparecerá; esto lo he demostrado en lo que precede (cf. 76,4).

Como los ángeles y los hombres disponen de libre arbitrio, son responsables de sus actos y llamados a la penitencia. Ejemplo de David

141. [1] Para que no tengan pretexto de decir que era necesario que Cristo fuera crucificado y que hubiera en su pueblo prevaricadores (cf. Is 66,24), y que no podía ser de otra manera, ya me adelanté a decir brevemente que Dios, queriendo que ángeles y hombres siguieran su voluntad, determinó crearlos libres para practicar la justicia, dotados de razón para conocer de quién tienen el ser y por quién existen, cuando antes no existían, y les impuso una ley por la que han de ser juzgados por Él, si no obran conforme a la recta razón. Luego por culpa propia seremos convictos de haber obrado mal, hombres y ángeles, si no hacemos antes penitencia.
   [2] Pero si el Verbo de Dios anuncia que sin duda han de ser castigados algunos ángeles y hombres, es porque sabía de antemano que serían irremediablemente malos, pero no porque Dios mismo los hiciera tales. De suerte que, si hacen penitencia, todos los que quieran pueden alcanzar de Dios misericordia, y el Verbo predice que serán bienaventurados declarando: “Bienaventurado aquel a quien el Señor no le imputa la falta” (Sal 31,2), es decir, el que, habiendo hecho penitencia de sus pecados (cf. Sal 31,1), recibe de Dios la remisión. Ustedes se engañan a ustedes mismos, como algunos otros que comparten sobre este punto las mismas opiniones, diciendo que, aún si son pecadores, con tal de conocer a Dios, el Señor no les imputará la falta.
   [3] Una prueba de esto la tenemos en el único extravío de David, debido a la presunción (cf. Sal 26,2s.): que le fue perdonado cuando lloró y gimió, como está escrito (cf. 2 S 12,13). Pues si a hombre tal no le fue concedida la remisión (de su pecado) antes de su penitencia, sino solamente cuando ese gran rey, ungido y profeta, lloró y obró como ustedes saben, ¿cómo los impuros y totalmente perdidos pueden tener esperanzas de que no les imputará el Señor su falta (cf. Sal 31,2), a menos que giman, se golpeen el pecho y hagan penitencia (cf. Za 12,12)?
   [4] Este solo acto del extravío de David con la mujer de Urías, señores -dije-, demuestra que no tenían los patriarcas muchas mujeres, como si se entregaran a la fornicación, sino que por ellos se cumplía cierta dispensación y todos los misterios se encontraban realizados por su intermedio. Porque si hubiera estado permitido tomar la mujer que se quisiera, en el modo que se quisiera y en el número que se quisiera, tal como lo practican los hombres de su raza por toda la tierra por donde habitan o son enviados, eligiéndose las mujeres en nombre del matrimonio, mucho más se le hubiera permitido hacer eso a un David.
   [5] Con estas palabras, carísimo Marco Pompeyo, puse fin a mi discurso.

Despedida de Trifón y de Justino, quien se prepara para hacerse a la mar. Último llamado a la penitencia

142. [1] Después de un tiempo de silencio, Trifón dijo: -Ya ves que no era nuestro encuentro propósito llegar a un intercambio sobre estos temas; sin embargo, te confieso que me ha complacido extraordinariamente nuestra conversación y sé que lo mismo que yo sienten mis compañeros; pues hemos encontrado más de lo que esperábamos y aún más de lo que era posible esperar. Y si nos fuera dado hacer esto con más frecuencia, examinando las palabras mismas (de la Escritura), aún sería mayor el provecho. Pero como estás, dijo, para embarcarte y esperas que de un día a otro hacerte a la mar, cuando hayas partido, no temas acordarte de nosotros como de tus amigos.
   [2] -Por mi parte -le contesté-, de permanecer aquí, diariamente, quisiera hacer esto mismo. Pero ya que, con la permisión y ayuda de Dios, quiero ya hacerme a la mar, yo los exhorto a librar ese supremo combate por su propia salvación, esforzándose en poner encima de sus maestros al Cristo de Dios omnipotente.
   [3] Después de esto, se marcharon, orando para que en el futuro estuviera preservado de los peligros de la navegación y de toda clase mal. Yo también, orando por ellos, dije: -No hay mejor oración que yo pueda hacer por ustedes, señores, que verlos reconocer que es por este camino que a todo hombre se le da encontrar la felicidad, y creer sin reserva, tanto ustedes como nosotros, que es a nosotros que nos pertenece el Cristo de Dios.

   Fin del diálogo de san Justino con el judío Trifón