OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (26)

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San Lucas
Último cuarto del siglo X
Evangeliario
Capadocia o Italia
SAN JUSTINO, DIÁLOGO CON TRIFÓN (continuación)

La profecía de Miqueas se ha realizado sólo parcialmente por la conversión de las naciones. Lo que falta se cumplirá en la segunda parusía

110. [1] Terminada mi citación, proseguí: -Sé muy bien, mis amigos, que sus maestros reconocen que todas las palabras de este pasaje se refieren al Mesías; pero también tengo noticia de sus afirmaciones sobre que todavía no ha venido, y, si hubiera venido, declaran ellos, no se sabe quién es (cf. Jn 7,27). Cuando se manifieste glorioso, entonces se reconocerá quién es -dicen ellos-. [2] Entonces -añaden- se cumplirá lo que se dice en ese pasaje de la profecía, como si ahora sus palabras todavía no hubieran dado fruto. Insensatos, que no entienden lo que por todas las palabras se encuentra demostrado: que están proclamados dos parusías, una, en que se anunció sufriente (cf. Is 53,3-4), sin gloria (cf. Is 53,3), sin honor (cf. Is 53,2), crucificado; la segunda, en que vendrá desde lo alto de los cielos con gloria (cf. Is 33,17; Mt 25,31; Dn 7,13-14; Mt 24,30), cuando el hombre de la apostasía (cf. 2 Ts 2,3), el que profiere insolencias contra el Altísimo (cf. Dn 7,25; 11,36), se atreva sobre la tierra a cometer sus iniquidades contra nosotros los cristianos, que somos los que, por la Ley y el Verbo que salió de Jerusalén (cf. Mi 4,2) con los Apóstoles de Jesús, hemos aprendido a conocer la piedad, y nos hemos refugiado en el Dios de Jacob y en el Dios de Israel (cf. Mi 4,2).
   [3] Nosotros, los que estábamos llenos de guerra, de muertes mutuas y de toda clase de maldad, hemos renunciado en todo lugar de la tierra a los instrumentos guerreros y hemos cambiado las espadas en arados y las lanzas en útiles de cultivo de la tierra (cf. Sal 18,5; Mi 4,3); y cultivamos la piedad, la justicia, el amor de nuestros semejantes, la fe, la esperanza que nos viene del Padre mismo por el crucificado. Cada uno de nosotros se sienta debajo de su viña (cf. Mi 4,4), es decir, cada uno goza de su única y legítima mujer. Pues ya saben que el Verbo profético dice: “Su mujer es como una viña fértil” (Sal 127,3). [4] Es cosa patente que nadie hay capaz de intimidarnos ni someternos a servidumbre (cf. Mi 4,4), a nosotros que en todo lugar de la tierra (cf. Sal 18,5) hemos creído en Jesús. Se nos decapita, se nos crucifica, se nos arroja a las fieras, a la cárcel, al fuego, y se nos somete a toda clase de tormentos; pero a la vista de todos está que no renunciamos a nuestra profesión de fe. Antes bien, cuanto mayores son nuestros sufrimientos, tanto más se multiplican los que abrazan la fe y la piedad por el nombre de Jesús. Así, cuando en una viña se le podan las partes que ya han dado fruto, brotan en ella nuevos sarmientos vigorosos y feraces; tal nos sucede a nosotros: porque la viña plantada por el Cristo (cf. Jn 15,1-2?), Dios y Salvador, es su pueblo.
   [5] El resto de la profecía, sí, se cumplirá en su segundo advenimiento. Porque cuando dice: “aquella que es oprimida y expulsada” (cf. Mi 4,6), esto se entiende fuera del mundo, en cuanto de ustedes y de todos los demás hombres depende, cada cristiano es expulsado no sólo de sus propias posesiones, sino del mundo entero, pues a ningún cristiano le permiten vivir. [6] Ustedes, sin embargo, dicen que esta profecía se ha realizado en su pueblo; pero si ustedes son expulsados, después que se les ha derrotado en la guerra, con razón sufren esa prueba, como lo atestiguan todas las Escrituras. Nosotros, empero, que nada semejante hemos hecho una vez conocida la verdad de Dios, recibimos de Él testimonio de que se nos quita de la tierra (cf. Is 53,8) juntamente con Cristo, el más justo, el solo inmaculado (cf. 1 P 1,19) y exento de pecado (cf. Is 53,9). Clama, en efecto, Isaías: «Miren cómo ha perecido el justo, y nadie presta atención en su corazón; hombres justos son quitados de en medio y nadie lo considera» (Is 57,1).

Las dos parusías y el doble sentido de la crucifixión estaban anunciados por el símbolo de los dos carneros, la actitud de Moisés en su combate contra Amalec, la sangre de la Pascua a la salida de Egipto y la cinta roja confiada a Rajab

111. [1] En tiempos de Moisés también fueron anunciadas simbólicamente dos parusías de ese Cristo, ya lo dije al evocar el símbolo de los dos carneros ofrecidos en ocasión del ayuno (cf. Lv 16,7s.).
   Lo mismo también era de antemano simbólicamente anunciado y dicho en lo que hicieron Moisés y Josué (cf. Ex 17,8s.). Porque uno de ellos permaneció sobre la colina hasta el atardecer con los brazos extendidos, gracias a que se los sostuvieron, lo que no puede representar sino el tipo de la cruz. Y el otro, apodado Jesús, dirigía la batalla e Israel vencía.
   [2] Una cosa era de considerar en aquellos dos hombres santos y profetas de Dios, a saber, que uno solo de ellos no era capaz de llevar sobre sí ambos misterios, quiero decir, el tipo de la cruz y el tipo del nombre sustituido. Sólo uno hay, hubo y habrá que tenga esa fuerza, y es Aquel ante cuyo nombre tiembla toda potestad, con la angustia de ser por Él destruidas. No fue, pues, nuestro Cristo maldecido por la Ley (cf. Dt 21,23) por haber sufrido y sido crucificado, sino que manifestó que sólo Él salvaría a quienes no se aparten de su fe.
   [3] Los que fueron salvados en Egipto cuando perecieron los primogénitos de los egipcios, fue la sangre de la Pascua la que los preservó, con la que estaban untados los umbrales y dinteles de las puertas (cf. Ex 12,7). Porque la Pascua era Cristo (cf. 1 Co 5,7), que había de ser sacrificado más tarde, como dijo Isaías: “Como una oveja fue llevado al matadero” (Is 53,7). Pues está escrito que en el día de Pascua le capturaron y en el mismo día de Pascua le crucificaron. Ahora bien, como a los que estaban en Egipto los salvó la sangre de la Pascua, así a los creyentes los preservará de la muerte la sangre de Cristo. [4] ¿Acaso iba Dios a equivocarse, de no hallar ese signo sobre las puertas (cf. Ex 12,13)? No seré yo quien eso diga, sino que de antemano anunciaba la salvación que por la sangre de Cristo había de venir para todo el género humano.
   En cuanto al símbolo de la cinta de color rojo (cf. Jos 2,18-21) que dieron en Jericó los exploradores mandados por Josué, hijo de Navé, a Rajab la prostituta, diciéndole que la colgara de la ventana por donde los había bajado para burlar a los enemigos, fue igualmente símbolo de la sangre de Cristo; por ella serán salvados los que antes, en todas las naciones, se daban a la injusticia y a la prostitución, que reciben el perdón de sus pecados y no vuelven más a pecar.

Solamente la interpretación cristiana de episodios tales como el de la serpiente de bronce permite resolver su aparente contradicción con la Ley. Los maestros ofrecen únicamente una lectura literal de las Escrituras

112. [1] Pero ustedes, al dar a esos hechos una interpretación limitada, adjudican a Dios una gran debilidad, si entienden las cosas de modo tan sumario y no buscan la fuerza de lo que se está dicho. Según ese método, el mismo Moisés podría ser acusado de transgredir la Ley, pues habiendo mandado personalmente que no se hiciera ninguna representación de las cosas que están el cielo, sobre la tierra o en el mar (cf. Ex 20,4), luego fue él quien hizo una serpiente de bronce, la que levantó sobre un cierto signo, y ordenó que a ella miraran los mordidos, y los que miraban fijamente, eran salvados (cf. Nm 21,8-9). [2] ¿Luego habrá que entender que en esas circunstancias fue la serpiente la que salvó al pueblo, ella, a la que, como he dicho (cf. 91,4), Dios maldijo al principio (cf. Gn 3,14) y hará perecer con la gran espada, como exclama Isaías (cf. 27,1)? ¿Vamos a entender estos pasajes tan insensatamente como los explican sus rabinos, en vez de ver en ellos símbolos? ¿No referiremos ese signo a la imagen de Jesús crucificado, puesto que fue también Moisés, por sus brazos extendidos (cf. Ex 17,8 ss.), y con él aquel que recibió el sobrenombre de Jesús, quienes obtuvieron la victoria de su pueblo? [3] De este modo cesa toda dificultad sobre el modo de obrar del Legislador; porque no abandonó a Dios, para persuadir al pueblo que pusiera su confianza en aquel animal por el que tuvo principio la transgresión y la desobediencia (cf. Gn 3). Con mucha inteligencia y misterio sucedieron esas cosas y fueron dichas por el bienaventurado profeta. Y de todo lo que han dicho o hecho el conjunto de los profetas, absolutamente nada hay que se pueda reprender legítimamente, si al menos ustedes disponen de esa ciencia que estaba en ellos.
   [4] Pero si sus maestros sólo se limitan a explicarles cuestiones por qué en tal pasaje no se mencionan camellos hembras (cf. Gn 32,15), o qué son las hembras de camellos en cuetsión, o por qué se señalan tantas medidas de harina, y tantas de aceite en las ofrendas (cf. Lv 2; 6,7-16; Nm 15,4-11), y aun eso interpretado bajamente y a ras de tierra; en cambio, las grandes cuestiones, las que realmente merecen ser investigadas, no se atreven jamás a plantearlas ni explicarlas; es más, les tienen prohibido escuchar nuestras explicaciones y tener en absoluto trato con nosotros. Siendo esto así, ¿no será justo que oigan lo que a ellos dijo nuestro Señor Jesucristo: “Sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos y por dentro están llenos de huesos de cadáveres. Ustedes pagan el diezmo de la menta y, en cambio, se tragan un camello: guías ciegos” (Mt 23,27. 23. 24)? [5] Si, pues, no rechazan con desprecio las enseñanzas de los que se exaltan a sí mismos (cf. Mt 23,12) y quieren ser llamados “Rabí, Rabí” (cf. Mt 23,7); si no se acercan a las palabras proféticas con una tenacidad y una disposición de espíritu tales que estén dispuestos a sufrir de parte de sus congéneres lo mismo que los profetas sufrieron (cf. 1 Ts 2,14-15), ningún provecho absolutamente sacarán de sus escritos.

El cambio de nombre de Ausés por el de Josué (Jesús) posee mayor significación que el añadido de una letra a los nombres de Abraham y Sara. Josué, figura de Cristo. Verdadero significado de la circuncisión efectuada en el Jordán

113. [1] Lo que yo digo es lo que sigue: a Jesús, llamado antes Ausés, como ya muchas veces lo he repetido (cf. 75,2), el que fue enviado junto con Caleb como explorador de la tierra de Canaán (cf. Nm 13,17 ss.), fue Moisés quien le llamó Jesús (cf. Nm 13,16); pero tú no quieres averiguar por qué motivo hizo eso, no se te ofrece ahí dificultad, no tienes interés en preguntar. De ahí que el Cristo permanece oculto para ti, y que leyendo no entiendas; y que ni aún ahora, al oír proclamar que Jesús es nuestro Cristo, no reflexionas que no sin motivo y al azar se le puso ese nombre. [2] En cambio, por qué al primer nombre de Abraham se le añadió una A (cf. Gn 17,5), lo haces objeto de especulaciones teológicas, y de manera ruidosa tú debates por qué al de Sara se agregó una R (cf. Gn 17,15). ¿Por qué no investigas de modo semejante por qué el nombre patronímico de Ausés, hijo de Navé, se cambió enteramente por el de Jesús (cf. Nm 13,16)? ¡He aquí que tu ardor ya no es el mismo! [3] Porque no sólo se le cambió el nombre, sino que, habiendo sido sucesor de Moisés (cf. Nm 27,18. 23; Dt 34,9), fue el único, de los que a su edad salieron de Egipto (cf. Nm 14,29-31; 26,65; 32,11-12), que introdujo al pueblo sobreviviente en la tierra santa (cf. Jos 3; 5,4-7). Del mismo modo que fue él, y no Moisés, el que introdujo al pueblo en la tierra santa, así también la distribuyó por suerte a aquellos que con él entraron (cf. Jos 13); igualmente Jesús el Cristo realizará el retorno de la dispersión del pueblo (cf. Is 49,6) y distribuirá a cada uno la tierra buena (cf. Dt 31,20), pero no de la misma manera. [4] Porque Josué les dio una herencia provisoria, por no ser el Cristo-Dios ni Hijo de Dios; pero Él, al contrario, después de la santa resurrección, nos dará una posesión eterna (cf. Gn 17,8; 48,4). Aquél hizo parar el sol (cf. Jos 10,12-14), después que se le cambió su nombre por el de Jesús (cf. Nm 13,16) y hubo recibido de su espíritu una fuerza. Porque ya he demostrado (cf. 56) que Jesús fue quien se apareció a Moisés (cf. Ex 3), Abraham (cf. 18; 28,10-15; 31,11; 35,9-10) y a todos los otros, patriarcas, y conversó con ellos, sirviendo así a la voluntad de su Padre; y fue también Él quien vino para hacerse hombre por la virgen María, y permanece eternamente, como lo voy a exponer.
   [5] Es a partir de Él, en efecto, y a través de Él que el Padre ha de renovar el cielo y la tierra (cf. Is 65,17; Ap 21,1). Es Él quien debe brillar en Jerusalén como una luz eterna (cf. Is 60,1. 19-20). Es Él quien permanece rey de Salem según el orden de Melquisedec, y sacerdote eterno del Altísimo (cf. Gn 14,18; Sal 109,4; Hb 5,6. 10).
   [6] Josué, se dice, circuncidó con una segunda circuncisión al pueblo, con cuchillos de piedra (cf. Jos 5,2-3), y esto era anuncio de la circuncisión con que Jesucristo mismo nos circuncidó a nosotros de las piedras y demás ídolos, habiendo hecho montones de aquellos que eran del prepucio (cf. Gn 31,46; Jos 5,4), es decir, del extravío del mundo, y, que en todo lugar (cf. Ml 1,11), fueron circuncidados con cuchillos de piedra, que son las palabras de Jesús, nuestro Señor. Porque ya he demostrado (cf. 34,2; 36,1; 58,13; 70,1-2; 86,1) que el Cristo fue anunciado en parábola por los profetas como “piedra” y roca”.
   [7] Por los cuchillos de piedra (cf. Jos 5,2-3) entendemos, pues, las palabras de Cristo, por las que tantos extraviados incircuncisos recibieron la circuncisión del corazón (cf. Rm 2,29?), aquella justamente que desde entonces, por intermedio de Jesús, Dios exhortó a recibir aún a aquellos que ya llevaban la circuncisión que tuvo su principio con Abraham, como lo prueba el hecho de habernos contado que Jesús (Josué) circuncidó por segunda vez con cuchillos de piedra a los que entraron en aquella tierra santa.

Algunas reglas para comprender el lenguaje profético. La segunda circuncisión “con cuchillos de piedra”

114. [1] En ocasiones el Espíritu Santo hacía que se produjese de manera visible alguna cosa que era una figura típica de lo porvenir (cf. Rm 5,14); otras veces, pronunciaba palabras sobre lo que había de acontecer y por cierto, hablando como si estuvieran sucediendo los hechos o hubieran ya sucedido. Procedimiento que no debieran ignorar quienes aborden las palabras de los profetas, pues no podrán seguir el sentido como conviene. Voy a citar, como ejemplo, algunas profecías para que comprendan lo que digo.
   [2] Cuando el Espíritu Santo dice por intermedio de Isaías: “Como una oveja fue llevado al matadero, él es como un cordero ante quien le esquila” (Is 53,7), habla como si la pasión se hubiera ya cumplido. Lo mismo sucede cuando dice: “Yo extendí mis manos, todo el día, a un pueblo infiel y que contradice” (Is 65,2). O bien: “Señor, ¿quién ha creído al sonido de mis palabras?” (Is 53,1). Estas expresiones están dichas como si contaran algo ya acontecido. Y ya he demostrado que el Cristo, por símbolo, es a menudo llamado piedra; o también, por figura, Jacob e Israel.
   [3] Cuando se dice también: “Miraré los cielos obras de tus dedos” (Sal 8,4), si no lo entiendo de la obra de su Palabra, es sin inteligencia que lo comprendo (cf. Is 29,14; 5,21), conforme a la opinión de sus maestros, que piensan que el Padre del universo y Dios ingénito tiene manos, pies, dedos y alma, como un animal compuesto; por lo que enseñan igualmente que fue el Padre mismo quien apareció a Abraham y a Jacob (cf. Gn 18; 28,13; 35,9 ss.).
   [4] Dichosos somos, pues, nosotros que hemos recibido la segunda circuncisión, hecha con cuchillos de piedra (cf. Jos 5,2). Porque la primera de ustedes fue hecha y se sigue haciendo con (cuchillos de) hierro, pues siguen siendo duros de corazón. Pero nuestra circuncisión, que es la segunda por el nombre, porque apareció después de la de ustedes, se hace con piedras puntiagudas (cf. Jos 5,2), es decir, por las palabras predicadas por los apóstoles de la Piedra angular (cf. Is 28,16; 1 P 2,6; Ef 2,20), tallada sin concurso de mano alguna (cf. Dn 2,34), nos circuncida de la idolatría y de toda maldad. Y están nuestros corazones tan circuncidados de todo mal, que hasta nos alegramos de morir por el nombre de esa bella piedra, de la que brota el agua viva (cf. Jr 2,13; Jn 4,10. 14, Ap 22,1. 17; 21,6) para los corazones de los que por Él acceden al amor del Padre del universo, y apaga la sed de quienes desean abrevarse con el agua de la vida. [5] Pero al decirles esto, no me entienden, pues tampoco han comprendido lo que está profetizado había de hacer el Cristo, y cuando nosotros les llevamos a las Escrituras, no nos creen. Jeremías, en efecto, clama así: “¡Ay de ustedes, que han abandonado la fuente viva, y se han cavados pozos rotos que no podrán contener el agua!” (Jr 2,13). “¿Acaso es un desierto el lugar donde está el monte Sión?” (cf. Is 16,1). “Porque a Jerusalén le di un libelo de repudio delante de ustedes” (cf. Jr 3,8).

Josué (Jesús), hijo de Navé y “Jesús el Sumo Sacerdote”, según la profecía de Zacarías. La exégesis judía se detiene sólo en los detalles

115. [1] Pero a Zacarías, cuando expone en parábola el misterio de Cristo, y veladamente lo anuncia, sí que debieran creerle.
   He aquí sus palabras: «Alégrate y regocíjate, hija de Sión, porque mira que vengo y pondré mi tienda en medio de ti, dice el Señor. En aquel día se adherirán al Señor naciones numerosas, y serán para mí pueblo. Yo pondré mi tienda en medio tuyo, y ellas conocerán que el Señor de las potestades me envió a ti. [2] El Señor recibirá a Judá en heredad, su parte sobre la tierra santa, y se escogerá todavía a Jerusalén. Tema toda carne ante la presencia del señor, porque Él se levanta de sus nubes santas. Él me mostró a Jesús, el sumo sacerdote, de pie delante del ángel del Señor, y el diablo estaba a su derecha para oponérsele. Dijo el Señor al diablo: “Que el Señor te repruebe, Él que se ha escogido a Jerusalén. ¿No es eso ahí un tizón que se ha sacado del fuego?”» (Za 2,10—3,2).
   [3] Iba Trifón a responder y ponerme alguna objeción, pero yo le dije: -Espera un poco primero y escucha lo que voy a decir. Porque no te voy a dar la interpretación que tú supones, negando que un hubo sacerdote por nombre Jesús en Babilonia, donde había sido conducido cautivo su pueblo. Y si eso hiciera, demostraría que hubo, sí, un sacerdote Jesús en el pueblo de ustedes, pero que no fue ése el que vio en su revelación el profeta, pues tampoco pudo ver al diablo y al ángel del Señor (cf. Za 3,1) con sus propios ojos y en estado normal, sino en éxtasis, por revelación que se le hizo. [4] Lo que ahora digo es que, como ya lo dije (cf. 90,5; 91,3; 106,3; 111,1. 2; 112,2; 113,1-4), gracias al nombre de Jesús que había recibido, el hijo de Navé pudo realizar prodigios y ciertas acciones anunciadoras de lo que debía suceder por nuestro Señor; así, voy ahora a demostrar que la revelación hecha sobre Jesús sacerdote en Babilonia, era un anuncio de lo que había de suceder por nuestro sacerdote, Dios, Cristo e Hijo del Padre del universo.
   [5] Por lo demás, proseguí yo, me maravillaba que estuvieran tranquilos, mientras yo poco antes hablaba, y que no me hubieran interrumpido al decir que el hijo de Navé fue el único de los de su edad de los salidos de Egipto que entró en la tierra santa, junto con los jóvenes de esa generación de la que habla la Escritura. Porque ustedes son como las moscas en correr y cebarse sobre las heridas. [6] Y es así que si se dicen diez mil cosas bien dichas y hay una minucia cualquiera que les desagrade, o no la entiendan, o no sea exacta, ya no hacen caso alguno de todo lo bien dicho y se aferran a un detalle, y todo su empeño es presentarlo como una impiedad o una injusticia. Con lo que merecen ser juzgados por Dios con la misma medida, y las cuentas que deberán rendir por sus grandes audacias, por sus malas acciones, por sus pobres exégesis, que presentan por falsificación, serán muy graves. Porque con el juicio con que ustedes juzgan, es justo que se los juzgue a ustedes (cf. Mt 7,2).

La profecía de Zacarías se aplica al Cristo, “Sumo sacerdote”, y a quienes ha redimido por su sacrificio

116. [1] Pero para darles razón de la revelación hecha sobre Jesucristo, el santo, retomo mi propósito, y afirmo que aquella revelación se hizo en referencia a nosotros, que creemos en Cristo, el Sumo sacerdote crucificado. Porque nosotros, que vivíamos en el libertinaje y absolutamente en toda clase de acciones impuras (cf. Za 3,3. 4), por la gracia que proviene de nuestro Jesús, según la voluntad de su Padre, nos hemos despojado de todas las impurezas -las perversidades- de que estábamos revestidos (cf. Za 3,3). Mientras el diablo nos amenaza, como eterno adversario (cf. Za 3,1. 2), meditando arrastrar a todos los hombres hacia sí (cf. Jn 12,32), el ángel de Dios (cf. Za 3,1), es decir, la fuerza de Dios que nos es enviada por intermedio de Jesucristo, le increpa, y él se aparta de nosotros (cf. Za 3,2). [2] Nosotros hemos sido como arrancados del fuego (cf. Za 3,2), habiendo sido purificados de nuestros antiguos pecados (cf. Za 3,4), y luego librados de la tribulación e incendio en que quieren abrasarnos el diablo y todos sus ministros. Pero también de manos de éstos nos arranca Jesús, Hijo de Dios (cf. Za 3,2). Él nos prometió, si cumplimos sus mandamientos, vestirnos con las vestiduras que nos tiene preparadas (cf. Za 3,4-7), y anunció que proveería un reino eterno (cf. Dn 7,27). [3] Porque a la manera que aquel Jesús (cf. Za 3,1), a quien el profeta llama sacerdote (cf. Za 3,1), apareció con vestiduras manchadas (cf. Za 3,3) por haber tomado, como se dice, por esposa a una prostituta, pero luego fue designado como un tizón sacado del fuego (cf. Za 3,2) por haber recibido la remisión de los pecados (cf. Za Za 3,4), mientras que su adversario, el diablo, era reprobado (cf. Za 3,1-2); así nosotros, hemos creído, como un solo hombre (cf. Ga 3,28), por el nombre de Jesucristo, en el Dios creador del universo, y por el nombre de su Hijo primogénito nos despojamos de nuestras vestiduras manchadas (cf. Za 3,4), es decir, de los pecados, y, abrasados por el Verbo de su llamamiento, somos el verdadero linaje de los sumos sacerdotes de Dios. Tal como Dios mismo lo atestigua diciendo que “en todo lugar entre las naciones se le ofrecen sacrificios agradables y puros” (cf. Ml 1,11). Ahora bien, Dios no acepta sacrificios de nadie, sino por intermedio de sus sacerdotes.

Solamente el sacrificio eucarístico, que conmemora el de Cristo, es agradable a Dios. Es universal, como Malaquías lo había profetizado. La oración judía, que sustituye a los sacrificios del templo, se practica únicamente en la diáspora

117. [1] Así, pues, Dios atestigua de antemano que le son agradables todos los sacrificios que se hacen en el nombre de Jesucristo (cf. Ml 1,11; 1 Co 11,24-25; Lc 22,19), los sacrificios que Éste nos mandó ofrecer, es decir, los de la Eucaristía del pan y de la copa (cf. Mt 26,26), que son ofrecidos por los cristianos en todo lugar de la tierra (cf. Sal 18,5). En cambio, (Dios) rechaza los sacrificios que ustedes le ofrecen por medio de sus sacerdotes, cuando dice: «… Yo no aceptaré de sus manos sus sacrificios, porque desde el nacimiento del sol hasta donde se pone, mi nombre es glorificado, [y en todo lugar es ofrecido un sacrificio en mi nombre, un sacrificio puro, porque mi nombres es grande] -dice Él- entre las naciones, mientras que ustedes lo profanan» (Ml 1,10-12).
   [2] Aún ahora, por gusto de la querella, ustedes dicen que Dios no aceptaba los sacrificios que se le ofrecían en Jerusalén (cf. Ml 1,10), por quienes en aquel tiempo la habitaban, llamados Israelitas. En cambio, le eran gratas las oraciones que le hacían los hombres de aquel pueblo que se hallaban en la dispersión, y estas oraciones son las que se llama sacrificios (cf. Ml 1,11). Ahora bien, que las oraciones y acciones de gracias hechas por quienes son dignos son los únicos sacrificios perfectos y agradables a Dios, yo mismo se los concedo.
   [3] Justamente ésos solos son los que los cristianos han recibido el mandato de hacer (cf. 1 Co 11,23), y en particular en el memorial de su cena (cf. 1 Co 11,24; Lc 22,19), alimentos y líquidos, en que se recuerda la Pasión que por ellos sufrió el Hijo de Dios. Pero sus sumos sacerdotes y sus maestros se han esforzado para que el nombre de Él fuera profanado y blasfemado por toda la tierra (cf. Is 52,5; Ml 1,12): esas vestiduras manchadas (cf. Za 3,3. 4) arrojadas por ustedes sobre todos aquellos que, por el nombre de Jesús; se han hecho cristianos; pero que Dios manifestará que han sido quitadas de nosotros (cf. Za 3,3. 4), cuando resucite a todos los hombres, y establezca a unos (cf. Mt 13,42-43; 25,41. 46; Ap 21,4-8), incorruptibles, inmortales y exentos de aflicción (cf. 1 Co 15,50 ss.), en un reino eterno e indestructible (cf. Dn 7,27), y a otros los arroje al eterno suplicio del fuego.
   [4] Ustedes se engañan a sí mismos, ustedes y sus maestros, al comprender que fue en referencia a la gente de su pueblo, que vivía en la dispersión, que el Verbo ha dicho: “Sus oraciones y sus sacrificios son puros y agradables en todo lugar” (cf. Ml 1,11). Reconozcan que mienten y que tratan en todo de engañarse a sí mismos. Porque, en primer lugar, ni aún ahora su pueblo se extiende desde la salida del sol hasta el ocaso (cf. Ml 1,11), sino que hay naciones donde jamás habitó nadie de la raza de ustedes. [5] En cambio, no hay raza alguna de hombres, denomínense bárbaros, griegos o con otros nombres cualesquiera, ya sea que se llamen “Vivientes en carro”, o bien “Sin casa”, o bien que moren bajo carpas y se ocupen de los rebaños (cf. Gn 4,20), entre los que no se ofrezcan por el nombre de Jesús crucificado oraciones y acciones de gracias al Padre y Creador del universo. En segundo lugar, cuando el profeta Zacarías dijo aquellas palabras, todavía no estaban dispersos por todas las partes de la tierra en que lo estuvieron luego, como por las mismas Escrituras se demuestra.

Exhortación al arrepentimiento

118. [1] De modo que más les valiera poner fin al gusto de ustedes por la querella y hacer penitencia, antes de que llegue el gran día del juicio (cf. Ml 4,4), en el que se darán golpes de pecho todos los de su tribus que traspasaron a este Cristo (cf. Za 12,10. 12), como por la Escritura les he demostrado que está predicho (cf. 14,8). También he explicado (cf. 32,6) que “juró el Señor según el orden de Melquisedec” (cf. Sal 109,4), y el sentido de esta predicción. Dije asimismo antes (cf. 16,5) cómo se refería a la sepultura y resurrección de Cristo la profecía de Isaías cuando dice: “Su sepultura ha quitada de en medio [de los hombres]” (cf. Is 57,2); y que ese Cristo en persona es el juez de vivos y de muertos (cf. Dn 7,26; Hch 10,42; 2 Tm 4,1; 1 P 4,5), en varios lugares lo he afirmado (cf. 36,1). [2] El mismo Natán, hablando de Él, le dirige a David esta advertencia: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo…; y no apartaré de él mi misericordia, como hice con sus ancestro... Yo lo estableceré en mi casa, y en su reino para siempre” (2 S 7,14-16). Y a éste y no otro designa Ezequiel como el que manda en la casa (cf. Ez 44,3). Porque Él es el sacerdote escogido y el rey eterno (cf. 2 S 7,16), el Cristo, en tanto que Hijo de Dios; y no piensen que en su segunda venida, Isaías o los otros profetas hablan de ofrecer sobre el altar sacrificios de sangre o libaciones (cf. Is 1,11-13; Jr 7,22; Sal 49,13; Ez 45-46), sino sólo alabanzas verdaderas y espirituales (cf. Sal 49,14), y acciones de gracias.
   [3] Nosotros no hemos creído en Él en vano, ni fuimos engañados por quienes nos transmitieron esta enseñanza, sino que ello ha sucedido por maravillosa providencia de Dios; para que nosotros, más que ustedes que -erróneamente- estiman amar a Dios y ser más inteligentes (cf. Is 29,14; 5,21), seamos hallados aún más inteligentes y más religiosos por la vocación de alianza nueva y eterna (cf. Jr 31,31; 32,40), es decir, de Cristo. [4] Maravillándose de esto Isaías dijo: “… Los reyes cerraán su boca; porque a quienes no fue anunciado nada sobre él, le verán, y los que no oyeron sobre él, le comprenderán. Señor, ¿quién creyó en el clamor de tus palabras, y el brazo del Señor a quién le fue revelado?” (Is 52,15; 53,1).
   Al decir esto, ¡oh Trifón! -agregué-, no hago sino repetir, como puedo, las mismas cosas, en atención a los que hoy han venido contigo, si bien lo hago brevemente y concisamente.
   [5] Trifón: -Haces bien -me dijo-, y aún cuando repitieras lo mismo en lo esencial, sabe que yo y mis compañeros te escuchamos con placer.

Los cristianos son el “pueblo santo” anunciado por los profetas, y la “nación numerosa” prometida a Abraham

119. [1] Yo dije a mi vez: -¿Creen acaso, amigos, que nosotros íbamos a poder entender estos misterios en las escrituras, si no hubiéramos recibido gracia para comprenderlos por voluntad de Aquel que los quiso? Así había de cumplirse lo que fue dicho por Moisés:
   [2] «Con sus dioses extraños me irritaron, con sus abominaciones me exacerbaron. Sacrificaron a demonios que no conocen, nuevos y recientes vinieron, desconocidos de sus padres. Abandonaste al Dios que te ha engendrado, te olvidaste del Dios que te alimenta. Y lo vio el Señor, y irritó, y de ira se exasperó contra sus hijos y sus hijas, y dijo: “Apartaré mi rostro de ellos, y les mostraré lo que les sucederá en los últimos tiempos. Porque ésta es generación perversa, hijos en quienes no hay nada de fe. Ellos me dieron celos por un no-Dios, y me irritaron con sus ídolos; pues yo también les daré a ellos celos por un no-pueblo, por un pueblo insensato los irritaré. Porque fuego se ha encendido en mi cólera, y arderá hasta el fondo del Hades. Devorará la tierra y sus productos, quemará los cimientos de los montes. Sobre ellos amontonaré desastres”» (Dt 32,16-23).
   [3] Después que aquel Justo fue elevado (cf. Is 3,10; 57,1), nosotros hemos florecido como pueblo nuevo, y hemos brotado como espigas nuevas y prósperas, como habían dicho los profetas: “Se refugiarán, en aquel día, muchas naciones en el Señor en un pueblo, y levantarán sus carpas en medio de toda la tierra” (Za 2,15). Pero nosotros no sólo somos un pueblo (cf. Za 2,15), sino también un pueblo santo (cf. Is 62,12; Dn 7,27; 1 P 2,9), como ya he demostrado (cf. 26,3; 31,7): “Y le llamarán pueblo santo, rescatado por el Señor” (Is 62,12).
   [4] No somos, pues, una plebe despreciable, ni una tribu bárbara, ni una nación de carios o frigios, sino que a nosotros nos escogió Dios (cf. Dt 7,6; 14,2), y se manifestó a los que no preguntaban por Él. “He aquí -dice- que soy Dios para una nación que no había invocado mi nombre” (cf. Is 65,1). Porque ésta es la nación que antaño prometiera Dios a Abraham, al anunciarle que le haría padre de muchas naciones (cf. Gn 17,5), y ciertamente no se refería a árabes, egipcios e idumeos; pues Ismael también fue padre de una gran nación (cf. Gn 21,18), y lo mismo Esaú (cf. Gn 36,1-8. 9-19), y aun ahora son los ammonitas una gran muchedumbre. Pero Noé fue el padre del mismo Abraham y, en definitiva, de todo el género humano, sea cual fuere la línea de los antepasados.
   [5] ¿Qué ventaja, pues, le concedió aquí Cristo a Abraham? El haberle llamado por la misma vocación de su voz, al decirle que saliera de la tierra en que habitaba (cf. Gn 12,1). Por la misma voz nos llamó también a nosotros, y ya hemos salido de aquella manera en que vivíamos, cuando compartiendo la conducta de las otras naciones que habitan la tierra, vivíamos en el mal. Con Abraham heredaremos la tierra santa, posesionándonos de una herencia por eternidad sin término, porque somos hijos de Abraham por tener la misma fe (cf. Ga 3,7). [6] Es así que como Abraham creyó en la voz de Dios y le fue reputado por justicia (cf. Gn 15,15; Ga 3,6), también nosotros hemos creído en la voz de Dios, que nos ha hablado nuevamente por los apóstoles de Cristo, y que las profecías nos habían anunciado; y por esa fe, llegando hasta la muerte, hemos renunciado a todas las cosas que se encuentran en el mundo. Dios entonces le hace la promesa a una nación que tenga esa misma fe, piadosa y justa, agradable al Padre (cf. Pr 10,1), y no a ustedes, en quienes no hay nada de fe (cf. Dt 32,20).