OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (25)

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San Marcos
1285
Evangeliario
Constantinopla?
SAN JUSTINO, DIÁLOGO CON TRIFÓN (continuación)

Salmo 21,4: resurrección y redención por el Hijo encarnado. Eva y María

100. [1] Lo que sigue: “Pero tú, tú habitas en tu santuario, ¡oh alabanza de Israel!” (Sal 21,4), significaba que había de hacer algo digno de alabanza y de admiración, resucitando al tercer día de entre los muertos, después que fue crucificado, lo que efectivamente recibió de su Padre (cf. Jn 10,18). Porque ya he demostrado que Cristo recibe los nombres de Jacob y de Israel (cf. 11,5; 36,2; 58,7; 75,2). Y no sólo en las bendiciones de José y de Judá -cosa ya por mí demostrada- (cf. 52,2; 91,1), lo que le concierne es proclamado en misterio, sino que también en el Evangelio se escribe de Él que dijo: “Todo me ha sido entregado por el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, ni al Hijo le conoce nadie sino el Padre, y a quienes el Hijo se lo revelare” (Mt 11,27; Lc 10,22). [2] Ahora bien, a nosotros Él nos ha revelado cuanto por su gracia hemos entendido de las Escrituras, reconociendo que Él es el primogénito de Dios, anterior a todas las criaturas (cf. Col 1,15. 17; Pr 8,22), e hijo de los patriarcas, pues se hizo carne por la virgen que era del linaje de éstos, aceptando además hacerse hombre sin hermosura, sin honor y sufriente (cf. Is 53,2-3).
   [3] De ahí que en sus propios discursos, hablando de sus futuros sufrimientos, dijo: “Es menester que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea reprobado por los fariseos y escribas, que sea crucificado y al tercer día resucite” (Mc 8,31; Lc 9,22; cf. Mt 16,21). Ahora bien, Él se llamaba a sí mismo Hijo del hombre, sea por razón de su nacimiento de una virgen, que era, como ya he dicho (cf. 23,3; 43,7), del linaje de David, de Jacob, de Isaac y de Abraham; o por ser Abraham mismo padre de estos que acabo de enumerar, de quienes María desciende por su linaje. Porque sabemos que los padres de las hijas son también padres de los hijos de éstas. [4] A uno de sus discípulos, que hasta entonces se había llamado Simón, le puso el sobrenombre de Pedro, por haberle reconocido, por revelación del Padre, como Hijo de Dios, como Cristo (cf. Mt 16,15-18; Mc 3,16; Lc 6,14). También encontramos que se lo llama Hijo de Dios en los “Memorias de los Apóstoles”, y como le decimos Hijo entendemos que es anterior a todas las obras (cf. Col 1,17; Pr 8,22), y que procede del poder y la voluntad del Padre, que en las palabras de los profetas es llamado Sabiduría (cf. Pr 8,1s.), Día (cf. Gn 2,4; Sal 117,24?), Oriente (cf. Za 6,12), Espada (cf. Is 27,1), Piedra (Dn 2,34), Bastón (cf. Is 11,1), Jacob (cf. Sal 23,6) e Israel (cf. Sal 71,18) y también de otras formas; así comprendemos que nació por la virgen se hizo hombre, a fin de que por el mismo camino por el que la desobediencia causada por la serpiente halló su principio, por ése mismo camino ella fuera destruida.
   [5] Porque Eva, cuando aún era virgen e incorrupta, habiendo concebido la palabra que le dijo la serpiente (cf. St 1,15), dio a luz la desobediencia y la muerte; pero en cambio la virgen María concibió fidelidad y gracia cuando el ángel Gabriel (cf. Lc 1,26) le dio la buena noticia de que el Espíritu del Señor vendría sobre ella y la fuerza del Altísimo la cubriría con su sombra, de modo que el ser santo que nacería de ella, sería Hijo de Dios (Lc 1,35); a lo que respondió ella: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). [6] Y fue por ella que Él nació, aquel del que hemos demostrado se refieren tantas Escrituras, por quien Dios destruye la serpiente con los ángeles y hombres que a ella se asemejan, y libra de la muerte para quienes se arrepienten de sus malas obras y creen en Él.

Salmo 21,5-9: humillación de Cristo sobre la Cruz, y redención

101. [1] El salmo prosigue: “En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los libraste. A ti clamaron y fueron salvados; en ti esperaron y no fueron humillados. Pero yo soy un gusano y no un hombre; vergüenza de los hombres y desecho para el pueblo” (Sal 21,5-7). Con lo que reconocía abiertamente como padres a los que esperaron en Dios y fueron por Él salvados, aquellos justamente que fueron padres de la Virgen, por quien El fue engendrado y se hizo hombre; al tiempo que da a entender que será Él mismo salvado por Dios, y no se gloría de hacer nada por propia voluntad o por propia fuerza.
   [2] Es eso, en efecto, lo que hizo sobre la tierra; pues como alguien le dijera: «Maestro bueno, contestó: “¿Por qué me llamas bueno? Sólo uno es bueno: mi Padre, que está en los cielos”» (Mt 19,16-17; Mc 10,17-18; Lc 18,18-19). En cuanto a las palabras: “Pero yo soy un gusano y no un hombre; vergüenza de los hombres y desecho para el pueblo” (Sal 21,7), son una predicción de lo que realmente acaeció y le sucedió. Vergüenza, por nosotros, los hombres que creemos en Él. Desecho para el pueblo porque, desechado y deshonrado por su pueblo, sufrió lo que ustedes le infligieron.
   [3] Lo que sigue: «Todos los que me contemplaban, se mofaron de mí, murmuraron con sus labios y movieron la cabeza: “Esperó en el Señor, que Él le libre, que Él le salve si tanto le quiere”» (Sal 21,8-9), anuncia igualmente que le sucedieron las mismas cosas. En efecto, los que le miraban crucificado, movían sus cabezas (cf. Sal 21,8; Mt 27,39; Mc 15,29), retorcían sus labios y, moviendo sus narices de un lado al otro resoplaban (cf. Lc 23,35), decían, haciendo finta de interrogarse entre sí, lo que está escrito en las “Memorias de los Apóstoles”: “Hijo de Dios se decía a sí mismo, que baje de la cruz y eche a andar. ¡Que Dios le salve!” (cf. Mt 27,40-43; Mc 15,31-32; Lc 23,35). 

Salmo 21,10-16: realización de la voluntad divina en diversas circunstancias de la vida de Cristo

102. [1] El salmo prosigue: “… Mi esperanza desde los pechos de mi madre; hacia ti fuí arrojado desde el seno materno. Desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios. No te apartes de mí, porque la tribulación está cerca, y no hay quien me ayude. Me han rodeado muchos novillos, toros gordos me han cercado. Abrieron contra mí su boca, como león que descuartiza y ruge. Como el agua se derraman y se dislocan todos mis huesos. Mi corazón se convirtió en cera que se derrite en medio de mis entrañas. Mi fuerza se secó como una teja, mi lengua se pegó a mi paladar…” (Sal 21,10-16). Todo esto es anuncio anticipado de lo que efectivamente sucedió.
   [2] Así las palabras: “… Mi esperanza desde los pechos de mi madre” (Sal 21,10). En efecto, apenas nacido en Belén, como antes dije (cf. 78,1), ya quiso matarle el rey Herodes, que se había enterado de él por los magos venidos de Arabia (cf. Mt 2,1 ss.); pero por mandato de Dios, tomando José al niño con María, se retiró a Egipto (cf. Mt 2,13-15). Porque el Padre había determinado que Aquel que Él había engendrado sería matado una vez llegado a la edad de hombre, y después de haber proclamado la Palabra recibida de Él. [3] Y si, tal vez, alguien nos diga: ¿Dio no habría podido más bien matar a Herodes? A lo que de antemano le contesto: ¿No podía Dios al principio haber eliminado a la serpiente y no tener que decir: “Pondré enemistad entre ella y la mujer, entre su descendencia y la descendencia de ella?” (Gn 3,15) ¿No podía Dios crear inmediatamente una muchedumbre de hombres? [4] Pero como Él sabía que era cosa buena, creó libres para la práctica la justicia a los ángeles y hombres, y determinó los tiempos durante los cuales le pareció bien que posean esa libertad. Y porque igualmente lo tuvo por bien, estableció juicios universales y particulares, sin atentar, sin embargo, a la libertad. De ahí que el Verbo, cuando tuvo lugar la construcción de la torre, la confusión de las lenguas y su alteración, se expresa así: «Dijo el Señor: “Miren aquí una sola raza y un solo labio. Y esto han empezado a hacer. Ahora no desistirán de cuanto han decidido hacer”» (Gn 11,6).
   [5] Las palabras: “Mi fuerza se secó como una teja, mi lengua se pegó a mi paladar” (Sal 21,16), son anuncio también de lo que, según la voluntad del Padre, debía cumplirse (por Cristo). Porque la fuerza de su poderoso Verbo, con que confundía siempre a los fariseos y escribas que discutían con Él, y, en general, a todos los maestros que vivían en su pueblo, quedó interrumpida como una fuente abundante y potente, cuya aguas fueran desviadas, pues Él se calló y ante Pilatos no quiso responder a nadie una palabra, como se cuenta en los “Memorias de los Apóstoles” (cf. Mt 27,13-14; Mc 15,4-5; Lc 23,9), para que en los hechos lo que fue dicho por Isaías diera también su fruto: “El Señor me ha dado una lengua, para conocer cuando tengo que decir una palabra” (Is 50,4).
   [6] Y cuando dice: “… Tú eres mi Dios. No te apartes de mí…” (Sal 21,11-12), es para enseñarnos juntamente que todos deben esperar en Dios creador de todas las cosas, y sólo junto a Él buscar salvación y ayuda, y no pensar, como el resto de los hombres, que sea posible salvarse por nuestra raza, riqueza, fuerza o sabiduría. Esto es lo que ustedes han hecho siempre: fabricándose en otro tiempo un becerro de oro (cf. Ex 32), mostrándose siempre ingratos y asesinos de los justos, enceguecidos por el orgullo de ser de su raza. [7] Porque si el Hijo de Dios afirma manifiestamente no poder ser salvado sin Dios, ni por su condición de hijo, ni por ser fuerte o sabio, además del hecho de no haber pecado, como lo dice Isaías, y ciertamente no pecó de palabra, pues “no cometió injusticia, y ningún fraude se encontró en su boca” (Is 53,9), ¿cómo no caen en la cuenta, ustedes y los demás que sin esta esperanza esperan ser salvados, de estarse engañando a ustedes mismos?

Salmo 21,12-16: arresto de Cristo en el Monte de los Olivos, el silencio opuesto a sus jueces

103. [1] Lo que seguidamente se dice en el salmo: “… Porque la tribulación está cerca, y no hay quien me ayude. Me han rodeado muchos novillos, toros gordos me han cercado. Abrieron contra mí su boca, como león que descuartiza y ruge. Como el agua se derraman y se dislocan todos mis huesos” (Sal 21,12-15), fue igualmente anticipo de lo que realmente le sucedió. Porque la noche en que, en el Monte de los Olivos (cf. Mt 26,30. 47; Mc 14,26. 43; Lc 22,39. 47), se lanzaron sobre Él aquellos del pueblo de ustedes, conforme a la enseñanza recibida, enviados por los fariseos y escribas (cf. Mt 26,3-4. 47), le rodearon los que el Verbo llama novillos con cuernos (cf. Ex 21,29?) y prematuramente funestos.
   [2] Al añadir: “Toros gordos me han cercado” (Sal 21,13), proféticamente señaló a los que obraron de modo semejante a los novillos cuando Jesús fue conducido ante los maestros de ustedes. Si la Palabra los llamó a éstos toros, es porque bien sabemos que de los toros proceden los novillos. Así, pues, como los toros son padres de los novillos, así sus maestros fueron causa de que sus hijos salieran a capturarlo en el monte de los Olivos y le condujeran ante ellos. También las palabras: “Y no hay quien me ayude” (Sal 21,12), son expresión de lo sucedido. No hubo nadie, efectivamente, ni un solo hombre (cf. Sal 21,12; Is 63,5; Mt 26,56; Mc 14,50. 52), que fuese confiable para prestarle ayuda, a Él que no tenía pecado (cf. Is 53,9).
   [3] Las palabras: “Abrieron contra mí su boca, como león que descuartiza y ruge” (Sal 21,14), designan al que entonces era el rey de los judíos y que también se llamaba Herodes, sucesor del otro Herodes que, al nacer Jesús, mató a todos los niños por aquel tiempo nacidos en Belén (cf. Mt 2,16), creyendo que entre ellos seguramente se encontraría Aquel de quien le habían hablado los magos venidos de Arabia; y es que desconocía el designio del que es más fuerte que todos, el cual había mandado a José y María que partieran a Egipto llevando al niño (cf. Mt 2,13-14), y permanecieran allí hasta que nuevamente se les revelara que podían volver a su propia tierra. Allí, efectivamente, estuvieron retirados (cf. Mt 2,15. 19-23), hasta que murió Herodes (cf. Mt 2,19), que había mandado matar a los niños de Belén, y le sucedió Arquelao. (cf. Mt 2,22). Éste murió antes que el Cristo llegara, cumpliendo la economía fijada por el designio del Padre, para ser crucificado.
   [4] A Arquelao le sucedió Herodes y tomó el poder que le correspondía, y éste fue a quien Pilatos, por congraciarse con él, le remitió encadenado a Jesús (cf. Lc 23,7-8; Jn 18,24?). Y sabiendo Dios de antemano que esto había de suceder, había ya dicho así: “Le encadenaron y le llevaron a Asiria, como regalo para el rey” (Os 10,6).
   [5] O quizás llamó león que ruge contra Él (cf. Sal 21,14; 1 P 5,8) al diablo, a quien Moisés denomina serpiente (cf. Gn 3,1s.), a quien en Job (cf. Jb 1,6s.) y Zacarías (cf. Za 3,1-2) se le da nombre de diablo, y a quien Jesús le llama Satanás (cf. Mt 4,10), indicando que ha recibido este nombre compuesto, tomado de la misma acción que realiza. Porque “Sata” en la lengua de los judíos y los sirios significa “apóstata”, y “nas” es el vocablo del que se traduce  “serpiente”. De ambas expresiones se formó “Satanás”.
   [6] Fue el diablo quien, en el momento en que Jesús salía del río Jordán (cf. Lc 4,1?) y la voz le acababa de decir: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy” (Lc 3,22; Sal 2,7), según lo que está escrito en las “Memorias de los Apóstoles”, acercándosele, le tentó hasta el extremo de decirle: “Adórame” (cf. Mt 4,9; Lc 4,7). Pero Cristo le respondió: “¡Vete detrás mío, Satanás! Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo le servirás” (Mt 4,10; 16,23; Lc 4,8; cf. Dt 6,13). Es que como había logrado engañar a Adán, contra Éste presumía que también era posible intentar alguna empresa.
   [7] Las palabras: “Como el agua me derramé, y todos mis huesos se dislocaron. Mi corazón se convirtió en cera que se derrite en medio de mis entrañas” (Sal 21,15), eran también una predicción de lo que sucedería aquella misma noche cuando a agredirlo, en el monte de los Olivos, para capturarlo (cf. Mt 26,30. 47; Mc 14,26. 43; Lc 22,39. 47). [8] Porque en las “Memorias” que, como digo, fueron compuestas por los Apóstoles o sus discípulos, está escrito que derramó un sudor semejante a gotas de sangre (cf. Lc 22,44), en el momento en que oraba y decía: “Que se aleje, si es posible, esta copa” (cf. Mt 26,39; Mc 14,36; Lc 22,42), evidentemente por temblarle su corazón y sus huesos, como si su corazón fuese cera que se derrite en medio de sus entrañas (Sal 21,15). De donde podemos ver cómo verdaderamente quiso el Padre que su Hijo conociese semejantes sufrimientos, para que no se nos ocurra decir que, al Hijo de Dios, no le afectaba nada de lo que le pasaba y le sucedía. 
   [9] Lo de: “Mi fuerza se secó como una teja, mi lengua se pegó a mi paladar” (Sal 21,16), anuncia, como antes dije (cf. 102,5; Is 53,7), su silencio, pues no respondió sobre ningún punto (cf. Mt 27,13-14;Mc 15,4-5; Lc 23,9), Él que había confundido la falta de sabiduría de todos sus maestros.

Sal 21,16-19: condena de Cristo, crucifixión, repartición de sus vestiduras

104. [1] Las palabras: “… Y tú me tiraste en el polvo de la muerte. Porque me rodearon numerosos perros, una banda de malvados me cercaron. Traspasaron mis manos y mis pies, y contaron todos mis huesos. Ellos me consideraron y contemplaron. [5] Se repartieron mis vestidos y sobre mi vestidura echaron suertes” (Sal 21,16-19), como ya antes he dicho (cf. 97,3), anunciaban a qué clase de muerte iba a condenarle la banda de malvados, a los que llama perros; mostrando asimismo que había cazadores, porque los mismos que condujeron la jauría también se agregaron, poniendo todo su esfuerzo para que fuera condenado (cf. Mt 26,57. 59; Mc 14,53. 55). Esto también está escrito en las “Memorias de los Apóstoles”. [2] Y ya quedó demostrado (cf. 97,3) cómo los que le habían crucificado se repartieron sus vestiduras (cf. Sal 21,19; Mt 27,35; Mc 15,24; Lc 23,34).

Salmo 21,20-22: muerte sobre la cruz y salvación de las almas

105. [1] El salmo prosigue: “Pero tú, Señor, no alejes tu ayuda de mí. Considera mi prueba. Libra de la espada a mi alma y de la pata del perro a mi unigénita. Sálvame de las fauces del león y de los cuernos de los unicornios mi abajamiento” (Sal 21,20-22). Todo ello es enseñanza y anuncio, de la misma forma, de sus cualidades y de lo debía sucederle. Porque ya he indicado (cf. 100), tal como por las “Memorias de los Apóstoles” hemos aprendido, que Él es el unigénito del Padre del universo (cf. Jn 1,14-18), Verbo y Potencia propiamente engendrado del (Padre), y luego hecho hombre por la virgen.
   [2] Predicho estaba igualmente su muerte sobre la cruz; porque las palabras: “Libra de la espada a mi alma y de la pata del perro a mi unigénita. Sálvame de las fauces del león y de los cuernos de los unicornios mi abajamiento” (Sal 21,21-22)”, daban igualmente a entender por qué suplicio había de morir, es decir, por la crucifixión. Porque ya anteriormente les he explicado (cf. 91,2-3) que “los cuernos del unicornio” no son sino una figura de la cruz. [3] Y cuando pide que su alma sea salvada de la espada, de las fauces del león y de la pata del perro (Sal 21,21-22), era una oración para que nadie se apoderara de su alma, a fin de que nosotros, cuando lleguemos al término de nuestra vida, pidamos lo mismo a Dios, que puede alejar de nosotros todo ángel desvergonzado y malo, para que no se apodere de nuestra alma.
   [4] Ahora, que las almas sobreviven, ya se los he demostrado por el hecho de que el alma de Samuel fue evocada por la pitonisa, como se lo había pedido Saúl (cf. 1 S 28,7 ss.). Por donde se ve que todas las almas de aquellos que fueron justos o profetas caían bajo el poder de semejantes potencias, y es precisamente, en el caso de la pitonisa, lo que los hechos mismos atestiguan. [5] De ahí que Dios nos enseñó por su mismo Hijo a luchar constantemente para llegar a ser justos y pedir, a la salida de esta vida, que nuestras almas no caigan en poder de ninguna potencia semejante a aquella, esto es evidente. Porque en el momento de entregar su espíritu sobre la cruz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46), según lo que también he aprendido por las “Memorias”.
   [6] Exhortaba asimismo a sus apóstoles a superar la conducta de los fariseos, y si no, que supieran no serían salvados. En las “Memorias” está escrito que dijo: “Si la justicia de ustedes no es más abundante que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt 5,20).

Sal 21,23-24: el Cristo, Jacob, Israel, Estrella y Oriente

106. [1] Como Él sabía que su Padre había de concederle cuanto le pedía (cf. Mt 11,27; Lc 10,22; Jn 13,3) y que había de resucitarle de entre los muertos (cf. Mt 16,21; Mc 18,31; Lc 9,22; Lc 24,46?), exhortó a todos los que temen a Dios a que le alabaran (cf. Sal 21,24), pues por el misterio de ese crucificado tuvo piedad de toda la raza de los hombres creyentes. Además, Él se puso en medio de sus hermanos (cf. Lc 24,36; Jn 20,17; Sal 21,23), los Apóstoles; quienes después de la resurrección de entre los muertos, cuando fueron convencidos por Él que incluso antes de sufrir les había dicho que debía soportar sus padecimientos (cf. Lc 24,25-27. 44-46), y que eso fue anticipadamente anunciado por los profetas, se arrepintieron de haberle abandonado cuando fue crucificado; y estando con ellos, entonó himnos a Dios (cf. Mt 26,30; Mc 14,26; Sal 21,23), como consta en las “Memorias de los Apóstoles”, y lo muestran las palabras del salmo que siguen: [2] “Yo contaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la congregación te cantaré. Los que temen al Señor, alábenle; toda la descendencia de Jacob, glorifíquenle. Témalo toda la descendencia de Israel” (Sal 21,23-24).
   [3] Cuando se dice que Él cambio el nombre de uno de sus Apóstoles por el de Pedro (cf. Mc 3,16-17), como está consignado en las “Memorias”, y que también cambió el nombre de dos hermanos, hijos de Zebedeo, por el de Boanerges, es decir, hijos del trueno, significaba que Él era el que había dado a Jacob el sobrenombre de Israel (cf. Gn 32,28; 35,10), y a Ausés el sobrenombre de Jesús (cf. Nm 13,16), y por este nombre fueron introducidos en la tierra prometida a los patriarcas los sobrevivientes de aquellos que habían salido de Egipto.
   [4] Que Él había de levantarse como una estrella por medio del linaje de Abraham, lo dio a entender Moisés cuando dijo: “Se levantará un astro de Jacob, y un caudillo de Israel” (cf. Nm 24,17). Y otra Escritura dijo: “Miren a un hombre. Su nombre es Oriente” (Za 6,12). Igualmente, en el tiempo de su nacimiento, cuando se levantó una estrella en el cielo, como está escrito en las “Memorias de sus Apóstoles”, los magos de Arabia, comprendiendo ese signo, vinieron y le adoraron (cf. Mt 2,2. 9. 11).

El signo de Jonás, profecía de la resurrección

107. [1] Él debía resucitar al tercer día después de su crucifixión; y también está escrito en las “Memorias” que, discutiendo con Él los de su pueblo, le dijeron: “Muéstranos un signo”, a lo que les contestó: “Raza perversa y adúltera, que reclama un signo, y no se les dará otro signo que el de Jonás” (cf. Mt 12,38-39; 16,14). Aunque esto lo dijo veladamente, todavía podían los creyentes haber entendido que, después de su crucifixión, resucitaría al tercer día. [2] Él puso de manifiesto que su raza era más perversa y más adúltera que los habitantes de la ciudad de Nínive (cf. Mt 12,38-39; 16,14). Porque éstos, al predicarles Jonás, después que un enorme pez le vomitó de su vientre al tercer día (cf. Jon 2,11—3,9), que después de cuarenta días perecerían en masa, proclamaron un ayuno para todos los seres vivientes, hombres y animales, con ropas de cilicio, fuertes lamentaciones, arrepentimiento sincero desde lo hondo del corazón y renuncia a la injusticia. Porque creían que Dios es accesible a la piedad y filántropo para con todos los que se apartan del mal; de suerte que hasta el mismo rey de aquella ciudad, y los grandes igualmente, permanecieron, vestidos de cilicio, en el ayuno y las súplicas, hasta obtener que su ciudad no fuera destruida.
   [3] Jonás, empero, se molestó de que la ciudad no hubiera sido destruida a los cuarenta días, como él había predicado. Por la economía del ricino surgido de la tierra para él, bajo el cual se sentó para ponerse al resguardo de los ardores del sol -el ricino había brotado de repente sin que Jonás lo plantara ni regara, para procurarle sombra; después se secó, al día siguiente, y entonces Jonás se afligió- (cf. Jon 4,1 ss.), Dios le reprochó que estaba injustamente apenado de que no hubiese sido destruida la ciudad, diciéndole: [4] “¿Conque tú te apiadas del ricino, por el cual no te fatigaste ni lo criaste, que en su noche vino y en su noche desapareció; y yo no tendré piedad de Nínive, la gran ciudad, en la que habitan más de doce miríadas de hombres que no saben distinguir su derecha de su izquierda, con gran cantidad de animales?” (Jon 4,10-11).

El signo de Jonás no fue comprendido por los Judíos. Después de su resurrección, lejos de hacer penitencia, enviaron por toda la tierra emisarios encargados de difundir calumnias sobre los cristianos

108. [1] A pesar de que todo su pueblo conoce esta historia de Jonás, y de que Cristo, estando entre ustedes, les proclamó que les daría el signo de Jonás (cf. Mt 12,38-39; 16,14), exhortándolos a que por lo menos después de su resurrección de entre los muertos se arrepintieran de sus malas acciones y, como los ninivitas, gimieran delante de Dios, a fin de que su nación y su ciudad no fuera tomada y destruida, como en efecto lo han sido. [2] Pero ustedes, no sólo no se han arrepentido, después que supieron que había resucitado de entre los muertos, sino que, como antes dije (cf. 17,1), escogieron, eligiéndolos, a hombres que enviaron por toda la tierra habitada. Quienes proclamaron que una herejía que aparta Dios y de la Ley (cf. Mt 28,15) se había levantado por la seducción de un cierto Jesús, galileo (cf. Mt 27,63). “Nosotros -decían- le crucificamos; pero sus discípulos, habiéndole robado, durante la noche (cf. Mt 28,13), del sepulcro en que, desclavado de la cruz, fue colocado, engañan ahora a los hombres (cf. Mt 27,63-64) diciendo que ha resucitado de entre los muertos y subido a los cielos (cf. Mt 27,63-64; Mc 16,19; Lc 24,51; Hch 1,9-11)”. Y además lo acusan de haber profesado esas doctrinas que, para combatir a quienes le reconocen como Cristo, maestro e Hijo de Dios, ustedes propalan a todo el género humano como que apartan de Dios, de su Ley y de sus decretos. [3] En fin, después de tomada la ciudad de ustedes y devastada su tierra (cf. Is 1,7), no se arrepienten, sino que tienen la audacia de maldecirle a Él y a todos los que creen en Él. Mientras que nosotros no los aborrecemos a ustedes, ni a quienes por culpa de ustedes conspiran contra nosotros, sino que oramos para que, incluso convirtiéndose ahora, encuentren todos piedad ante Dios, que es Padre del universo, misericordioso y lleno de compasión (cf. Ef 4,32; 1 P 3,8? Jon 4,2?).

Las naciones han escuchado al Verbo que, desde Jerusalén, ha sido proclamado por los Apóstoles. Profecía de Miqueas

109. [1] Los gentiles, por su parte, debían hacer penitencia de la maldad en que vivieron extraviados, oyendo al Verbo que, desde Jerusalén, fue proclamado por sus Apóstoles, y recibiendo la enseñanza por su intermedio. Permítanme que ahora les cite algunas breves palabras de Miqueas, uno de los doce profetas.
   [2] Helas aquí: «Al fin de los tiempos, estará patente la montaña del Señor, establecida sobre la cima de los montañas, levantada por encima de las colinas. Y confluirán hacia ella los pueblos, y marcharán hacia ella naciones numerosas, que dirán: “Vengan, subamos a la montaña del Señor y a la casa del Dios de Jacob, nos iluminarán su camino y andaremos en sus sendas”. Porque de Sión saldrá la Ley y el Verbo del Señor de Jerusalén. Él juzgará en medio de pueblos numerosos y acusará a naciones poderosas, hasta territorios lejanos. Romperán sus espadas para arados y sus lanzas para hoces. Jamás levantará una nación contra otra nación la espada, y no aprenderán ya más a guerrear. [3] El hombre se sentará debajo de su viña y debajo de su higuera, y no habrá quien le infunda miedo: Porque la boca del Señor de los ejércitos ha hablado. Porque todos los pueblos marcharán en el nombre de sus dioses; pero nosotros marcharemos en el nombre del Señor Dios nuestro, para siempre. He aquí que en aquel día yo recogeré a la oprimida y reuniré a la que había sido desechada y a la que maltraté. Haré de la oprimida un resto y de la maltratada una nación fuerte. Y reinará el Señor sobre ellos en el monte Sión, desde ahora y para siempre» (Mi 4,1-7).