OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (205)

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La presentación de Jesús en el templo
Siglo XII
Homiliario
Cateau-Cambrésis, Francia
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, STROMATA

LIBRO SEXTO

Capítulo III: Plagios de los griegos a los textos bíblicos

   Introducción

28.1. Pero ya no sólo son acusados de haber sustraído sus doctrinas de los bárbaros, sino también de haber imitado además las maravillas realizadas para nuestra conversión desde lo alto (lit.: arriba), por divino poder, mediante los que han vivido santamente, contando cosas extrañas en [su] mitología griega.

28.2. Así también nosotros les preguntaremos si esas cosas que ellos relatan son verdaderas o falsas. Pero no dirán que son falsas -porque así voluntariamente se condenarán a sí mismos al escribir falsedades, lo que (sería) la mayor necedad-; pero confesarán necesariamente que son verdaderas.

28.3. Y entonces, ¿cómo les puede parecer todavía increíble lo mostrado prodigiosamente por Moisés y los otros profetas? Porque Dios omnipotente, que cuida de todos los hombres, les conduce a la salvación a unos con mandamientos y a otros con amenazas, a unos con señales prodigiosas y a algunos con buenas promesas.

28.4. Ahora bien, se dice que, sobreviniendo en cierta ocasión una prolongada sequía extrema, arruinó la Hélade y persistiendo la esterilidad de los árboles frutales (lit.: la agonía de los frutos), los hambrientos griegos que sobrevivieron fueron suplicantes a Delfos y preguntaron a la Pitia cómo podrían liberarse del castigo.

28.5. Ella les respondió que sólo había un remedio para la desgracia: acudir a las oraciones de Eaco (= dios de la mitología griega). Se dejó persuadir por ellos Eaco, subió al monte Helénico, extendió sus manos puras hacia el cielo, invocó al dios padre de todos y le suplicó que tuviera piedad de la agotada Hélade.

28.6. Tan pronto como hubo rezado, resonó un trueno extraordinario y todo el aire en torno se cubrió de nubes; y cayeron torrenciales y continuas lluvias, que inundaron toda la región. Como consecuencia llegó una abundancia de frutos (para la tierra), fecundada por las oraciones de Eaco.

La Sagrada Escritura nos enseña cómo Dios escucha a quienes creen en Él

29.1. Dice [la Escritura]: Samuel llamó al Señor, y en día de recolección el Señor le dio truenos y lluvia (1 S 2,18).

29.2. ¿Ves cómo hay un solo Dios, “que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45) mediante los poderes que le están sometidos?

29.3. Y toda nuestra Escritura (está) llena de cómo Dios escucha las oraciones de los justos y cumple una a una las peticiones de los que suplican.

29.4. También los griegos cuentan que una vez, habiendo cesado los vientos etesios, Aristeo (= divinidad mitólogica de los griegos) ofreció un sacrificio a Zeus Icmeo en Ceos. Porque la calamidad era grande, puesto que todo ardía por el ardor del sol y además porque no soplaban los vientos que de ordinario refrescaban los frutos; pero (Zeus) llamándolos (los hizo retornar) fácilmente.

29.5. Y cuando Jerjes marchaba sobre la Hélade, la Pitia anunció a los délficos: “¡Oh délficos, rueguen a los vientos y les irá mejor!” (Oráculos de Delfos, fragmentos, 113); ellos hicieron un altar y un sacrificio a los vientos y éstos les socorrieron. Porque soplando fuertemente alrededor del cabo (o: promontorio) Sepíade hicieron añicos toda la escuadra naval del [rey] Persa.

Los griegos tomaron de la Biblia la convicción de que los justos obran maravillas

30.1. Empédocles de Agrigento fue llamado el que detiene los vientos. En efecto, se dice que soplando desde las montañas de Agrigento un viento abrumador y pestilente para los habitantes, y que además era causa de esterilidad para sus mujeres, [Empédocles] hizo que cesara el viento.

30.2. Por eso él mismo también escribe en sus poesías: “Calmarás el ardor de los vientos infatigables que, levándose sobre la tierra, devastan los sembrados de los mortales; y de nuevo, si quieres, establecerás su soplar binhechor” (Empédocles, Fragmentos, 31 B 111,3-5).

30.3. Y decía que le acompañaban “unos necesitados de adivinaciones y otros que estaban afligidos durante mucho tiempo por penosas enfermedades” (Empédocles, Fragmentos, 31 B 112,10. 12).

30.4. Sin duda, [los griegos] han creído, por nuestras Escrituras, que los justos realizaban curaciones, prodigios y milagros. Porque si algunos poderes son capaces de remover los vientos y distribuir las lluvias, no obstante escuchen lo del Salmo: “¡Cuán amables son tus moradas, Señor de los ejércitos!” (Sal 83 [84],2).

30.5. Éste es el Señor de los ejércitos, de los principados y de las potestades, sobre el que Moisés dice, para que permanezcamos unidos a Él: “Circunciden la dureza de su corazón y no endurezcan más su cuello; porque el Señor su Dios, Él es Señor de los señores, Dios de los dioses, el Dios grande y fuerte” (Dt 10,16-17), y lo que sigue a eso.

30.6. E Isaías dice: “Alcen a lo alto sus ojos y miren: ¿Quién ha manifestado todo eso?” (Is 40,26).

Las intervenciones divinas en los fenómenos naturales

31.1. Pero algunos dicen que las pestes, granizadas, tormentas y cosas semejantes suelen acontecer no sólo por las perturbaciones de la materia, sino también por la ira de algunos seres divinos (lit.: demonios) o también de ángeles no buenos.

31.2. Así, se dice que en Cleonas (= ciudad de Grecia) los magos examinando los fenómenos celestiales de las nubes a punto de granizar, apartaron con cantos (lit.: odas) y sacrificios la amenaza de la ira.

31.3. Y si por algún motivo les faltaban víctimas, se hacían sacar sangre del dedo y así mantenían el sacrificio.

31.4. Con los sacrificios que los atenienses habían ofrecido antes de la peste, Diótirna de Mantinea (= sacerdotisa ateniense) difirió la epidemia diez años, al igual que los sacrificios de Epimémdes de Creta les valieron a los atenienses para retrasar por igual período de tiempo la guerra persa. Y piensan que no (hay) diferencia en llamar dioses o ángeles a estas personas (lit.: almas).

31.5. Ahora bien, los expertos en la materia, al edificar han colocado en muchos templos, y aún en casi todos, monumentos de los muertos; llamando daímones a sus almas, y enseñando que deben recibir honores divinos por parte de los hombres, ya que por la integridad de su vida han obtenido por divina providencia el poder de recorrer la tierra en torno para servicio de los hombres. Porque sabían que algunas almas estaban naturalmente dominadas en el cuerpo.

Demócrito. La epifanía del monte Sinaí

32.1. Pero sobre estas cuestiones trataremos en el momento oportuno, en el tratado sobre los ángeles (= obra desconocida), siguiendo nuestros escritos.

32.2. Demócrito, por las muchas predicciones que hizo a partir de la observación de los fenómenos atmosféricos, fue apodado “Sabiduría”. Una vez recibido con benevolencia por el hermano Dámaso y haciendo conjeturas [por la posición] de los astros, le predijo que habría un gran diluvio. Así, los que confiaron en él recogieron los frutos -puesto que era verano, y estaban aún en el campo (lit.: en las eras)-; pero los otros lo perdieron todo, porque se desencadenó una lluvia imprevista y torrencial.

32.3. ¿Cómo, entonces, los griegos no creerán en la epifanía divina del monte Sinaí, cuando el fuego ardía sin consumir ningún arbusto de los que crecen en la montaña (cf. Ex 3,2), y se difundía un sonido de trompetas sin que nadie soplase instrumento alguno (cf. Ex 19,18-19)?

32.4. Porque, según se dice, aquella denominada bajada de Dios sobre el monte es una manifestación del poder divino que inunda todo el mundo y proclama la luz inaccesible (cf. 1 Tm 6,16). Porque ésa (es) la alegoría de la Escritura.

32.5. Pero, como dice Aristóbulo: “Veían el fuego, y toda la multitud, no menos de un millón de personas sin (contar a) los niños, se reunía alrededor del monte; y se necesitaban no menos de cinco días para recorrer el perímetro de la montaña” (Aristóbulo, Fragmentos, 2; citado por Eusebio de Cesarea, Preparación evangélica, VIII,10,12-17).

Relatos de los griegos semejantes a los de la epifanía del Sinaí

33.1. “Y se veía, arder el fuego en todos los sitios de la aparición y por todos los que estaban alrededor, como si estuvieran acampados, y su descendimiento no estuvo limitado a un solo lugar, puesto que Dios está en todas partes” (Aristóbulo, Fragmentos, 2; citado por Eusebio de Cesarea, Preparación evangélica, VIII,10,12-17).

33.2. Los que componen historias dicen que en la costa de la isla Británica existe una cueva a los pies de un monte y una abertura sobre la cima. Cuando el viento penetra por la cueva y choca contra las paredes de la cavidad, se oye una resonancia de címbalos golpeados armoniosamente.

33.3. Muchas veces también en los bosques, cuando los arbustos son movidos por repetidas ráfagas de viento: se oye un sonido semejante a un canto de pájaros.

33.4. También los que han compuesto [la historia de] los “Persas” refieren que en los lugares más altos de la región de los Magos (= Capadocia) hay tres montes seguidos, en una gran llanura. Los que atraviesan ese lugar, cuando llegan al primer monte, oyen una voz confusa, como de varios miles de personas que gritan igual que (un escuadrón) en orden de batalla. Y alcanzada la cima [del monte] del medio, oyen también un estrépito más fuerte y a la vez más claro. Y sobre el final sienten cantar como cantos de fiesta de vencedores.

33.5. Pienso que la causa de todos esos sonidos es la llanura del lugar y las concavidades (de allí). Por eso el viento que entra choca dentro y (es) rechazado de nuevo al mismo lugar, resonando con mayor fuerza.

Conclusión del capítulo tercero

34.1. Las cosas son así. Pero Dios todopoderoso, también sin soporte alguno, puede producir sonidos y representaciones auditivas, cuando desea mostrar su grandeza más allá de cuanto se suele confiar al orden físico, con miras a la conversión del alma que todavía no cree a la recepción del mandamiento dado.

34.2. Existiendo una nube y un monte elevado, ¿cómo no era posible escuchar diversos sonidos, al levantarse (lit.: moverse) el viento por la causa que lo produce? Por eso también dice el profeta: “Ustedes oyeron voces de palabras, y no vieron imagen de rostro” (Dt 4,12; lit.: no vieron la semejanza; cf. Jb 28,22).

34.3. Mira cómo la voz del Señor (es) el Verbo sin figura; porque el poder del Verbo (es) la palabra luminosa del Señor, la verdad que ha descendido desde lo alto del cielo sobre la reunión (o: asamblea) de la Iglesia, actuando mediante el servicio directo y luminoso.