OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (14)

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La Santa Trinidad
Último cuarto del siglo XIV
Matfré Ermengau de Béziers
Gerona, España
SAN JUSTINO, APOLOGÍA II

Las causas concretas de persecución

1. 1. Lo sucedido últimamente en su ciudad bajo Úrbico, [¡oh romanos!,] y los actos irracionales que están realizando en todo el imperio sus magistrados, me ha forzado a componer el presente discurso en el interés de ustedes, pues ustedes experimentan los mismos sentimientos que nosotros y son hermanos nuestros, por más que en virtud de la alta opinión de sus altas dignidades, no lo reconozcan ni lo quieran admitir. 2. Por todas partes, excepto los que están persuadidos que los inicuos e intemperantes han de ser castigados con fuego eterno, mientras que los buenos y que han vivido según Cristo, estarán con Dios en una condición de impasibilidad, es decir, los que se han hecho cristianos, en todos lados el que es corregido una falta cualquiera por el padre, vecino, hijo, amigo, hermano, marido o esposa, fomenta nuestra muerte, por su obstinación en el mal, por su amor al placer y por su repugnancia para seguir lo bueno; y juntamente con éstos, los malvados demonios, por el odio que nos profesan y por tener sujetos a su servicio a semejantes jueces, y a magistrados que actúan como si los demonios hubiesen extraviado sus espíritus. 3. Pero para que quede patente ante ustedes la causa de todo lo sucedido bajo Úrbico, voy a relatar el caso.

Los mártires romanos bajo Úrbico

2. 1. Vivía una mujer con su marido, hombre disoluto, entregada también ella, antes de ser cristiana, a la vida licenciosa. 2. Pero, apenas conoció las enseñanzas de Cristo, no sólo se tornó ella casta, sino que trataba de persuadir igualmente a su marido la castidad, refiriéndole las mismas enseñanzas y anunciándole el castigo del fuego eterno, preparado para los que no viven castamente y conforme a la recta razón. 3. Pero él, obstinado en las mismas disoluciones, se enajenó con su conducta el ánimo de su mujer, 4. pues teniendo ésta por cosa impía seguir compartiendo el lecho con un hombre que trataba de procurarse medios de placer, de donde fuera, contra la ley natural (cf. Rm 2,14; 1,26-27) y contra lo justo, decidió poner fin a la vida en común. 5. Los suyos, sin embargo, la disuadían y aconsejaban que tuviera todavía un poco de paciencia, con la esperanza de que podía un día cambiar el marido. Con esto, violentándose, aguardó. 6. Tuvo el marido que hacer un viaje a Alejandría y pronto tuvo noticia la mujer de que allí cometía aún mayores excesos. Después de esto, para no hacerse cómplice de tales iniquidades e impiedades, permaneciendo en el matrimonio y compartiendo su vida y lecho con hombre tal, presentó el que se llama entre ustedes libelo de repudio (“repudium”) y se separó de él. 7. Entonces, aquel excelente marido, que debiera haberse alegrado de que su mujer, dada antes a la vida fácil con esclavos y jornaleros entre borracheras y toda clase de vicios, había ahora abandonado todo eso y sólo quería que también él, dado a los mismos excesos, pusiera término a ellos; despechado porque ella lo había dejado, la acusó ante los tribunales diciendo que era cristiana. 8. La mujer, empero, te presentó a ti, emperador, un memorial, pidiéndote se le autorizara a disponer antes de su hacienda y responder ante los tribunales, arreglados los asuntos de sus bienes, de la acusación que se le hacía. Y tú se lo concediste. 9. El antes marido de ella, no pudiendo hacer por entonces nada contra la mujer, se volvió contra un cierto Ptolomeo, [que fue a quien Úrbico llamó ante un tribunal,] por haber sido maestro de ella en las enseñanzas de Cristo. He aquí como lo hizo. 10. Era amigo suyo el centurión que metió en la cárcel a Ptolomeo, y así le persuadió que le detuviera y le hiciese sólo esta pregunta: “Si era cristiano.” 11. Ptolomeo, que era amigo de la verdad, incapaz de engañar ni decir una cosa por otra, confesó en efecto, que era cristiano, lo que bastó al centurión para cargarle de cadenas y atormentarle durante mucho tiempo en la cárcel. 12. Cuando, finalmente, Ptolomeo fue conducido ante el tribunal de Úrbico, la única pregunta que se le hizo fue igualmente de si era cristiano. 13. Consciente, una vez más, de los bienes que debía a la doctrina de Cristo, confesó la doctrina de la divina virtud. 14. Y es así que quien niega algo, sea lo que se fuere, o lo niega porque lo condena, o rehuye confesarlo por saber que es indigno o ajeno a ello; nada de lo cual condice con el verdadero cristiano. 15. Úrbico sentenció que fuera condenado al suplicio; pero un tal Lucio, que era también cristiano, viendo un juicio celebrado tan contra toda razón, increpó a Úrbico con estas palabras: 16. “¿Por qué motivo has castigado de muerte a un hombre a quien no se le ha probado ser adúltero, ni fornicador, ni asesino, ni ladrón, ni salteador, ni reo, en fin, de crimen alguno, sino que ha confesado sólo llevar el nombre de cristiano? Tu juicio de ninguna manera, oh Úrbico, hace honor ni al piadoso emperador ni al César filósofo, ni al hijo del César filósofo, ni al venerable Senado”. 17. Pero Úrbico, sin responder palabra, se dirigió también a Lucio y le dijo: “Me parece que tú también eres cristiano”. 18. “A mucha honra”, respondió Lucio. Y sin más, dio el prefecto orden de que fuera también conducido al suplicio. 19. Lucio le declaró que hasta le daba las gracias por ello, pues sabía que iba a verse libre de tan perversos déspotas e ir junto al Padre y Rey de los cielos. 20. Un tercero, en fin, que se presentó, fue también condenado al suplicio.

El suicidio

3 (4). 1. Pero para que no se nos diga: “Mátense todos ustedes a sí mismos, y marchen de una vez a su Dios y no nos molesten más a nosotros”, quiero decir por qué motivo no hacemos eso y por qué motivo también, al ser interrogados, confesamos intrépidamente nuestra fe. 2. Nosotros hemos aprendido que Dios no hizo el mundo al azar, sino por causa del género humano, y ya antes dijimos (cf. I,10,1) que Él ama a los que se esfuerzan por imitar sus perfecciones, y detesta, en cambio, a los que, de palabra u obra, buscan el mal. 3. Ahora bien, si todos nos matáramos a nosotros mismos, seríamos culpables de que no naciera alguno que ha de ser instruido en las enseñanzas divinas y, hasta en lo que de nuestra parte estaba, de que desapareciera el género humano, con lo que también nosotros, de hacer eso, obraríamos de modo contrario al designio de Dios (cf. Rm 14,7-8). 4. En cuanto a no negar al ser interrogados, ello se debe a que nosotros no tenemos conciencia de cometer mal alguno y consideramos, por el contrario, consideramos como una impiedad no ser en todo veraces (cf. Mt 10,33; 2 Tm 2,12), y eso es lo que sabemos ser grato a Dios; en cuanto a ustedes, desearíamos ahora apartarlos de sus injustos prejuicios.

¿Dios abandona a los suyos?

4 (5). 1. Por si a alguno se le ocurriera también la idea de que, si confesamos por protector a Dios, no estaríamos, como decimos, bajo el poder de los inicuos y sufriríamos sus castigos, voy también a resolver esta dificultad. 2. Habiendo Dios hecho el mundo entero, sometido las cosas terrestres a los hombres y ordenado los elementos del cielo, a los que puso también una ley divina para crecimiento de los frutos y variación de las estaciones (cf. Sal 96,12), elementos que aparecen también haber Él creado por los hombres, entregó el cuidado de velar sobre los hombres y sobre las criaturas a los ángeles que puso sobre ellos.
   3. Pero los ángeles, traspasando este orden (cf. Gn 6,2-5), se dejaron vencer por su amor a las mujeres y engendraron hijos, que son los llamados demonios (cf. Gn 6,1-4). 4. Además, hicieron más adelante esclavo suyo al género humano, unas veces por medio de escritos mágicos, otras por el terror y los castigos que infligían, otras enseñándoles a ofrecer sacrificios, inciensos y libaciones de que tienen avidez después que se sometieron a las pasiones de sus deseos. Y, en fin, ellos son los que sembraron entre los hombres asesinatos, guerras, adulterios, vicios y maldades de toda especie. 5. De ahí que los poetas y narradores de mitos, no teniendo idea de que los ángeles y sus hijos, los demonios, eran los autores de los delitos descritos en sus obras, cometidos contra hombres, mujeres, ciudades y naciones, se los atribuyeron a Zeus mismo y a los hijos carnalmente nacidos de él, y a los llamados hermanos suyos, Poseidón y Plutón, e igualmente a los hijos de éstos. 6. En efecto, con el nombre que cada demonio se había puesto a sí mismo y a sus hijos, llamaron los poetas a sus dioses.

Nombres y títulos divinos

5 (6). 1. El Padre del universo, ingénito como es, no tiene nombre impuesto, como quiera que todo aquello que lleva un nombre supone a otro más antiguo que se lo impuso. 2. Los de Padre, Dios, Creador, Señor, Dueño, no son propiamente nombres, sino denominaciones tomadas de sus beneficios y de sus obras. 3. En cuanto a su Hijo, aquel que sólo propiamente se dice Hijo, el Verbo, coexistente con él (cf. Jn 1,1), engendrado por Él antes que las criaturas, cuando al principio creó y ordenó por su medio el universo (cf. Col 1,16), se llama Cristo por su unción (cf. Sal 44,8) y por haber Dios ordenado por su medio todas las cosas; este nombre comprende también un sentido incognoscible, a la manera que la denominación “Dios” no es nombre, sino una noción implantada en la naturaleza humana para designar una realidad difícil de explicar. 4. “Jesús”, en cambio, es un nombre que significa al mismo tiempo hombre y salvador.
   5. Como antes dijimos (cf. I,23,2; 63,10 y 16), el Verbo se hizo hombre por designio de Dios Padre y nació para la salvación de los creyentes y destrucción de los demonios (cf. 1 Jn 3,8). Esto lo pueden comprobar por lo que ahora mismo está sucediendo ante los ojos de ustedes. 6. Pues por todo el mundo y en su misma ciudad imperial muchos de los nuestros, es decir, cristianos, conjurándolos por el nombre de Jesucristo (cf. Mt 7,22), que fue crucificado bajo Poncio Pilato, han curado y siguen aún ahora curando a muchos endemoniados que no pudieron serlo por todos los otros exorcistas, encantadores y hechiceros, y así destruyen y arrojan a los demonios que ejercen su poder sobre los hombres.

Una última dilación

6 (7). 1. De ahí también que si Dios dilata llevar a cabo la convulsión y destrucción del universo, por la que pondrá fin a la existencia de ángeles, demonios y hombres perversos, es a causa de la semilla de los cristianos, que reconocen en su naturaleza el motivo de esta dilación. 2. Porque, de no ser así, ustedes no tendrían poder para hacer nada de lo que con nosotros hacen ni serían manejados como instrumentos de su acción por los malvados demonios, sino que, bajando el fuego del juicio, ya lo habría destruido todo sin excepción, como antes el diluvio no dejó vivo a nadie, fuera del que nosotros llamamos Noé (cf. Mt 24,38), con los suyos, y ustedes Deucalión, del que nuevamente nació tanta muchedumbre de hombres, unos malos y otros buenos. 3. Así, en efecto, decimos nosotros que ha de cumplirse la destrucción del mundo por el fuego y no, como los estoicos, en razón de la fusión mutua de todos los seres, lo que nos parece torpísimo. Tampoco decimos que los hombres hagan o sufran por causa de un destino fatal, sino que cada uno obra el bien o el mal por su libre determinación, y añadimos que, por obra de los perversos demonios, hombres buenos, como Sócrates y otros semejantes, han sido perseguidos y encadenados; por el contrario, Sardanápalo, Epicuro y otros de su laya han vivido, al parecer, en la abundancia, en la gloria y en la felicidad.
   4. Por no entender esto fue que los estoicos dijeron que todo sucede por necesidad de destino. 5. Pero no, Dios creó libres al principio lo mismo a los ángeles que al género humano, y por eso recibirán con justicia el castigo de sus pecados en el fuego eterno. 6. Y es que la naturaleza de todo lo que tiene principio es ésta: ser capaz de vicio y de virtud, pues nadie sería digno de alabanza, si no pudiera también volverse a uno de aquellos dos extremos. 7. Esto mismo demuestran aquellos hombres que en todas partes han legislado y filosofado conforme a la recta razón, por el hecho de que mandan se hagan unas cosas y se eviten otras. 8. Los mismos filósofos estoicos, en su ética, estiman altamente estos mismos principios; lo cual prueba que en su metafísica sobre los principios y los seres incorpóreos no van por el buen camino. 9. Porque si dicen que cuanto los hombres hacen sucede por la fatalidad del destino, o que Dios no difiere en nada de las cosas que constantemente cambian, se transforman y se disuelven en los mismos elementos, quedará patente que sólo tienen idea de lo corruptible y que Dios mismo, de una manera general y en particular, se encuentra implicado en el mal bajo todas sus formas, o, en fin, que nada son ni la virtud ni la maldad; lo cual pugna con toda idea prudente, con toda razón e inteligencia.

Las maquinaciones de los demonios

7 (8). 1. Algunos que profesaron las doctrinas de los estoicos, que por lo menos en la ética se muestran moderados, lo mismo que los poetas en determinados puntos, por la semilla del Verbo, que se halla ingénita en todo el género humano, sabemos que han sido odiados y muertos Heráclito, como antes dijimos (cf. I,46,3), y entre los de nuestro tiempo, Musonio y otros también. 2. Porque, como ya indicamos (cf. I,5,1 y 4; II,6[7],3), los demonios han tenido siempre empeño en hacer odiosos a cuantos de cualquier modo, han querido vivir conforme a la razón y huir de la maldad. 3. Nada, pues, tiene de maravilla si, desenmascarados, tratan también de hacer odiosos, y con más empeño, a los que viven no ya conforme a una parte del Verbo seminal, sino conforme al conocimiento y contemplación del Verbo total, que es Cristo. Ellos recibirán justo castigo y los tormentos que merecen, encerrados en el fuego eterno. 4. Pues si ya ahora son vencidos por los hombres en el nombre de Jesucristo, ello es aviso del futuro castigo en el fuego eterno que les espera a ellos y a quienes les sirven. 5. Así de antemano lo anunciaron todos los profetas y lo enseñó también nuestro maestro Jesús (cf. Mt 25,41).

La oposición de Crescente

8 (9). 1. Yo mismo espero ser víctima de las asechanzas de alguno de los aludidos demonios y ser clavado en el cepo, o por lo menos, de Crescente, ese “filósofo” amigo de la bulla y de la ostentación. 2. Porque no merece el nombre de filósofo un hombre que, sin saber una palabra sobre nosotros, nos calumnia públicamente, como si los cristianos fuésemos ateos e impíos, propalando estas calumnias para congraciarse y dar gusto a muchedumbre extraviada. 3. Porque si nos persigue sin haber leído la doctrina de Cristo, es un hombre absolutamente malvado y mucho pero que los ignorantes que con frecuencia se guardan de hablar de lo que no entienden, y más, de levantar falsos testimonios; o si la ha leído, no entendió su sublimidad; o si la entendió y obra así para que no se sospeche de él que es cristiano, entonces se muestra muy miserable y malvado, pues se deja vencer de vulgar e irracional opinión y miedo. 4. Porque quiero que sepan que al proponerle yo y hacerle una cuantas preguntas referentes al caso, pude constatar y me convencí de que no sabe verdaderamente nada. 5. Y para probar que digo la verdad, si no se les han comunicado las notas de nuestras discusiones, yo estoy dispuesto a repetir otra vez las preguntas en presencia de ustedes; este asunto sería también digno de la potestad imperial. 6. Pero si ya hubieran llegado a su conocimiento mis preguntas y sus respuestas, por ellas ha de resultarles patente que nada sabe de nuestra doctrina. O bien, si sabe y no se atreve, a ejemplo de Sócrates, como dije antes (cf. II,8[3],1), a hablar por miedo a los que le oyen, no es hombre que ame el saber, sino la opinión, como quien no estima aquella admirable máxima socrática: “A ningún hombre hay que apreciar por encima de la verdad” (Platón, República X, 595c; 607c). 7. Pero, en fin, imposible que un cínico, que pone el fin supremo en la indiferencia, conozca bien alguno fuera de esa indiferencia.

El cristianismo, ¿está fundado sobre el temor o sobre el amor a la virtud?

9. 1. Para que no se nos objete lo que suelen decir los que se tienen por filósofos, que no son más que palabras en el aire y espantapájaros lo que nosotros afirmamos sobre el castigo que los inicuos han de sufrir en el fuego eterno, y que nosotros exigimos que los hombres vivan rectamente por miedo, y no porque la virtud es hermosa y gratificante. A éstos responderemos brevemente que si la cosa no es como nosotros decimos, o no existe Dios o, si existe, no se cuida para nada de los hombres, que ni la virtud ni el vicio serían nada ni, como antes dijimos (cf. I,28,4; II,6[7],6-7), castigarían los legisladores con justicia a los que traspasan las buenas disposiciones. 2. Pero como los legisladores no son injustos, ni ellos, ni su Padre, que nos enseña por el Verbo a hacer lo mismo que Él hace, no son injustos los que a ellos se adhieren.
   3. Si se nos objeta la diversidad de leyes entre los hombres, y que lo que unos tienen como bueno tienen otros por malo, y lo que para éstos pasa por bello es para aquéllos vergonzoso, he aquí lo que a esto respondemos. 4. En primer lugar, sabemos que los ángeles malos establecen leyes semejantes a su propia maldad, en que se complacen los hombres que son como ellos; y por otra parte, cuando interviene la recta razón, no todas las opiniones ni todas las leyes demuestra ser buenas, sino unas buenas y otras malas. Esto, pues, o cosas por el estilo responderemos a quienes eso nos objeten, y si hubiere necesidad lo diremos más ampliamente. 5. De momento vuelvo a lo que me he propuesto.

La causa de la excelencia de la doctrina cristiana: Cristo es el Verbo entero

10. 1. Así, pues, es evidente que nuestra doctrina sobrepasa toda humana enseñanza, por la sencilla razón de que el Verbo entero, que es Cristo, aparecido por nosotros, se hizo cuerpo, razón y alma. 2. Porque cuanto de bueno dijeron y hallaron desde siempre los filósofos o legisladores, fue por ellos elaborado con dificultad, según la parte de Verbo que les cupo, por la investigación y reflexión; 3. pero como no conocieron al Verbo entero, que es Cristo, se contradijeron también con frecuencia unos a otros.
   4. Los que antes de Cristo intentaron, conforme a las fuerzas humanas, investigar y demostrar las cosas por razón, fueron llevados a los tribunales como impíos y amigos de novedades. 5. Y el que más empeño puso en ello, Sócrates, fue acusado de los mismos crímenes que nosotros, pues decían que introducía nuevas divinidades y que no reconocía a quienes que la ciudad tenía por dioses. 6. Pero la verdad es que, expulsando de la república a Homero y a los otros poetas, enseñó a los hombres a rechazar a los malos demonios y a las divinidades que cometieron las abominaciones de que hablan los poetas, a par que los exhortaba al conocimiento de Dios, para ellos desconocido (cf. Hch 17,23), por medio de la investigación de la razón, diciendo: “Al Padre y Artífice del universo, no es fácil hallarle, ni, hallado que le hayamos, es seguro decirlo a todos” (Platón, Timeo 28c). 7. Que fue justamente lo que nuestro Cristo hizo por su propio poder. 8. Porque a Sócrates nadie le creyó hasta dar su vida por esta doctrina; mas a Cristo, que fue conocido parcialmente por Sócrates -pues Él era y es el Verbo que está en todo hombre, y Él fue quien por los profetas predijo lo por venir y quien, revestido de nuestra naturaleza sometida al sufrimiento, nos enseñó estas cosas-; a Cristo, decimos, no sólo le han creído filósofos y hombres cultos, sino también artesanos y gentes sin ninguna instrucción, que han sabido despreciar la opinión, el miedo y la muerte. Porque Él es el poder del Padre inefable y no vaso de humana razón.

El mito de Heracles

11. 1. No se nos quitaría la vida ni tendrían poder sobre nosotros los hombres inicuos y los demonios si todo hombre que nace no tuviera también que morir. De ahí que les damos las gracias al pagar una deuda que tenemos.
   2. Sin embargo, creemos bueno y oportuno mentar aquí el conocido relato de Jenofonte para que lo recuerden Crescente y los que son tan insensatos como él. 3. Cuenta, pues, Jenofonte, que, llegando Heracles a un cruce de caminos, le salieron al encuentro la virtud y la maldad, que se le presentaron en forma de mujeres. 4. La maldad, vestida con ropa suntuosa y con rostro atrayente, y adornada con tales artificios, le dijo a Heracles que, si la seguía a ella, le haría vivir siempre en el placer y adornado con el más espléndido ornato, semejante al que ella misma llevaba. 5. La virtud, por el contrario, con rostro y vestido severo, le dijo: “Si me escuchas, no te adornaré con belleza y adorno pasajero y corruptible, sino con los ornamentos de la eterna belleza” (cf. Jenofonte, Memorables II,1,21-28). 6. Nosotros estamos persuadidos que todo el que huye de los bienes aparentes y sigue lo que parece duro y contra razón, ésos son los que alcanzan la felicidad. 7. Porque la maldad para velar sus propias acciones se pone por vestido las propiedades de la virtud, que son de verdad bienes, ya que imitan a los seres incorruptibles -imitando, decimos, pues de sí nada incorruptible tiene ni es capaz de producir-, y hace esclavos suyos a los hombres que se arrastran por la tierra, achacando a la virtud los males que le son propios. 8. Pero los que comprenden los bienes verdaderos que son propios de la virtud, por la virtud son también incorruptibles. Y que tales sean los cristianos, los atletas y los héroes que hicieron aquellas hazañas que los poetas atribuyen a los supuestos dioses, todo el que tenga inteligencia lo puede deducir, si sabe sacar la consecuencia del hecho de que nosotros despreciamos la muerte, que incluso podríamos evitar.

Los mártires prueban la inocencia de los cristianos

12. 1. Yo mismo, cuando seguía con gusto la doctrina de Platón, oía las calumnias contra los cristianos; pero, al ver cómo iban intrépidamente a la muerte y a todo lo que se tiene por espantoso, comprendí que era imposible que tales hombres vivieran en la maldad y en el amor de los placeres. 2. En efecto, ¿qué hombre amador del placer, qué intemperante y que tenga por cosa buena devorar carnes humanas, pudiera abrazar alegremente la muerte, que ha de privarle de sus bienes, y no trataría más bien por todos los medios de prolongar indefinidamente su vida presente y escaparse de los magistrados, antes que delatarse a sí mismo para ser muerto? 3. Ya han conseguido también esto los malvados demonios por obra de hombres perversos. 4. Tratando de dar muerte a algunos cristianos fundados en las calumnias que corren contra nosotros, arrastraron también a esclavos, niños o jóvenes sirvientas y, por medio de espantosos tormentos, les forzaron a acusarnos de crímenes inventados de toda especie, los mismos que ellos cometen públicamente. De lo cual, puesto que para nada nos atañe, tampoco nos preocupamos, como que tenemos al Dios eterno e inefable por testigo de nuestros pensamientos y acciones. 5. Pues, ¿por qué motivo no habíamos públicamente de proclamar que todo eso es bueno y demostrar que se trata de una divina filosofía, para lo que bastara decir que al matar a un hombre nos iniciamos en los misterios de Cronos [= Saturno], y que al hartarnos de sangre, como se dice, hacemos lo mismo que ese por ustedes tan preciado ídolo, al que se rocía no sólo con sangre de animales sin razón, sino también con sangre humana? Y para semejante rito de esparcir la sangre de los que han sido matados, destinan al hombre más ilustre y más noble de entre ustedes. ¿Por qué no decir, en fin, cuando se dice que abusamos de los varones y nos unimos sin temor alguno con las mujeres, que no hacemos en ello sino imitar a Zeus y a los demás dioses, alegando en nuestra defensa los escritos de Epicuro y de los poetas? 6. Pues la verdad es que se nos hace de mil modos la guerra, justamente porque enseñamos a huir de semejantes doctrinas y de quienes tales cosas practican o tales ejemplos imitan, como en estos mismos discursos, que les dirigimos, nos hemos esforzado en hacerlo; pero para nada nos importa la guerra que nos hacen, pues sabemos que Dios, que es justo, todo lo ve.
   7. ¡Ojalá que aún ahora subiera alguien a elevada tribuna e hiciera resonar este grito trágico: “Avergüéncense, avergüéncense de imputar a gentes inocentes lo mismo que ustedes practican públicamente, y lo que es propio de ustedes y de sus dioses, achacarlo a quienes nada en absoluto tienen que ver con ello. 8. Cambien de conducta, vuelvan a la sensatez!” (cf. Platón, Clitofón 407a; República X,617d).

La confesión de Justino. Recapitulación. La participación en el Verbo

13. 1. Porque también yo, al darme cuenta de que los malvados demonios habían echado un velo de infamia sobre las divinas enseñanzas de Cristo, con el fin de apartar de ellas a los otros hombres, me burlé igualmente a quienes tales calumnias propalaban, que al velo de los demonios y la opinión del vulgo. 2. Cristiano, y rezo y despliego todos mis esfuerzos a fin de ser reconocido como tal, lo confieso; no porque las enseñanzas de Platón sean ajenas a las de Cristo, sino porque no son del todo semejantes, como tampoco las de los estoicos, poetas e historiadores.
   3. En efecto, en la medida que cada uno de ellos, en virtud de su participación con el divino Verbo seminal, contempló aquello con lo que tenía afinidad, habló bien; pero es evidente que quienes en puntos muy principales se contradijeron unos a otros, no alcanzaron una ciencia infalible ni un conocimiento irrefutable. 4. Por eso, cuanto de bueno está dicho en todos ellos, nos pertenece a nosotros los cristianos, porque nosotros adoramos y amamos, después de Dios, al Verbo, que procede del mismo Dios ingénito e inefable; pues Él se hizo hombre por nosotros, para participar en nuestros sufrimientos y curarlos. 5. Y es que los escritores todos sólo oscuramente pudieron ver la realidad gracias a la semilla del Verbo implantada en ellos (cf. St 1,21). 6. Una cosa es, en efecto, la semilla y semejanza de algo que se da a los hombres conforme a su capacidad, y otra aquel ser mismo cuya participación e imitación se realizan en virtud de la gracia que procede de Él.

La petición de Justino

14. 1. Ahora, pues, les suplicamos que, dando a conocer su decisión, por su firma puesta en este libelo y dándolo a publicar, a fin de que también los otros conozcan nuestra religión y puedan verse libres de los prejuicios y de la ignorancia del bien. Ellos, que por su propia culpa, se exponen al castigo: 2. pues en la naturaleza humana se da la facultad de conocer el bien y el mal, y ellos, que nos condenan sin saber si hacemos las cosas vergonzosas que dicen que hacemos, se complacen en dioses que las hicieron y aÚn ahora exigen de los hombres otras semejantes. De suerte que por el hecho de condenarnos a nosotros, como si tales cosas hiciéramos, a la muerte, a la cárcel u otra pena semejante, contra sí mismos pronuncian la sentencia de condenación, sin que haya necesidad de otros jueces.

Conclusión

15. 1. Yo agrego esto: La doctrina impía y errónea de Simón difundida en mi nación, la he testimoniado sólo para su desprecio. 2. Si, pues, ustedes permiten publicar este escrito nuestro, nosotros quisiéramos darlo a conocer a todos, a fin de que de ser posible, cambien de parecer, como que por este solo fin he compuesto esta obra. 3. Porque no son nuestras doctrinas, juzgadas con juicio discreto, vergonzosas, sino superiores a toda humana filosofía; y si no son tales, por lo menos tampoco se parecen a las de Sotades, Filénida, Arquéstrato, Epicuro y otros, ni a las de poetas por el estilo, que, en lectura pública o por escrito, ustedes permiten que sean de todo el mundo conocidas.
   4. Aquí ponemos punto final, hecho lo que de nosotros dependía, y añadiendo nuestra súplica para que todos los hombres de todo el mundo sean juzgados dignos de la verdad (cf. 1 Tm 2,4). 5. Ojalá que también ustedes, en interés propio, tomen una justa decisión, de modo que condiga con su piedad y su filosofía.