INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (65)

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Cristo en majestad
Sacramentario Ottoniano
Hacia 1025-1050
Mainz o Fulda, Alemania
Conclusión

Con la noticia dedicada a san León el Grande pusimos punto final a una amplia recorrida por las vidas y las obras de los Padres de la Iglesia (siglos I-V).

Posiblemente, más adelante, se podría proseguir esa importante y necesaria línea de trabajo, completando así los autores que vivieron después del Concilio de Calcedonia (451) hasta el final del período patrístico (siglo VIII).

Llega ahora, y providencialmente coincidirá con la primera semana de Cuaresma, el momento de acercarse a los escritos patrísticos mismos. Sólo de esa forma adquiere pleno sentido el título elegido para las contribuciones que hemos ofrecido.

En adelante, cada aporte semanal tendrá un nuevo título: OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA.
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Para cerrar entonces este primer recorrido nada mejor que un texto de los Padres. Nos “regalamos” con un pasaje de san Ambrosio de Milán.


Comentario sobre el salmo 61 (4-6: PL 14,1224-1225)

Asumió Cristo la obediencia para inoculárnosla a nosotros

Cuando nuestro Señor Jesucristo se decidió a asumir nuestra carne para purificarla en sí mismo, ¿qué es lo que primero debió abolir sino el contagio del primer pecado? Y comoquiera que la culpa había penetrado por el camino de la desobediencia, al transgredir los mandatos divinos lo primero que había que restaurar es la obediencia, para destruir de este modo el foco del error. En ella residía, en efecto, la raíz del pecado. Por eso, como buen médico, debió proceder primeramente a amputar las raíces del mal para que los bordes de la herida pudieran percibir el saludable remedio de los medicamentos. De poco serviría curar el exterior de la herida, si en el interior reinan los gérmenes del contagio; más aún, la herida empeora si se cierra en el exterior, mientras en el interior los virus desencadenan los ardores de la fiebre. Porque ¿de qué serviría el perdón del pecado, si el afecto permanece intacto? Sería como cerrar una herida sin haberla sanado.

Quiso desinfectar la herida, para sanar el afecto y no dejar alternativa alguna a la desobediencia. Asumió él la obediencia para inoculárnosla a nosotros. Esto es lo que convenía, pues ya que por la desobediencia de uno la gran mayoría se convirtió en pecadora, viceversa, por la obediencia de uno, muchos se convirtieran en justos.

De donde se deduce que yerran gravemente quienes afirman que Cristo asumió la realidad de la carne humana, pero no sus tendencias; y van contra el designio del mismo Señor Jesús, quienes intentan separar al hombre del hombre, puesto que no puede existir el hombre desposeído del afecto del hombre. Pues la carne que no es sujeto de pasiones, sería inmune tanto al premio como al castigo. Debió asumir y sanar lo que en el hombre es el hontanar de la culpa, a fin de destruir la fuente del error y cerrar aquellas puertas por las que irrumpe el delito.

¿Cómo podría yo hoy reconocer al hombre Cristo Jesús, cuya carne no veo, pero cuyas pasiones leo: cómo –repito– sabría que es hombre si no hubiera sentido hambre y sed, si no hubiera llorado, si no hubiera dicho: “Me muero de tristeza”? Precisamente a través de todas estas manifestaciones se nos revela el hombre, que por su obras divinas es considerado superhombre. Hasta tal punto, siendo Dios, quería que se le reconociese como hombre, que él mismo se llamó hombre cuando dijo: “¿Por qué tratan de matarme a mí un hombre que les ha hablado de la verdad?”. Él es, pues, ambas cosas en una única e indivisible unidad, recognoscible por la distinción de las obras, no por la variedad de personas. Pues no es un ser el nacido del Padre y otro el nacido de María; sino que el que procedía del Padre, tomó carne de la Virgen: asumió el afecto de la madre, para tomar sobre sí nuestras dolencias.

Así que, como hombre estuvo sujeto a la enfermedad y al dolor; y nosotros lo hemos visto hombre en el sufrimiento: pero como vencedor de las enfermedades, no vencido por las enfermedades, sufría por nosotros, no por él; se sometió a la enfermedad no a causa de sus pecados, sino a causa de los nuestros, para curarnos con sus cicatrices. Asumió nuestros pecados, para cargarlos sobre sí y para expiarlos. Por eso le dará una multitud como parte y tendrá como despojo una muchedumbre.

El cargar con nuestros pecados es para su perdón; el expiarlos, para nuestra corrección. Asumió, pues, nuestra compasión, asumió nuestra sujeción. El someterse todas las cosas es prerrogativa de su poder, el estar sometido es propio de nuestra naturaleza.