INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (64)

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San León el Grande

Fresco de una iglesia serbia

Período medieval

 

León el Grande (+ 461) [segunda parte]  

Obras  

León Magno nos dejó dos tipos de obras: cartas y sermones. Su epistolario es el más rico que ha llegado a nosotros, anterior al siglo VI. León es el único Papa de este período (hasta el siglo V) cuyos sermones poseemos en gran parte. Sus escritos son literariamente logrados, de estilo refinado y de ideas claras y concisas. Una amplia introducción a las obras de León puede verse en B. Studer, op. cit., pp. 726‑730.  

1. Sermones 

Poseemos noventa y siete Sermones (tractatus), la mayoría de ellos referentes a las distintas celebraciones del año litúrgico. Dichos sermones tuvieron a lo largo de los siglos un amplio uso, especialmente en la liturgia.  

Hay trad. castellana parcial de Manuel Garrido Bonaño en San León Magno. Homilías sobre el Año Litúrgico, Madrid, 1969, (BAC 291). También hay trad. castellana de Jorge Machetta de los diez sermones navideños en San León Magno, Homilías sobre la Navidad, Buenos Aires, Ed. Lumen, 1983.  

2. Epístolas (Epistulae)  

Se conservan unas ciento setenta y tres cartas, de las cuales treinta están dirigidas a él. Su epistolario abarca un período de casi veinte años (442‑460), y el variado interés que suscitó durante su vida y después de su muerte, explica suficientemente el por qué de su conservación.  

La más famosa es la Epístola 28, conocida como el célebre “Tomus ad Flavianum”, contribución importantísima en el campo cristológico. Fue escrita el 449 (está fechada el 13 de junio) y versa sobre las dos naturalezas de Cristo y su unión personal. Sus ideas centrales fueron asumidas por el Concilio de Calcedonia (451), logrando así una salida apropiada al problema suscitado por el monofisismo de Eutiques.  

Versión castellana de una selección de epístolas en: León Magno. Cartas cristológicas, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1999 (Biblioteca de Patrística, 46).


Primera Lectura: una homilía de san León en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo(1)

Los apóstoles aumentaron la gloria de Roma

Sin duda alguna, amadísimos, que el mundo entero toma parte en las solemnidades religiosas, y que una piedad fundada en una misma fe, exige que se celebre en todas partes, con júbilo común, lo que se realizó para la salvación de todos. Esto, no obstante, la fiesta de hoy, además de que se ha hecho digna de ser celebrada en todo el orbe de la tierra, debe ser en nuestra ciudad objeto de una veneración especial, acompañada de una alegría particular, de modo que allí donde murieron tan gloriosamente los dos principales apóstoles, haya, en el día de su martirio, mayor explosión de gozo. Porque son ellos, ¡oh Roma!, los dos héroes que hicieron resplandecer a tus ojos el Evangelio de Cristo, y por ellos, tú, que eras maestra del error, te convertiste en discípula de la verdad. He ahí tus padres y tus verdaderos pastores, los cuales, para introducirte en el reino celestial, supieron fundarte mucho mejor y mucho más felizmente que los que se tomaron el trabajo de echar los primeros fundamentos de tus murallas, uno de los cuales, aquel del cual procede el nombre que llevas, te manchó con la muerte de su hermano. He ahí esos dos apóstoles que te elevaron a tal grado de gloria, que te has convertido en la nación santa, en el pueblo elegido, en la ciudad sacerdotal y real y, por la cátedra sagrada del bienaventurado Pedro, en la capital del mundo; de modo que la supremacía que te viene de la religión divina, se extiende más allá de lo que jamás alcanzaste con tu dominación terrenal. Sin duda que con tus innumerables victorias robusteciste y extendiste tu imperio tanto sobre la tierra como por el mar. Sin embargo, debes menos conquistas al arte de la guerra que súbditos te ha procurado la paz cristiana.

El Imperio romano al servicio de Cristo

Dios, justo y omnipotente, que jamás ha negado su misericordia a la generación humana y siempre ha instruido a todos los mortales en orden a su conocimiento con abundantísimos beneficios, ha tenido siempre misericordia, con secreto consejo y elevada piedad, de la voluntaria ceguera de los que yerran y se inclinan a perversas maldades, enviando su Verbo, igual a Él y coeterno, que, hecho carne, unió de tal modo a la naturaleza divina la naturaleza humana, que su mismo descenso a tanta humildad se convirtió en nuestra mayor elevación. Para extender por todo el mundo todos los efectos de gracia tan inefable, preparó la divina Providencia el Imperio romano, que de tal modo extendió sus fronteras, que asoció a sí las gentes de todo el orbe. De este modo halló la predicación general fácil acceso a todos los pueblos unidos por el régimen de una misma ciudad. Pero esta ciudad, desconociendo al autor de su encumbramiento, mientras dominaba en casi todas las naciones, servía a los errores de todas y creía haber alcanzado un gran nivel religioso al no rechazar ninguna falsedad. Así, cuanto con más fuerza la tenía aherrojada el diablo, tanto más admirablemente la libertó Cristo.

Roma, la principal en la Iglesia

Cuando los doce apóstoles se distribuyeron las partes del mundo para predicar el Evangelio, el beatísimo Pedro, príncipe del orden apostólico, fue destinado a la capital del Imperio romano, para que la luz de la verdad, revelada para la salvación de todas las naciones, se derramase más eficazmente desde la misma cabeza por todo el cuerpo del mundo. Pues ¿de qué raza no había entonces hombres en esta ciudad? ¿O qué pueblos podían ignorar lo que Roma aprendiese? Aquí había que refutar las teorías de la falsa filosofía, aquí deshacer las necedades de la sabiduría terrena, aquí destruir la impiedad de todos los sacrificios, aquí, donde con diligentísima superstición se había ido reuniendo todo cuanto habían inventado los diferentes errores.

La benevolencia de Pedro para con Roma  

A esta ciudad, tú, beatísimo apóstol Pedro, no temes venir con tu compañero de gloria el apóstol Pablo, ocupado aún en organizar las otras iglesias; te metes en esta selva de bestias rugientes y caminas por este océano de turbulentos abismos con más tranquilidad que sobre el mar sosegado (ver Mt 14,30). A ti, que en la casa de Caifás temblaste ante la criada del sacerdote, ya no te arredra Roma, la señora del mundo. ¿Y por qué habías de temer a los que has recibido el encargo de amar? ¿Era, acaso, menor la sentencia de Pilatos o la impiedad de los judíos que el poder de Claudio o la crueldad de Nerón? La fuerza del amor vencía, pues, la materia del temor; ni pensabas que habías de temer a los que habías recibido para amarlos. Recibiste este afecto de intrépida caridad cuando la profesión de tu amor en el Señor se robusteció por el misterio de la triple pregunta (ver Jn 21, 15-17). No se indagó entonces de la intención de tu mente otra cosa que, para apacentar las ovejas de Aquel a quien tú amabas, dieses en abundancia el alimento que tú habías recibido copiosamente.  

Apostolado de Pedro antes de trasladarse a Roma  

Aumentaban también tu confianza muchos milagros, muchos carismas y muchas virtudes experimentadas. Ya habías instruido a los pueblos de la circuncisión que creyeron en tu palabra. Ya habías fundado la iglesia de Antioquía, en donde comenzó a aparecer el nombre tan digno de cristiano. Ya habías llenado con la predicación de las leyes evangélicas el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia. Ahora, sin dudar del futuro progreso de tu obra, a pesar de conocer la duración limitada de tu vida(1), vienes a enarbolar sobre las murallas de Roma el trofeo de la cruz de Cristo, allí mismo donde los decretos del cielo te han preparado el honor del poder y la gloria de la pasión.  

Pedro y Pablo, sembradores de la simiente evangélica  

Viniendo también a ella el bienaventurado apóstol Pablo juntamente contigo, instrumento elegido (ver Hch 9,15) y maestro especial de los gentiles, que se asoció contigo en el tiempo en que toda inocencia, todo pudor y toda libertad estaban llenos de afanes en el imperio de Nerón, cuyo furor, inflamado por los excesos de todos los vicios, lo precipitó hasta el extremo de su rabia, de modo que fue el primero que decretó la atrocidad de la persecución general contra el nombre cristiano, como si por la muerte de los santos pudiese extinguirse la gracia de Dios. Eso mismo era una grandísima ganancia para ellos, pues, despreciando esta vida mortal, alcanzaron la felicidad eterna. “Preciosa es ante el Señor la muerte de sus santos” (Sal 115,15). La religión fundada por el misterio de la cruz de Cristo no puede ser destruida por ningún género de crueldad. No se disminuye la Iglesia por las persecuciones; antes al contrario, se aumenta. El campo del Señor se viste siempre con una cosecha más rica. Cuando los granos que caen mueren, nacen multiplicados. Por eso estos dos excelentes gérmenes de la semilla divina hicieron brotar a una gran multitud, como lo muestran los millares de bienaventurados mártires que, émulos de los triunfos apostólicos, rodearon nuestra ciudad por todas partes con una multitud purpúrea y rutilante y la coronaron con una diadema compuesta con muchas piedras preciosas.  

Esta fiesta es motivo de alegría para todos  

Por esta ayuda, que divinamente se nos ha dado para ejemplo de paciencia y confirmación de la fe, hemos de alegrarnos universalmente en la conmemoración de todos los santos, pero mayor gozo hemos de tener en la excelencia de estos padres, a los cuales la gracia de Dios los ha exaltado entre todos los miembros de la Iglesia, de modo que en el cuerpo cuya cabeza es Cristo (ver Ef 1,22), ellos vienen a ser como la luz de los ojos; de cuyos méritos y virtudes, que superan toda facultad de hablar, no hemos de sentir cosa alguna contraria ni diversa, puesto que la elección los hizo iguales; el trabajo, semejantes, y el fin, idénticos. Y como lo hemos experimentado, como lo probaron también nuestros mayores, creemos y confiamos que en todas las molestias de esta vida hemos de ser ayudados por la intercesión de los patronos especiales para obtener la misericordia de Dios, a fin de que cuanto nos abatimos por los propios pecados, tanto nos levantemos por los méritos apostólicos. Por nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, tiene el mismo poder y la misma divinidad por los siglos de los siglos. Amén.  

Segunda lectura: Carta a Flaviano. Trad. castellana en León Magno. Cartas cristológicas, Madrid, 1999, pp. 110 ss. (Biblioteca de Patrística, 46).

 (1) Tal vez León hace referencia a Jn 21,19 y 2 P 1,14.

(1) Homilía 82. Trad. castellana de Manuel Garrido Bonaño en BAC 291, pp. 354-358. El texto latino puede verse en SCh 200 (1973), pp. 46-58.