INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (63)

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El encuentro entre
san León y Atila (año 452)

Rafael (y su asistente Giulio Romano). 1514
Stanze di Raffaello. Palacio Apostólico
Vaticano, Italia
León el Grande (+ 461)[1]

León, que ostenta el título de Grande sobre todo por su contribución teórica y práctica al afianzamiento del primado de la Sede Apostólica romana, fue Papa de Roma entre 440 y 461, en el momento histórico en que el Imperio Romano se quebraba en Occidente ante el empuje de las invasiones bárbaras.

Sobre su lugar de nacimiento sólo podemos hacer conjeturas: si creemos al “Liber pontificalis” y a la “Epístola” 31,4 dirigida a Pulqueria, León habría nacido en Toscana («natione Tuscus»), hacia el fin del siglo IV y, a causa de los problemas políticos, emigró a Roma con su familia donde, ciertamente, se encontraba a comienzos del siglo V. Para otros estudiosos el lugar de su nacimiento es Roma misma, sin desechar su posible origen toscano.

Antes de ser obispo de Roma ocupó una posición importante durante el pontificado de sus predecesores(2) . Los acontecimientos sucedidos durante este tiempo contribuyeron a desarrollar su bien dotada personalidad.

A pesar de la importancia del período histórico que le tocó vivir, conocemos prácticamente los detalles de su vida sólo a través de las cartas emitidas por la cancillería pontificia.

Estando ya al servicio del Papa Celestino I (422-431), ante la agitación provocada por las ideas de Nestorio, patriarca de Constantinopla, con su teoría sobre las dos personas de Cristo, León instó a su amigo Juan Casiano (+ h. 434/435), que en ese tiempo vivía en la ciudad imperial, a instruir a Nestorio (+ 451?) sobre la única persona de Cristo. Aquel entonces escribió su “De incarnatione Domini contra Nestorium libri 7”, hacia el año 430.

León mismo cuenta (Ep. 119,4) que Cirilo de Alejandría (+ 444) se dirigió a él, en 431, para lograr el apoyo de Roma contra la política de Juvenal (422-458), y así le vemos interviniendo ante el Papa para que calmara la ambición de Juvenal por el primado de Palestina.

Es muy probable que también haya participado en la recopilación del llamado “Indiculus” sobre la gracia (Dz 129 142; años 435-442).

En ese mismo período León aparece junto a Celestino en la lucha contra el pelagianismo, que exageraba las fuerzas de la naturaleza humana, subestimando el papel de la gracia en el actuar del hombre; y contra los seguidores de Celestio que negaban radicalmente las consecuencias y efectos del pecado original; a León se le atribuye el “Syllabus” que acompañó la carta del papa Celestino sobre la posición romana contra el pelagianismo.

Según Próspero de Aquitania (+ después 455), en 439, León intervino ante Sixto III (432-440) con el objeto de que Juliano de Eclana (+ antes 455), el arquitecto del pelagianismo, no fuera reintegrado a la Iglesia (ver Próspero, “Chronicon integrum”; PL 51,598), influyendo así decisivamente en la postura desfavorable adoptada por el pontífice.

La notable personalidad de León lo señalaba como el hombre adecuado para ser enviado a Galia (440) en misión diplomática para reconciliar al generalísimo Ecio y Albino, prefecto del pretorio. Estando allí le llegó la noticia de su elevación a la sede episcopal de Roma, en reemplazo de Sixto III, quien había muerto el 19 de agosto de ese mismo año. El 29 de septiembre siguiente recibió la ordenación episcopal.

Por su carrera previa al servicio de la Iglesia se podían vislumbrar cuáles serían las líneas claves de su episcopado: 1) lucha contra la herejía; 2) restablecimiento de la paz y la disciplina de la Iglesia; 3) política de mediación(3) . Esto explica su vivencia intensa del ministerio pastoral expresado en la predicación, en las intervenciones contra los herejes, en la organización de la liturgia y de la vida monástica. Sin que ello implicase una despreocupación por las cuestiones «materiales», como la restauración y el ornato de las basílicas y el hospedaje de los peregrinos que afluían en cantidades ingentes a la ciudad eterna.

León fue ante todo obispo de Roma y, por medio de sus frecuentes sermones dirigidos tanto al clero como al pueblo, buscó introducir a su comunidad en la celebración de los misterios de Cristo, proponiéndole la vivencia sincera de la vida bautismal, a la vez que procuró preservar a sus fieles de las herejías y los errores provenientes del paganismo. Al hablar al pueblo, a veces se lamentaba de aquellos cristianos romanos que, al dirigirse a la basílica de San Pedro, antes de entrar en ella, practicaban actos de adoración al sol:

«... Cuando se levanta el sol en los primeros albores del día, algunos son bastante insensatos para adorarlo desde lugares elevados. Hay aún cristianos que piensan que obran religiosamente siguiendo esta práctica, de modo que, antes de entrar en la basílica del apóstol San Pedro, dedicada al solo Dios vivo y verdadero, y después de haber subido los peldaños por los que se llega a la parte superior, se vuelven hacia el sol naciente, doblan la cabeza y se inclinan en honor del disco radiante.
Esta manera de obrar, seguida en parte por la ignorancia y en parte por un espíritu pagano, nos apena y aflige mucho. Aunque es cierto que se encuentran algunos que veneran al Creador de esta luz tan bella más que a la luz misma, que es una criatura, sin embargo, hay que abstenerse aún de la apariencia misma de tal homenaje; pues si alguno procedente del culto de los dioses encontrase esta práctica entre nosotros, ¿no volvería a sus antiguas creencias pensando que era probable, puesto que la veía común a los cristianos y a los impíos?
Arrojen de sí los fieles la costumbre de esta condenable perversidad y guárdense de mezclar el honor debido a Dios solo con los ritos de los hombres que son esclavos de las criaturas...»(4).

Su preocupación antiherética no carecía de fundamento, y así, durante los primeros años de su pontificado combatió con energía el maniqueísmo (ver “Sermones” 9,4; 16, 4-6). Sus adeptos, que se habían establecido en África, huyeron con ocasión de las invasiones vandálicas buscando refugio en Italia y llegando hasta Roma, donde escandalizaban al pueblo cristiano con su inmoralidad, bajo apariencia de una vida santa y austera, amén de cierto ropaje intelectual. León afirmó que los maniqueos  en cierto modo  sintetizaban todas las herejías:

«Aunque [el demonio] en todas las perversidades tiene de muchos modos el principado, sin embargo, ha edificado su fortaleza en la locura de los maniqueos, en los cuales ha encontrado un gran palacio, en el que puede enseñorearse con mayor arrogancia; donde no sólo poseyese una forma de maldad, sino el conjunto de todos los errores e impiedades. Pues lo que es profano en los paganos, lo que es ciego en los judíos carnales, lo que es ilícito en los artificios secretos de la magia; finalmente, lo que hay de sacrílego y blasfemo en todas las herejías, todo esto ha concurrido en ellos, como en una cloaca con todas sus inmundicias. De ahí que resulte sumamente largo enumerar todas sus impiedades y torpezas, pues la multitud de sus pecados es superior a la abundancia de palabras. Para indicarlos pocas palabras son suficientes, para que de aquello que oyen puedan juzgar lo que por vergüenza omitimos. Sin embargo, no callamos sus sacrificios, que ellos celebran de modo tan obsceno como nefando, lo cual se ha dignado el Señor manifestar a nuestra investigación para que nadie piense que nos hemos dejado llevar de dudosa fama u opiniones inciertas. Reunidos conmigo obispos, presbíteros y laicos cristianos y nobles, mandamos que se presentasen sus elegidos y elegidas, los cuales narraron muchas cosas de la perversidad de su fe y de las costumbres de sus fiestas; manifestaron también tales infamias, que es vergonzoso proferirlas. Todo ha sido investigado con gran diligencia, de modo que no quedase ninguna duda ni para los incrédulos ni para los maldicientes. Estaban presentes todas las personas por las cuales fue realizada tal iniquidad, esto es, una adolescente, a lo más, de diez años, y dos mujeres que la habían alimentado y preparado para esta maldad; también se presentó un joven que había abusado de la adolescente y el obispo que ordenó tan detestable crimen. Todos confesaron y manifestaron tan nefando delito, que apenas podían sufrirlo nuestros propios oídos. Y no referimos más detalles para no herir los castos oídos. Baste sólo la referencia de los hechos para quedar bien claro que no hay en esta secta ningún pudor, ninguna honestidad, ningún recato. Su ley es la mentira; su religión, el diablo; su sacrificio, la deshonestidad»(5) .

En su lucha contra el maniqueísmo, León ordenó quemar sus libros, y a los más obstinados adeptos no dudó en entregarlos al poder civil, descubriendo públicamente sus errores:

«Para que en todas las cosas, amadísimos, agrade al Señor su elevación, los exhortamos también a usar de la habilidad para dar a conocer a sus presbíteros los maniqueos dondequiera que se oculten. Es gran obra de misericordia descubrir las guaridas de los impíos y combatir en ellos al mismo diablo a quien sirven. Es necesario, amadísimos, que toda la tierra y toda la Iglesia, extendida por todas partes, empuñen contra ellos las armas de la fe»(1),

y convoca al pueblo a orar por ellos:

«No sólo, es cierto, no impedimos, sino, al contrario, aleccionamos el sentimiento conforme al espíritu de la Iglesia, divinamente inspirada, que debe conducirnos a rogar al Señor con nosotros en favor de tales hombres, pues la ruina de estas almas engañadas nos llena de piedad para con ellas y nos sumerge en las lágrimas y en la tristeza. Siguiendo el ejemplo de bondad del Apóstol, somos débiles con los que son débiles (ver 2 Co 11,29) y lloramos con los que lloran (ver Rm 12,15).
Esperamos que la misericordia de Dios se deje inclinar por las lágrimas abundantes y por la conveniente expiación de los que han caído, ya que mientras vivimos en este cuerpo no se debe desesperar de la rehabilitación de nadie, sino, al contrario, desear la enmienda de todos con el auxilio del Señor, que “levanta a los caídos, libra a los presos y devuelve la vista a los ciegos” (Sal 145,7-8)»(2).

León se preocupó por orientar a los obispos de Occidente sobre algunos temas importantes: la fecha del bautismo (Ep. 16), la administración de los bienes eclesiásticos, la intervención contra el pelagianismo (Eps. 1-2) y contra el priscilianismo (Ep. 15).

En España para combatir al priscilianismo escribió un “Syllabus” que contenía los errores encontrados en los libros apócrifos de los priscilianistas. En su “Epístola” 15, manda que se celebre un sínodo nacional que busque extirpar el error.

León coordinó la vida eclesiástica de las diócesis suburbicarias de Roma mediante un sínodo anual celebrado en la urbe y con varias intervenciones específicas, por ejemplo en la fecha de celebración de la Pascua (Ep. 16), las condiciones de vida del clero y la administración de los bienes eclesiásticos. Mantuvo estrechas relaciones con los obispos de Italia septentrional (Milán, Ravena y sobre todo Aquileya), fundadas principalmente sobre la communio fidei, la lucha contra el error pelagiano en sus territorios respectivos y la receptio de la fe de Calcedonia (Ep. 97) .

Actuó en primera línea en el terreno cristológico, siendo decisiva su intervención en el Concilio de Calcedonia (451). A este respecto es fundamental su “Epístola” 28, conocida como el “Tomus ad Flavianum”, del año 449. Tampoco debemos olvidar el “Sermón” 96, contra el monofisismo de Eutiques (h. 378-454), extraordinario por su forma polémica y que muestra la importancia que en la instrucción del pueblo fiel tenían los temas teológicos controvertidos del momento.

León aceptó de no muy buena gana la convocatoria de un concilio en Éfeso por Teodosio II (408-450), pensando que con su “Epistula dogmatica ad Flavianum” ya estaba resuelto el problema de Eutiques. Dicho concilio (449) terminó siendo un fracaso completo, un verdadero latrocinium (Ep. 95,2), por lo que León no lo aceptó e instó al Emperador a convocar otro concilio verdaderamente ecuménico (Ep. 43), cosa que logró tras la muerte repentina de Teodosio II. En el otoño de 451, se celebró el Concilio de Calcedonia, que asumió el “Tomus ad Flavianum” de León. León aceptó la «ecumenicidad» del Concilio, dándolo a conocer a los obispos de Occidente (Eps. 102-106; 114). Sólo se resistió al canon 28 de Calcedonia que, al adjudicar a la sede de Constantinopla el segundo rango jerárquico después de Roma, contravenía, según él, los cánones del Concilio de Nicea de 325. Su apoyo a la fe de Calcedonia será constante hasta el fin de sus días (Ep. 165 al emperador León: año 458).

Sus relaciones con las Iglesias de Oriente se limitaron casi exclusivamente al terreno de las cuestiones relativas al mantenimiento de la comunión universal de la fe. Excepción hecha de alguna que otra intervención de poco relieve en cuestiones de disciplina o liturgia (Eps. 2; 3; 121 y 122), la correspondencia con los orientales versa sobre la unidad de la fe, o las discusiones que precedieron o siguieron al Concilio de Calcedonia, o su celebración.

La existencia de León se vio marcada no sólo por la defensa de la ortodoxia, sino también por los acontecimientos políticos que afectaban a la «Iglesia universal». En 452, cuando se produce la invasión de Atila, León formó parte de la misión imperial (junto con el cónsul Albieno y el antiguo prefecto del pretorio, Trigecio), enviada por Valentiniano III (425-455) para negociar la paz con el rey de los hunos, y en parte a él cabe atribuir el éxito de la misión, siendo recibido de vuelta en Roma triunfalmente como libertador. Tres años después, Genserico, rey de los vándalos, asediaba Roma hasta llegar al saqueo, y aunque León no obtuvo el mismo resultado que frente a Atila, sí logró de Genserico la incolumidad de Roma y libró a su población del incendio y de las matanzas ; así lo expresa en su agradecimiento público a Dios en un sermón al pueblo:

«Toque el corazón de ustedes, amadísimos, aquella sentencia del divino Salvador, que, cuando limpió a los diez leprosos por virtud de su misericordia, sólo uno de ellos se volvió para darle gracias (Lc 17,15); significando con ello la ingratitud, pues habiendo conseguido la salud corporal, no sin ánimo impío faltaron a este oficio de reconocimiento. Para que no pueda atribuirse también a ustedes, amadísimos, esta nota de ingratos, vuélvanse al Señor, reconociendo las maravillas que se ha dignado obrar en nosotros y pensando que nuestra liberación no ha sido efecto de las estrellas, como afirman los impíos, sino fruto de la inefable misericordia de Dios omnipotente, que se dignó mitigar el corazón de los furiosos bárbaros. Una grave negligencia se ha de reparar con mayor satisfacción. Usamos para nuestra enmienda la mansedumbre del que perdona, para que el bienaventurado Pedro y todos los santos que siempre nos asistieron en nuestras tribulaciones se dignen favorecer nuestras plegarias por ustedes ante Dios misericordioso»(3).

La corte de Ravena dispensó a León una atención especial, lo que le ayudó a la hora de la controversia con Hilario de Arlés (+ 449), que reclamaba para su diócesis el antiguo privilegio de primacía en la Galia, que el papa Zósimo (417-418) le había concedido durante el episcopado de Patroclo (+ 426). El papa Bonifacio (418-422) había abrogado el privilegio, y ante la insistencia de Hilario por recobrarlo, el emperador Valentiniano III se pronunció claramente en favor del primado de la sede romana (año 445; Ep. 11). En Iliria, León se vio obligado a actuar de modo semejante, no dudando en reprender los abusos del delegado en Tesalónica quien, al frente del vicariato de esta ciudad, dependiente de la sede romana, se arrogaba la prerrogativa de ignorar los derechos de los metropolitanos locales. La corrección infligida por León fue particularmente clara y dura (Ep. 14).

Con la corte de Constantinopla León tuvo una actitud prevalentemente prudente. No sólo no se inmiscuyó en los asuntos políticos de Oriente, sino que incluso en el terreno de las cuestiones eclesiásticas dejó en manos de la autoridad imperial gran parte de la iniciativa. Pero, con todo, cuando el emperador Marciano (450-457) quiso defender el canon 28 de Calcedonia, no aceptado por León, éste le recordó la distinción entre Dios y mundo, religión y estado, exigiendo, por su parte, que se respetase la libertad de acción de la Iglesia y reafirmando el primado de la Sede Apostólica. Sin embargo, en este punto nunca tuvo una acogida favorable en la corte de Constantinopla.

La grandeza del pontificado de León se debió a que en su acción pastoral logró un equilibrio notable entre su autoridad y la humilitas, es decir, la convicción de su dependencia de Cristo, verdadero Señor de la Iglesia.

El desempeño de su misión se caracterizó por una cierta moderación (moderatio), constituyéndose en árbitro entre la tradición recibida y el progreso. No obstante, en esta tensión León no siempre actuó con acierto, ya que a menudo optó por el statu quo, llevado por su tradicionalismo, junto al convencimiento de que era guiado por Cristo presente en el sucesor de Pedro.

Buscó esta misma moderatio también en el terreno dogmático, para lo cual se apoyó en su excelente formación. Su cultura retórica y su formación jurídica lo impulsaban hacia el logro de la exactitud y equilibrio de expresión, herencia que legó a la posteridad.

En su vida y su acción episcopal León I fue un convencido sincero de que Cristo nunca abandona a su Iglesia, no permite que prevalezca el error, y preserva la santidad bautismal de los fieles, punto este último que no cejó de hacer resaltar en su predicación (ver B. Studer, op. cit., pp. 723-724).

Después de veintiún años de pontificado arduo y difícil, murió el 10 de noviembre de 461.

Notas

(1) Sermón 9,4; trad. cit., pp. 159-160. Texto latino en SCh 49 (21969), p. 46.
(2) Sermón 34,5; trad. cit. p. 139. Texto latino en SCh 22 (21964), p. 252.
(3) Sermón 84,2; trad. cit. pp. 362-363. Texto latino en SCh 200 (1973), pp. 68-70.
(1) DPAC 2, 1922-1925 (bib.); DSp IX, 1976, cols. 597-611 (bib.); GER 14, 1987, pp. 156-158 (bib.); Patrología III, pp. 719-747 (bib.); J. Leclercq, Léon le Grand. Sermons, t. I, Paris, 1964, Introducción, pp. 7-55 (SCh 22 bis); Manuel Garrido Bonaño, San León Magno. Homilías sobre el Año Litúrgico, Madrid, 1969, pp. 1-12 (BAC 291); A. Hammann, Guía práctica de los Padres de la Iglesia, Bilbao, 1969, pp. 304-316; A. Olivar, La Predicación Cristiana Antigua, Barcelona, Herder, 1991, pp. 309-318; B. de Margerie, Introduction à l'histoire de l'exégèse, vol. IV: «L'Occident latin», cap. 1, Paris, 1990 (traducido al castellano con el título «San León Magno, exégeta litúrgico de los Misterios de Cristo revividos en la Iglesia», en Cuadernos Monásticos, XXVIII, n. 106, 1993, pp. 329-363). Para una bibliografía más extensa véase la propuesta por Antonio Zani en el libro de A. Hamman, Breve dizionario dei Padri della Chiesa, Brescia, 1983, pp. 280-282.
(2) Ver Juan Casiano, De incarnatione Domini, prefacio; ed. de M. Petschenig en CSEL 17 (1888), pp. 235-236; trad. italiana de L. Dattrino en Giovanni Cassiano. L'incarnazione del Signore, Roma, 1991, pp. 97-99 (Collana di Testi Patristici, 94).
(3) Ver B. Studer, Patrología III, p. 721, a quien seguimos de cerca en esta biografía.
(4) Sermón 27, 4-5. Trad. castellana de Manuel Garrido Bonaño en San León Magno. Homilías sobre el Año Litúrgico, Madrid, 1969, pp. 103-104 (BAC 291). El texto latino puede verse en SCh 22 (21964), pp. 156-158.
(5) Sermón 16,4; trad. castellana de Manuel Garrido Bonaño en op. cit., pp. 55 56. Texto latino en SCh 200 (1973), pp. 182-184.