INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (61)

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El funeral de san Agustín
Benozzo Gozzoli. 1464/65
Capilla absidal de San Agustín
San Gimignano, Italia
Agustín de Hipona (+ 430) [quinta parte]

g. Desde la consagración episcopal hasta la muerte (395/96-430): Hipona

Agustín fue consagrado obispo en 395 o 396, según otras opiniones. Primero sirvió como coadjutor y desde agosto de 397 como obispo titular de Hipona. Dejó en ese momento el «monasterio de laicos», que en adelante será un «seminario» de sacerdotes y de obispos para toda el África (ver Posidio, Vida de San Agustín 11), y se instaló en la casa episcopal, que transformó en «monasterio de clérigos»:

«Para no alargarme demasiado, teniendo en cuenta, sobre todo, que yo les hablo sentado, mientras que ustedes se fatigan de estar de pie, les diré: saben todos o casi todos que en esta casa, llamada casa episcopal, vivimos de tal manera que, en la medida de nuestras fuerzas, imitamos a aquellos santos de quienes dice el libro de los Hechos de los Apóstoles: “Nadie llamaba propia cosa alguna, sino que todas les eran comunes” (Hch 4,32). Como tal vez algunos de ustedes no se han esmerado en examinar nuestra vida para conocerla como yo quiero que la conozcan, voy a explicarles lo que dije antes brevemente (...).
Llegué al episcopado, y vi la necesidad para el obispo de ofrecer hospitalidad a los que sin cesar iban y venían, pues al no hacerlo se mostraría inhumano. Delegar esa función al monasterio parecía inconveniente. Por esa razón quise tener en esta casa episcopal el monasterio de los clérigos. He aquí cómo vivimos. A ninguno le está permitido en la comunidad tener nada propio. Pero tal vez algunos lo tienen. A ninguno le está autorizado; si algunos lo tienen, hacen lo que no les está permitido.
Pienso bien de mis hermanos, y por pensar siempre bien me he abstenido de una investigación al respecto, puesto que el hacerla me parecía como desconfiar de ellos. Sabía y sé que todos los que viven conmigo conocen nuestro propósito, conocen la norma de nuestra vida» (Sermón 355,2).

Con el episcopado su actividad pastoral y literaria creció, así como la profundización en la doctrina católica. Su actividad pastoral se desarrollaba en tres «frentes»:

1) en su propia Iglesia de Hipona, mediante la predicación y la audientia episcopalis (cargo que lo agobiaba y le ocupaba casi todo el día [1]), el cuidado de los pobres y huérfanos, la formación del clero, la organización de los monasterios de hombres y mujeres, la administración de los bienes eclesiásticos (tarea que no le agradaba, pero que cumplía con interés) y la visita a los enfermos;
2) en la Iglesia africana, participando en los concilios programados todos los años, y por los viajes frecuentes que hacía -no obstante el esfuerzo que representaba para su salud no demasiado fuerte- con el fin de responder a la invitación de otros obispos o hacer frente a necesidades eclesiásticas;
3) en la Iglesia universal, bien interviniendo en las controversias dogmáticas, respondiendo a muchas consultas que se le hacían desde todas partes, o escribiendo numerosos libros sobre cuestiones que le planteaban o imponían.

Agustín predicaba con mucha frecuencia: sábados y domingos, y a menudo varios días seguidos hasta dos veces al día. Como obispo continuó la controversia con los maniqueos refutando el prólogo de la carta de Manes llamada del fundamento (Réplica a la carta llamada «del Fundamento»); disputó con Félix sobre la creación y el origen del mal (Actas del debate con Félix); escribió sobre la bondad ontológica de las cosas (Sobre la naturaleza del bien contra los maniqueos); respondió a Fausto sobre la armonía entre el Antiguo y el Nuevo Testamento (Respuesta a Fausto); y lo mismo hizo con Secundino sobre la inmutabilidad de Dios, la naturaleza del mal y la creación de la nada (Respuesta a Secundino)[2] .

La polémica donatista comenzada como sacerdote, siguió llevándola adelante con éxito como obispo, demostrando la inconsistencia histórica y teológica del cisma. Dirigió sendas obras a los portavoces que lo defendían: a Parmeniano de Cartago (+ 391/392) [Réplica a la carta de Parmeniano]; a Petiliano de Constantina (+ después 415) [Réplica a las cartas de Petiliano], y a Cresconio (Réplica a Cresconio gramático). Agustín puso claridad en el controvertido tema de la validez del bautismo administrado por los herejes (Tratado sobre el bautismo; El único bautismo), y probó con textos bíblicos la unidad universal de la Iglesia (La unidad de la Iglesia). Fue el alma de la gran Conferencia de Cartago del año 411 entre católicos y donatistas, de cuyas actas hizo luego una síntesis (Resumen del debate con los donatistas), y lanzó una llamada a los donatistas descontentos después de la reunión en favor de la unidad (Mensaje a los donatistas después de la Conferencia)[3] . Por otra parte, escribió una especie de «manual» al conde Bonifacio sobre la historia del donatismo, la intervención de las leyes imperiales, y la bondad de la Iglesia que llama y acoge a los extraviados (La corrección de los donatistas o Ep. 185).

Todavía no había concluído la controversia donatista, cuando tuvo origen la polémica pelagiana. El obispo de Hipona no fue ni el primero ni el único personaje en intervenir, pero indudablemente su crítica «dura, positiva y perseverante» fue fundamental para la suerte que corrió finalmente el pelagianismo. Esta controversia tuvo dos momentos bastante definidos, uno expositivo y otro polémico.

En el primer momento -de carácter más expositivo-, el tono de la controversia fue tranquilo, sin aducir nombres o, si salían, acompañados de demostraciones de mutua estima. Agustín en su primera obra fundamental sobre el tema (El mérito de los pecadores, la remisión y el bautismo de los niños), expuso la teología de la redención y del bautismo, del pecado original y de la gracia, dando respuesta a la vez a las dificultades de los pelagianos. En su obra El espíritu y la letra explicó las relaciones entre la ley (representada por la letra) y el espíritu, la gracia, aclarando el concepto de libertad cristiana. Luego respondió al libro de Pelagio (+ h. 427) titulado La naturaleza con otra obra, La naturaleza y la gracia, cuidándose de mencionar el nombre del autor impugnado. En este libro demostró que, para no inutilizar la cruz de Cristo, hay que defender no sólo la naturaleza, sino también la gracia que sana y libera a la naturaleza. También respondió a las Definiciones de Celestio negando la «impecancia» y sosteniendo la imperfección de la justicia humana, incluso del santo (La perfección de la justicia del hombre).

Cuando Pelagio fue absuelto en el sínodo de Dióspolis a fines de 415, Agustín escribió Los hechos de Pelagio, demostrando que este había sido absuelto, pero el pelagianismo condenado. Poco después intervino nuevamente para aclarar el equívoco con que los pelagianos hablaban de la gracia y del pecado original (La gracia de Cristo y el pecado original), y escribió además otros cuatro libros para aclarar los errores de un joven llamado Víctor, y para defender su oscilación entre el «creacionismo» y el «traducianismo espiritual» (El alma y su origen).

En su segundo momento la controversia pelagiana cobró un tono más vivo, verdaderamente polémico. Se inició con la condena del pelagianismo con la carta Tractoria del papa Zósimo (417-418). La intervención agustiniana en este tiempo se extiende desde sus obras Contra dos epístolas de los pelagianos y El matrimonio y la concupiscencia a las dos respuestas dirigidas a Juliano de Eclana (+ h. 455): la Réplica a Juliano, y la Segunda respuesta a Juliano, obra que quedó inconclusa por haberle sobrevenido la muerte.

En medio de la controversia pelagiana se insertó otra, relacionada con ella, promovida por algunos monjes de Adrumeto (África) y de Marsella (Galia), sobre las cuestiones de la gracia, la libertad y la predestinación. A los monjes de Adrumeto respondió en sus escritos La gracia y el libre albedrío donde demuestra, apelando a la Escritura, la necesidad de afirmar juntamente tanto la libertad como la gracia, y en La corrección y la gracia, obra clave del sistema agustiniano, en la que trata los temas de la predestinación y la eficacia de la gracia, diferente antes y después del pecado original.

A los monjes de Marsella respondió con La predestinación de los santos y El don de la perseverancia, donde demuestra que el comienzo de la fe y la perseverancia final son dones de Dios. Sin embargo, conviene aclarar que no todos los monjes provenzales simpatizaban con las ideas pelagianas, pues Agustín mismo habla de algunos de ellos como «hermanos que combatían con él por la fe católica el funesto error pelagiano» (La predestinación de los santos 14,29).

También frente a otras herejías Agustín tuvo intervenciones importantes. Contra el arrianismo dejó varias obras: Réplica al sermón de los arrianos, Debate con Maximino, obispo arriano y Réplica a Maximino arriano. Contra los priscilianistas, marcionitas y judíos estuvieron dirigidos los escritos: A Orosio, contra los priscilianistas y origenistas, Réplica al adversario de la Ley y los Profetas y Tratado contra los judíos, respectivamente. Sobre las herejías en general versaba su catálogo Las herejías, dedicado a Quodvultdeus de Cartago (+ h. 454).

Además de estas obras de controversia, Agustín compuso muchas otras obras de distinto tipo: exegéticas, morales, pastorales, filosófico-teológicas, a las que hay que añadir la correspondencia sobre los temas más variados: autobiográficos, espirituales, filosófico-teológicos, exegéticos e históricos. A esto se suman los «discursos», repartidos en los Comentarios a San Juan, la Exposición sobre los Salmos y los Sermones.

Noventa y tres obras, alrededor de cuatro mil sermones, de los que sólo han llegado hasta nosotros unos quinientos setenta, y algo más de trescientas cartas, dan buena fe de la grandeza de su trabajo.

Su último escrito fue una carta (Ep. 228), dictada en el lecho de muerte, en la que trataba el tema de los deberes de los presbíteros durante la invasión de los bárbaros:

«Cuando el peligro es común a todos, obispos, clérigos y laicos, aquellos que tienen necesidad de los otros no sean abandonados por aquellos de los que tienen necesidad. En este caso, deben transferirse todos a lugares  seguros pero si algunos tienen necesidad de permanecer, no sean abandonados por aquellos que tienen el deber de asistirlos con el sagrado ministerio, de manera que se salven juntos o juntos soporten las calamidades que el Padre de familias quiere que sufran... entonces se verá quién de ellos sufre por los otros: evidentemente aquellos que, aun pudiendo sustraerse a tales desgracias con la fuga, han preferido quedarse para no abandonar a los otros en los momentos críticos. Esta es la prueba suprema de la caridad (...).
Quizá diga aquí alguno que los ministros de Dios deben huir al acercarse estas desgracias, con el fin de conservarse para utilidad de la Iglesia en tiempos más tranquilos. Eso pueden hacerlo rectamente algunos cuando no faltan otros para atender al ministerio eclesiástico, que no es abandonado por todos. Ya dijimos que eso lo hizo Atanasio; la fe católica sabe cuán útil era para la Iglesia la vida de aquel varón, que con su palabra y con su amor la defendió de los herejes arrianos. Pero, cuando el peligro es común, es de temer que muchos hagan eso no por la voluntad de ser útiles, sino por el miedo a la muerte, y causen mayor mal con el escándalo de su fuga que provecho con el deber de vivir. En esos casos no debe  hacerse. En fin, cuando el santo rey David se abstuvo de lanzarse a los peligros de la batalla “para que no se extinguiera la lámpara de Israel” (2 R 2,17), como allí se dice, esto lo aceptó cuando lo pidieron los suyos, no lo  presumió él. En caso contrario hubiese arrastrado a muchos a la cobardía con su ejemplo, si hubiesen creído que lo hacía perturbado por el pánico y no por la consideración de la utilidad de los otros (...).
Por tanto, quien huye de modo que al huir no priva a la Iglesia del ministerio necesario, hace lo que el Señor mandó o permitió. Pero el que huye de modo que priva a la grey de Cristo de los alimentos espirituales de que vive, es un mercenario, que ve venir al lobo y huye, porque no cuida de las ovejas. Esto es lo que te contesto, hermano carísimo, porque me consultaste con la verdad y la caridad que juzgué necesaria. En estos peligros no podemos hacer cosa mejor que orar a Dios nuestro Señor para que se compadezca de nosotros. Algunos santos y prudentes varones, por un don de Dios, han merecido el querer y el hacer esto: no abandonar las Iglesias de Dios.
Y no han desmayado en su determinación entre los dientes de los calumniadores» (Epístola 228, 2 3.10.14).

Agustín murió el 28 de agosto del año 430, durante el tercer mes del asedio de Hipona por los vándalos, dejando inacabadas tres importantes obras, una de ellas la segunda respuesta a Juliano de Eclana, el arquitecto del pelagianismo.
(1) «Es sencillamente espantoso -escribe a Marcelino-, todos vienen a mí con todo linaje de asuntos, y, por desgracia, yo no puedo ni escaparme ni dejarlos correr» (Ep. 139,3).
(2) Agustín mismo consideraba que esta era la mejor obra que había escrito contra la secta (ver Retractaciones 1,10).
(3) Agustín en Retractaciones 2,40 dice de esta obra: «Escribí también un libro bastante extenso, a mi entender, y con gran cuidado, a los mismos donatistas después de la Conferencia que tuvimos con sus obispos, con el fin de que no continuaran dejándose seducir...».