INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (60)

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San Agustín leyendo las cartas de san Pablo
Benozzo Gozzoli. 1464/65
Capilla absidal de San Agustín
San Gimignano, Italia
Agustín de Hipona (+ 430) [cuarta parte]

e. A las puertas del bautismo

En las Confesiones, libro séptimo, nos relata Agustín su experiencia en los momentos finales de su largo camino de conversión. Partiendo de la belleza de los cuerpos: ¿por qué una cosa es bella, o no bella, o menos bella?, enuncia ciertos juicios y se pregunta cuál es el fundamento de esos juicios. De allí pasa a la verdad inmutable: la verdad cuando enuncia un juicio. En el intelecto se da cuenta de que este recibe algunas verdades inmutables, y la mente llega así al ser sustancial. Pero luego viene la caída: le fue imposible fijar la mirada, y al volver a la vida cotidiana sólo lleva un recuerdo amoroso. ¿Qué ha aprendido? El camino para ascender a Dios en grados: cuerpo, alma, razón, intelecto; de lo exterior a lo interior; de lo inferior a lo superior:

«Y me admiraba de que te amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la costumbre carnal. Pero conmigo estaba tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que existía un ser a quien yo debía adherirme, pero a quien no estaba yo en condición de adherirme, porque “el cuerpo que se corrompe apega el alma y la morada terrena entorpece la mente que piensa muchas cosas”. Asimismo estaba certísimo de que “tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del mundo,  por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud sempiterna y tu divinidad”. Porque buscando yo de dónde aprobaba la hermosura de los cuerpos  ya celestiales, ya terrestres  y qué era lo que había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía: “Esto debe ser así, aquello no debe ser así”; buscando, digo, de dónde juzgaba yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de la verdad sobre mi mente mudable.
Y fui subiendo gradualmente de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo, al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y hasta el cual pueden llegar los animales. De aquí pasé nuevamente a la potencia raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales, la cual a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la misma inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada, cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo mudable; y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y, finalmente, llegué a “lo que es” en un golpe de vista trepidante.
Entonces fue cuando “vi tus cosas invisibles por la inteligencia de tus cosas creadas”; pero no pude fijar en ellas mi vista, antes, herida de nuevo mi flaqueza, volví a las cosas ordinarias, no llevando conmigo sino un recuerdo amoroso y como un apetito de viandas sabrosas que aún no podía comer» (Confesiones VII,17,23).

Esta vía la mantiene luego en su filosofía y en su espiritualidad. Sin embargo, «al caer» se halla ante un nuevo problema: el retorno del alma a Dios. El hombre no puede resolver el problema de la felicidad:

«Buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; pero no había de hallarla sino abrazándome con “el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos” (1 Tm 2,5; Rm 9,5), el cual clama y dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), y el alimento mezclado con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar), por “haberse hecho el Verbo carne” (Jn 1,14), a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la cual creaste todas las cosas.
Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su debilidad. Porque tu Verbo, verdad eterna, trascendiendo las partes superiores de tu creación, levantaba hacia sí a las que le están ya sometidas, al mismo tiempo que en las partes inferiores se edificó para sí una casa humilde de nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que, fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles viendo ante sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra túnica de piel, y, cansados, se arrojen en ella, para que, al levantarse, ésta los eleve» (Confesiones VII,18,24).

Una cosa es la patria, otra es el tener el camino hacia la patria. Soluciona la dificultad recurriendo a Cristo mediador. La respuesta se la da San Pablo:

«Así, pues, tomé ávidamente las venerables Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a todos, al apóstol Pablo. Y perecieron todas aquellas cuestiones en las cuales me pareció algún tiempo que se contradecía a sí mismo y que el texto de sus discursos no concordaba con los testimonios de la Ley y los Profetas, y apareció uno a mis ojos el rostro de los castos oráculos y aprendía a alegrarme con temblor.
Comprendí y hallé que todo cuanto de verdadero había yo leído allí, se decía aquí realzado con tu gracia, para que el que ve “no se gloríe, como si no hubiese recibido” (1 Co 4,7), no ya de lo que se ve, sino también del poder  ver  pues “¿qué tienes que no lo hayas recibido?” (1 Co 4,7) ; y para que sea no sólo exhortado a que te vea, a ti, que eres siempre el mismo, sino también sanado, para que te retenga; y que el que no puede ver de lejos camine, sin embargo, por la senda por la que llegue, y te vea, y te posea (...).
Pero una cosa es ver desde una cima agreste la patria de la paz, y no hallar el camino que conduce a ella, y fatigarse  en vano por lugares sin caminos, cercados por todas partes y rodeados de las asechanzas de los fugitivos desertores con su jefe o príncipe el león y el dragón, y otra cosa es poseer la senda que conduce allí, defendida por los cuidados del celestial Emperador, en donde no roban los desertores de la milicia celestial, antes la evitan como un suplicio.
Todas estas cosas se me entraban por las entrañas por modos maravillosos cuando leía al menor de tus apóstoles y consideraba tus obras, y me sentía espantado, fuera de mí» (Confesiones VII,21,27).

Agustín ha crecido gradualmente en el conocimiento de Cristo:

«Yo entonces juzgaba de otra manera, sintiendo de mi Señor Jesucristo tan sólo lo que se puede sentir de un varón de extraordinaria sabiduría. Sobre todo me parecía haber merecido de la divina Providencia en favor nuestro una tan gran autoridad de magisterio por haber nacido maravillosamente de la Virgen, para darnos ejemplo de desprecio de las cosas temporales en pago de la inmortalidad.
Pero qué misterio encerraban aquellas palabras: “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14), ni sospecharlo podía siquiera. Sólo conocía, por las cosas que de él nos han dejado escritas, que comió y bebió, durmió, paseó, se alegró, se estremeció y predicó, y que la carne no se juntó a tu Verbo sino dotada de alma y razón. Conoce todo esto el que conoce la inmutabilidad de tu Verbo, la cual ya conocía yo, en cuanto podía, sin que dudara un punto siquiera en esto. Porque, en efecto, mover ahora los miembros del cuerpo a voluntad o no moverlos, estar dominado de algún afecto o no estarlo, proferir por medio de signos sabias sentencias o estar callado, indicios son de la mutabilidad de un alma y de una inteligencia. Todo lo cual, si fuese escrito falsamente de aquél, declinaría a causa de la mentira todo lo demás y no quedaría en aquellas letras esperanza alguna de salvación para el género humano. Pero como son verdaderas las cosas allí escritas, reconocía yo en Cristo al hombre entero, no cuerpo sólo de hombre o cuerpo y alma sin mente, sino al mismo hombre, el cual juzgaba debía ser preferido a todos los demás no por ser la persona de la verdad, sino por cierta extraordinaria excelencia de la naturaleza humana y una más perfecta participación de la sabiduría» (Confesiones VII,19,25).

Le resta todavía vencer algunas dudas psicológicas y consagrarse totalmente a Cristo. En este camino le será de inestimable ayuda el descubrimiento de la vida monástica y la reflexión sobre el espíritu que lucha contra sí mismo. Siente que se le plantea un combate entre hábitos antiguos y la adhesión a las nuevas aspiraciones que le habían nacido en el alma:

«¡Silencio, por favor, silencio! ¿Por qué me atormentas, por qué ahondas tanto y hurgas en mis males? No resisto el llanto de mis ojos. No más promesas, ni presunción, ni examen acerca de tales cosas. Muy bien dices que el Médico, a cuya visión aspiro, sabrá cuándo estoy sano; que se cumpla su voluntad y se manifieste cuando le plazca; me entrego enteramente a su clemencia y cuidado. A los dispuestos de este modo no cesará de levantarlos.
Basta ya de alardes de mi salud hasta que logre encontrarme cara a cara con aquella Hermosura... ¿Cómo quieres que tengan término mis llantos, cuando no los tiene mi miseria? ¿Me aconsejas mire por la salud del cuerpo, cuando soy víctima de esta peste? Te ruego, si algo puedes sobre mí, que intentes guiarme por algún sendero, aproximándome un poco a aquella luz, ya tolerable, si algo he adelantado, y así no tornarán los ojos a las tinieblas abandonadas, pues todavía halagan mi ceguera» (Soliloquios I,14,26).

Llega entonces al fin de la lucha y le anuncia a su madre el deseo de dejarlo todo:

«Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: “Reciban al débil en la fe” (Rm 14,1), lo cual se aplicó a sí mismo y me lo comunicó. Fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente de mí.
Después entramos a ver a la madre, e indicándoselo se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, “que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos” (Ef 3,20), porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos.
Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así “convertiste su llanto en gozo” (Sal 29,12), mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne» (Confesiones VIII,12,30; ver VIII,8,19).

Agustín no sólo ha conseguido liberarse del error, sino también de aquello que le impide ser plenamente libre. Ha encontrado la libertad por el amor. La gracia ha venido en su auxilio para hacerle amable lo que no era amable a sus ojos.

A partir de las fuentes, de la conversión de Agustín pueden afirmarse al menos tres cosas: que las Confesiones tienen valor histórico, con tal que se distingan en ella los hechos narrados -que también coinciden con los que nos alcanzan los sermones- del juicio del narrador, que es el de Agustín ya obispo; que la conversión fue un regreso a la fe católica, al verla no ya en contraste sino en armonía con la meta sapiencial señalada por los platónicos; y que la adhesión al motivo propio de la fe, la autoridad de la Iglesia, fue anterior a la lectura de los platónicos, aunque el contenido de la misma era todavía «vago y fluctuante más allá de la justa medida de su doctrina» (Confesiones VII,5,7).

f. Desde el bautismo a la elección episcopal (387 396): Milán, Roma, Tagaste, Hipona

Decidido ya Agustín a renunciar al matrimonio y a la enseñanza se retiró, a fines de octubre, a Casiciaco (quizá la actual Cassago, en Brianza), para prepararse al bautismo. Volvió a Milán a comienzos de marzo para inscribirse entre los catecúmenos. Siguió las catequesis de san Ambrosio y por él fue bautizado en la vigilia pascual del año 387 (noche del 24 al 25 de abril). Entonces, como lo cuenta él mismo «huyó de nosotros toda ansiedad de la vida pasada»:

«Así que cuando llegó el tiempo en que debíamos “dar el nombre”, dejando la quinta, retornamos a Milán. Quiso también Alipio renacer en ti conmigo, revestido ya de la humildad conveniente a tus sacramentos, y tan fortísimo domador de su cuerpo, que se atrevió, sin tener costumbre de ello, a andar con los pies descalzos sobre el suelo glacial de Italia.
Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente de mi pecado. Tú, sin embargo, le habías hecho bien. Tenía unos quince años; pero por su ingenio iba delante de muchos graves y doctos varones. Dones tuyos eran éstos, te lo confieso, Señor y Dios mío, creador de todas las cosas y muy poderoso para dar forma a todas nuestras deformidades, pues yo en este niño no tenía otra cosa que el delito. Porque aun en aquello mismo en que le instruíamos en tu disciplina, tú eras quien nos lo inspirabas, no ningún otro; dones tuyos, pues, eran, te lo confieso.
Hay un libro nuestro que se intitula “Del Maestro”: él es quien allí habla conmigo. Tú sabes que son suyos los conceptos todos que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de edad de dieciséis años. Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo; espantado me tenía aquel ingenio. Pero, ¿quién fuera de ti podía ser autor de tales maravillas? Pronto le arrebataste de la tierra; con toda tranquilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absolutamente nada por un hombre tal, ni en su niñez ni en su adolescencia. Le asociamos juntos en tu gracia, para educarle en tu disciplina; y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros el cuidado en que estábamos por nuestra vida pasada.
Yo no me hartaba en aquellos días, por la dulzura admirable que sentía, de considerar la profundidad de tu consejo sobre la salvación del género humano. ¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces en mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas» (Confesiones IX,6,14).

Luego, dejó Milán y, junto con su madre, se dirigió a Ostia para embarcarse de regreso a África. Pero Mónica murió después de una repentina y breve enfermedad (año 387):

«Ignoraba yo también cuándo esta vanidad (ser enterrada junto a su marido) había empezado a dejar de ser en su corazón, por la plenitud de tu bondad; me alegraba sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en su patria al decir: “¿Qué hago ya aquí?”.
También oí después que, estando yo ausente, como cierto día conversase con algunos amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer porque tú se la habías dado, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad, respondió: “Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme”.
Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue liberada de su cuerpo aquella alma religiosa y piadosa» (Confesiones IX,11,28).

Agustín entonces volvió a Roma, donde permaneció hasta julio o agosto de 388, conociendo la vida monástica de esa ciudad y dedicado a la composición de algunos de sus escritos (Sobre la grandeza del alma; Sobre el libre albedrío). A continuación embarcó para África y se afincó en Tagaste llevando a la práctica, con sus amigos, un programa de vida ascética que se había trazado:

«Recibido el bautismo juntamente con otros compañeros y amigos, inclinados también al servicio del Señor, quiso volverse al África, a su propia casa y heredad; y una vez establecido allí, casi por espacio de tres años, ajeno a todos los cuidados seculares, en compañía de los que se le habían unido, vivía para Dios, con ayunos, oración y buenas obras, meditando día y noche en la divina ley. Comunicaba a los demás lo que recibía del cielo con su estudio y oración, enseñando a los presentes y ausentes con su palabra y escritos» (Posidio, Vida de San Agustín 3).

El año 391 viajó a Hipona para «buscar un lugar donde abrir un monasterio y vivir con mis hermanos» como lo contará después a su pueblo fiel:

«Yo, en quien por la misericordia de Dios ven a su obispo, vine siendo joven a esta ciudad. Buscaba dónde fundar un monasterio para vivir con mis hermanos. Había abandonado toda esperanza mundana y no quise ser lo que hubiera podido  ser; tampoco, es cierto, busqué lo que soy. Elegí ser postergado en la casa de Dios antes que habitar en las tiendas de los pecadores (Sal 83,11). Me separé de quienes aman el mundo, pero no me equiparé a quienes gobiernan los pueblos. No elegí un puesto superior en el banquete de mi Señor, sino el último y despreciable, pero quiso él decirme: "Sube más arriba" (Lc 14,10)» (Sermón 355,2).

Allí lo sorprende la ordenación sacerdotal:

«Entonces regía la Iglesia de Hipona el santo obispo Valerio, quien, movido por la necesidad de su grey, habló a los fieles de la provisión y de la ordenación de un sacerdote idóneo para la ciudad; y los católicos, que ya conocían el género de vida y la doctrina de San Agustín, arrebatándole, porque se hallaba seguro en medio de la multitud, sin prever lo que podía suceder  pues, como nos decía él mismo, se alejaba solamente de las iglesias que no tenían obispo , lo apresaron y, como ocurre en tales casos, lo presentaron a Valerio para que lo ordenase, según lo exigían con clamor unánime y grandes deseos todos, excepto él, que lloraba copiosamente. No faltaron quienes interpretaron mal el clamor de su llanto, según nos refirió él mismo, y como para consolarle, le decían que, aunque era digno de mayor honra, con todo, el grado de presbítero era próximo al episcopado, siendo así que aquel varón de Dios, como lo sé por confidencia suya, derramaba sus lágrimas por más altos motivos, pensando en los muchos y graves peligros a que se exponía su vida  con el régimen y gobierno eclesiástico; y ésta era la verdadera causa de su lloro. Así, pues, realizaron su deseo los católicos» (Posidio, Vida de San Agustín 4).

Agustín aceptó la ordenación con bastante disgusto, solamente por no contradecir la voluntad divina:

«Pido ante todo que tu religiosa prudencia considere que en esta vida, máxime en estos tiempos, nada hay más fácil, más placentero y de más aceptación entre los hombres que el ministerio de obispo, presbítero o diácono, si se desempeña por mero cumplimiento y adulación. Pero, al mismo tiempo, nada hay más torpe, triste y abominable ante Dios que la tal conducta. Del mismo modo, nada hay en esta vida, máxime en estos difíciles tiempos, más gravoso que la obligación del obispo, presbítero o diácono.
Tampoco hay nada más santo ante Dios, si se milita en la forma exigida por nuestro emperador. Yo ni en mi infancia ni en mi adolescencia aprendí qué forma es ésa. Cabalmente en la hora en que comenzaba a enterarme, se me hizo violencia por mérito de mis pecados, pues no hallo otra explicación. Se me forzó a ser el segundo de a bordo, cuando ni de empuñar el remo era capaz» (Epístola 21,1).

Entonces solicitó permiso a su obispo, Valerio, para fundar, según su plan, un monasterio; aquel lo autorizó y Agustín empezó a vivir como sacerdote y monje, dedicado al ascetismo y al estudio, según la manera y regla establecida en tiempos de los santos apóstoles:

«Ordenado, pues, presbítero, luego fundó un monasterio en la iglesia, y comenzó a vivir con los siervos de Dios según el modo y la regla establecida por los apóstoles. Sobre todo miraba a que nadie poseyese bienes, que todo fuese común y se distribuyese a cada cual según su necesidad. Así lo había practicado él primero, después de regresar de Italia a su patria. Y San Valerio, su ordenante, como varón piadoso y temeroso de Dios, no cabía en sí de gozo, dando gracias al cielo por haber respondido a sus peticiones tan favorablemente, porque, según contaba él mismo, con mucha instancia le había pedido al Señor le diese un hombre capaz de edificar con su palabra y su doctrina saludable a la Iglesia, pues siendo griego de origen y no muy perito en lengua y literatura latinas, se tenía por menos apto para este fin. Y dio a su presbítero potestad para predicar el Evangelio en su presencia y dirigir frecuentemente la palabra al pueblo, contra el uso y costumbre de las Iglesias de África, lo cual provocó la desaprobación de otros obispos. Pero aquel venerable y celoso varón, sabedor de la costumbre contraria, vigente en las Iglesias orientales, y mirando por la utilidad de las almas, no dio oído a las murmuraciones, dichoso de ver que el sacerdote hacía lo que no podía él, obispo.
Así la antorcha encendida y brillante puesta sobre el candelabro, iluminaba a todos los que estaban en casa. Después, propagándose la fama de este hecho, como de un buen ejemplo precursor, algunos presbíteros, facultados por sus obispos, comenzaron también a predicar al pueblo delante de sus pastores» (Posidio, Vida de San Agustín 5).

Siendo apenas sacerdote ejerció la función de la predicación por deseos del obispo, en contra de la usanza africana. Habiendo sido sorprendido súbitamente por la ordenación sacerdotal, solicitó entonces a su obispo Valerio el tiempo libre necesario para procurarse, con el estudio privado, el saber teológico requerido para cumplir su función, que, por otra parte, consideraba imperfecto:

«... Ahora, que conozco mi ignorancia, sé ciertamente que debo estudiar todas las medicinas contenidas en las Escrituras y dedicarme a la oración y a la lectura. Debo adquirir para tan peligroso puesto la oportuna salud de mi alma. Fuí ordenado justamente cuando buscaba ocasión y espacio para meditar la Sagrada Escritura... Aun no conocía bastante mi deficiencia en ese aspecto, y ahora me atormenta y me aterra. Pero, ya que los hechos me han dado experiencia de lo que necesita un hombre para distribuir al pueblo el sacramento y la palabra de Dios, no me es posible en la actualidad adquirir lo que reconozco que me falta. ¿Quieres, pues, que yo perezca, padre Valerio? ¿En dónde está tu caridad? ¿Me amas verdaderamente? ¿Ciertamente amas a la Iglesia, a cuyo ministerio me has dedicado? Seguro estoy de que nos amas a mí y a ella. Pero me juzgas preparado. Yo, sin embargo, me conozco mejor, y ni yo mismo me conocería si la experiencia no me hubiera abierto los ojos.
Pero quizá diga tu santidad: quisiera saber qué elementos necesitas para tu formación. Son tantos, que el decirte los que tengo me sería más fácil que enumerarte los que deseo adquirir. Me atrevo a confesar que conozco y con plena fe retengo lo que atañe a mi propia salud. Pero ¿cómo he de administrarlo a los demás sin buscar mi propia utilidad, sino la salvación de los otros? Quizá haya ciertos consejos en los Sagrados Libros (y no cabe duda de que los hay), cuyo conocimiento y comprensión ayudan al hombre de Dios a tratar con más orden los asuntos eclesiásticos, o por lo menos a vivir con sana conciencia entre las manos de los impíos, o a morir por no perder aquella vida por la que suspiran los corazones cristianos, humildes y mansos. ¿Cómo puede conseguirse eso sino pidiendo, llamando y buscando, es decir, orando, leyendo y llorando, como el mismo Señor ordenó? Con este fin me valí de los hermanos (monjes) para solicitar de tu sincerísima y venerable caridad alguna prórroga, por ejemplo, hasta la Pascua; ahora repito mi petición por estas preces...» (Ep. 21, 3-4).

Ya desde este tiempo afrontó el problema de la credibilidad de la Iglesia (De la utilidad de creer), y tuvo un discurso importante sobre el símbolo y la fe en un concilio plenario africano (La fe y el Símbolo de los Apóstoles). También se ocupó de otros temas como la moral y la espiritualidad bíblica (El sermón de la montaña), sobre el libro del Génesis (Sobre el Génesis a la letra incompleto), y la soteriología paulina, esta última con escaso éxito (Exposición de la ep. a los Gálatas; Exposición incoada de la ep. a los Romanos). Entretanto continuó la controversia maniquea: con la disputa con Fortunato (Actas del debate con Fortunato), y las dos obras Las dos almas y Réplica a Adimanto. También por este tiempo comenzó la polémina antidonatista: con el canto popular Salmo contra la secta de Donato, y una obra que se ha perdido, Contra la epístola de Donato (ver Retractaciones 1,21).