INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (59)

gozzoli82.jpg
Partida de san Agustín hacia Milán
Benozzo Gozzoli. 1464/65
Capilla absidal de San Agustín
San Gimignano, Italia
Agustín de Hipona (+ 430) [tercera parte]

d. Primeros pasos hacia la conversión (384 387): Milán, Roma

En la fase de retorno «hacia arriba» fue fundamental la figura de Ambrosio. Este nunca lo auxilió directamente en el plano espiritual de la conversión. Lo trató más bien con frialdad, al menos al comienzo, pero lo ayudó  indirectamente  a «desbloquear» la situación:  

«Llegué a Milán y visité al obispo, Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo “la flor de tu trigo”, “la alegría del óleo” y “la sobria embriaguez de tu vino”. A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti sabiéndolo. Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho como obispo por mi viaje. Yo comencé a amarle; al principio no ciertamente como doctor de la verdad, la que desesperaba de hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo. Le oía con todo cuidado cuando predicaba, no con la intención que debía, sino como queriendo explorar su elocuencia y ver si correspondía a su fama o si era mayor o menor que la que se pregonaba, quedándome colgado de sus palabras, pero sin cuidar de lo que decía, que más bien despreciaba. Me deleitaba con la suavidad de sus sermones, los cuales, aunque más eruditos que los de Fausto, eran, sin embargo, menos festivos y dulces que los de éste en cuanto al modo de decir; porque, en cuanto al fondo de los mismos, no había comparación, pues mientras Fausto erraba por entre las fábulas maniqueas, éste enseñaba saludablemente la salvación eterna. Porque “lejos de los pecadores anda la salvación”, y yo lo era entonces. Sin embargo, a ella me acercaba insensiblemente y sin saberlo» (Confesiones V,13,23).

Agustín descubrió en la predicación de Ambrosio que aquello que los maniqueos decían sobre la Iglesia era falso. Sostenían que la Iglesia católica era «antropomorfita», es decir, que tomaba el libro del Génesis según la letra. Y Agustín descubre que el obispo de Milán explica el Génesis en sentido espiritual:

«Aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía  era este vano cuidado lo único que había quedado en mí, desesperado ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti , se venían a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él  al mismo tiempo  lo que decía de verdadero; pero esto por grados. Porque primeramente empezaron a parecerme defendibles aquellas cosas y que la fe católica  en pro de la cual creía yo que no podía decirse nada ante los ataques de los maniqueos  podía afirmarse y sin temeridad alguna, máxime habiendo sido explicados y resueltos una, dos y más veces los enigmas de las Escrituras del Antiguo Testamento, que, interpretados por mí a la letra, me daban muerte. Así, pues, declarados en sentido espiritual muchos de los lugares de aquellos libros, comencé a reprender aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la Ley y los Profetas» (Confesiones V,14,24).

En otra parte confiesa:

«Entre tantas dificultades sólo me faltaba pedir con llanto penitente a la divina Providencia que me socorriera. Y lo hacía atentamente, y ya las disputas con el obispo de Milán me habían hecho tanta impresión, que casi estaba deseando, con cierta esperanza, estudiar algunos pasajes de ese Antiguo Testamento, hacia los cuales teníamos aversión por lo que contra ellos nos habían dicho» (De la utilidad de creer 8,20).

De esta manera Agustín entra en contacto con el método alegórico para la interpretación de la Sagrada Escritura:

«(...) Le oía, es verdad, predicar al pueblo rectamente la palabra de la verdad todos los domingos, confirmándome más y más en que podían ser soltados todos los nudos de las maliciosas calumnias que aquellos engañadores nuestros levantaban contra los libros sagrados.
Así que averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el seno de la madre Católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras: “Hiciste al hombre a tu imagen”, de tal suerte que creyesen o pensasen que estabas dotado de forma de cuerpo humano  aunque no acertara yo entonces a imaginar, pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual , me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no contra la fe católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando. Porque ciertamente tú  ¡oh altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni menores, sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún lugar!  no tienes ciertamente tal figura corporal, no obstante que hayas hecho al hombre a tu imagen y desde la cabeza a los pies ocupe éste un lugar» (Confesiones VI,3,4).

En este período Agustín recupera la fe en la Iglesia católica, superando así el escepticismo y el racionalismo. Descubre que no es posible que la mente humana ignore la verdad, y si la ignora es porque ha errado el método: excluir la fe y pretender alcanzar la certeza con la sola razón es un camino equivocado. Comprende la importancia de la fe en la vida humana. Razón y autoridad son dos caminos para llegar al conocimiento de la verdad:

«En el orden del tiempo viene primero la autoridad; en orden de importancia la razón. En efecto, una cosa es lo que se antepone sobre el plano de la acción y otra es lo que se estima en orden al fin. La autoridad es más eficaz para la masa no instruida, la razón es más conveniente para las personas doctas. Pero nadie es docto sin haber sido antes indocto, ni sabe en qué condiciones deba presentarse a los maestros y con qué método pueda aprender; por eso se deduce que sólo la autoridad puede abrir la puerta a aquellos que aspiran a aprender cosas grandes y escondidas» (Del orden II,9,6).

En el tiempo, primero la fe: “credo ut intelligam”. En importancia, primero la razón, de ella nace la ciencia. La mente humana no se puede detener en la fe, quiere, necesita, la ciencia, la certeza:

«Dios está muy lejos de odiar en nosotros esa facultad por la que nos creó superiores al resto de los animales. Él nos libre de pensar que nuestra fe nos incita a no aceptar ni buscar la razón, pues no podríamos ni aun creer si no tuviéramos almas racionales. Pertenece al fuero de la razón el que preceda la fe a la razón en ciertos temas propios de la doctrina salvadora, cuya razón no somos todavía capaces de percibir. Lo seremos más tarde. La fe purifica el corazón para que capte y soporte la luz de la gran razón. Así dijo razonablemente el profeta: "Si no creen, no entenderán" (Is 7,9). Aquí se distinguen, sin duda alguna, dos cosas. Se da el consejo de creer primero para que después podamos entender lo que creemos. Por lo tanto, es la razón la que exige que la fe preceda a la razón. Ya ves que, si este precepto no es racional, ha de ser irracional, y Dios te libre de pensar tal cosa. Luego si el precepto es racional, no cabe duda de que esta razón, que exige que la fe preceda a la razón en ciertos grandes puntos que no pueden comprenderse, debe ella misma preceder a la fe (...).
No es pequeño principio del conocimiento de Dios el conocer ya lo que Dios no es antes que podamos saber lo que es. Ama intensamente el entender. Ni siquiera las Sagradas Escrituras (que imponen la fe en grandes misterios antes de que podamos entenderlos) podrán serte útiles si no las entiendes rectamente. Todos los herejes que han admitido la autoridad de las divinas Escrituras, creen haberse atenido a ellas, cuando se atuvieron más bien a sus propios errores; pero son herejes no por haberlas menospreciado, sino por no haberlas entendido» (Epístola 120,3.13).

La fe es la primera vía para llegar a la verdad, pero no está separada de la razón: “intelligas ut credas”. La razón aclara a quién podemos confiarnos. Además, Agustín confirma su fe en Cristo: único maestro de todos los hombres. Cristo es la única autoridad. Las Sagradas Escrituras nos lo revelan:

«He aquí las convicciones probables que entre tanto me he formado, según pude, de los Académicos. Si son acertadas, poco me importa, porque por ahora me basta con creer que el hombre puede hallar la verdad. Pues quien opina que los Académicos mismos han pensado así, lea a Cicerón. Porque dice él que solían ocultar su doctrina, sin descubrírsela a nadie más que al que llegaba con ellos a la ancianidad.
Cuál fuese su doctrina, Dios lo sabe; yo creo que fue la de Platón. Pero para que conozcan brevemente mi plan, sea cual fuere la humana sabiduría, veo que aun no la he alcanzado yo. Con todo, aun hallándome ya en los treinta y tres años de la vida, creo que no debo desconfiar de alcanzarla alguna vez, pues, despreciando los bienes que estiman los mortales, tengo propósito de consagrar mi vida a su investigación. Y como para esta labor me impedían con bastante fuerza los argumentos de los Académicos, contra ellos me he fortalecido en la presente discusión. Pues a nadie es dudoso que una doble fuerza nos impulsa al aprendizaje: la autoridad y la razón. Y para mí es cosa ya cierta que no debo apartarme de la autoridad de Cristo, pues no hallo otra más firme. En los temas que exigen arduos razonamientos  pues tal es mi condición que impacientemente estoy deseando conocer la verdad, no sólo por fe, sino por comprensión de la inteligencia  confío entre tanto hallar en los platónicos la doctrina más conforme con nuestra revelación» (Contra los Académicos III,20,43).

Agustín acepta la autoridad de la Iglesia, desde el momento en que comprende que la Sagrada Escritura debe ser garantizada y rectamente interpretada por ella:

«Un doble camino, pues, se puede seguir para evitar la oscuridad que nos circunda: la razón o la autoridad. La filosofía promete la razón, pero salva a poquísimos, obligándolos, no a despreciar aquellos misterios, sino a penetrarlos con su inteligencia, según es posible en esta vida. Ni persigue otro fin la verdadera y auténtica filosofía sino enseñar el principio sin principio de todas las cosas, y la grandeza de la sabiduría que en Él resplandece, y los bienes que sin detrimento suyo se han derivado para nuestra salvación de allí. Ella nos instruye en nuestros sagrados misterios, cuya fe sincera e inquebrantable salva a las naciones dándoles a conocer a un Dios único, omnipotente y tres veces poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sin confundir las tres personas, como hacen algunos, ni ofenderlas, como otros. Y la sublimidad del misterio de la encarnación, por la que Dios tomó nuestro cuerpo, viviendo entre nosotros, cuando más vil parece, tanto mejor ostenta la clemencia divina, y resulta más remoto e inasequible a la soberbia de los hombres de ingenio» (Del orden II,5,16).

Aceptada la autoridad de la Iglesia y de la Sagrada Escritura, Agustín podía ya salir del escepticismo y del racionalismo:

«Ya me habías sacado, Ayudador mío, de aquellas ligaduras; y aunque buscaba el origen del mal y no hallaba su solución, no permitías ya que las olas de mi razonamiento me apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de juzgarles a todos, que has puesto el camino de la salvación humana, en orden a aquella vida que ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y Señor nuestro, y en las Sagradas Escrituras, que recomiendan la autoridad de la Iglesia católica» (Confesiones VII,7,11).

Agustín tenía que resolver todavía dos grandes cuestiones que lo inquietaban y le impedían la completa conversión: el materialismo y el mal. La solución la halló leyendo a los neoplatónicos:

«Luego vine a este país (Italia), y hallé el norte que me guiara. Porque conocí por los frecuentes sermones de nuestro sacerdote y por algunas conversaciones contigo que, cuando se pretende concebir a Dios, debe rechazarse toda imagen corporal. Y lo mismo digamos del alma, que es una de las realidades más cercanas a él. Sin embargo, todavía me detenía, confieso, la servidumbre de la carne y la ambición de los honores para que no me diera inmediatamente al estudio de la filosofía verdadera. Cuando se cumpliesen mis aspiraciones, entonces, finalmente, como lo habían logrado varones felicísimos, podría a velas desplegadas lanzarme en su seno y reposar allí. Leí algunos  poquísimos  libros de Platón, a quien eras tú también aficionado, y comparando con ellos la autoridad de los libros cuyas páginas declaran los divinos misterios, tanto me enardecí que hubiera roto las áncoras, a no haberme conmovido el aprecio de algunos hombres. ¿Qué me faltaba ya para sacudir mi indolencia y tardanza a causa de cosas superfluas, sino que me favoreciese una borrasca, contraria según mi opinión? Así me sobrevino un agudísimo dolor de pecho, y entonces, incapaz de soportar la carga de mi profesión, por la que navegaba hacia las sirenas, todo lo eché por la borda para dirigir mi nave quebrada y fija al puerto del suspirado reposo» (De la vida feliz 1,4).

Alguien le procuró los libros de algunos filósofos traducidos al latín por Mario Victorino (muerto antes del año 386, y que realizó dichas traducciones antes de convertirse al cristianismo: hacia 355).

¿Qué neoplatónicos leyó Agustín? Sin duda, Plotino y Porfirio. Del primero: el “Sobre lo bello” (sexta cuestión de la “Primera Enéada”); “Sobre las tres personas” (octava cuestión de la “Primera Enéada”); “El origen del alma”. Del segundo: “Sobre el regreso del alma y Filosofía de los oráculos”.

¿Qué fue lo que encontró Agustín en los neoplatónicos? Ante todo, el principio de la interioridad: entra en ti mismo para conocerte mejor.

«En fin, si ahora disfruto de mi descanso; si he volado,  rompiendo las ligaduras de las cosas superfluas; si, dejando la carga de los cuidados ya muertos, ahora respiro, me reanimo, vuelvo en mí; si con deseo ardentísimo busco la verdad, que ya comienza a mostrárseme; si me alienta la confianza de llegar al sumo Bien, tú me has animado, tú has sido mi estímulo, a ti debo la realización de mis anhelos. Pero la fe, más que la razón, me ha hecho conocer a aquel de quien tú has sido instrumento. Pues cuando, estando contigo, te manifesté todos los movimientos de mi ánimo, asegurándote con firmeza muchas veces que para mí no había mejor suerte que la que me permitiese consagrarme completamente al estudio de la sabiduría, ni otra vida dichosa sino la que se vive conforme a ella, pero que yo me veía atado por la urgencia de atender con mi trabajo a los míos, y por otras muchas necesidades, como también por cierta vergüenza de mi parte, y el temor de arrastrar a mis parientes a una miseria bochornosa; entonces te erguiste con gran alborozo, te inflamaste con tan santo ardor en el deseo de este género de vida, que decías que, si lograbas verte libre de algún modo de la carga de aquellos procesos molestos, luego romperías todas mis cadenas aun con la participación contigo de tu patrimonio (...).
Y he aquí que unos libros, bien henchidos, como dice Celsino, esparcieron sobre nosotros los perfumes de la Arabia y, destilando unas poquísimas gotas de su esencia sobre aquella llamita, me abrazaron con un incendio increíble, ¡oh Romaniano!, pero verdaderamente increíble, y más de lo que tú piensas, y aun añadiré que más de lo que podía sospechar yo mismo.
No me atraían los honores, la pompa vana, el deseo de la vana gloria, los incentivos y halagos de la vida mortal. Vivía todo entero concentrado en mí mismo» (Contra los Académicos II,2,4 5).

Agustín descubre la luz de la interioridad y la influencia de la afectividad en el conocimiento:

«Y, amonestado de aquí a volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y lo pude hacer porque tú te hiciste mi ayuda. Entré y vi con el ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta vulgar y visible a toda carne ni otra casi del mismo género, aunque más grande, como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No era esto aquella luz, sino cosa distinta de todas éstas. Ni estaba sobre mi mente como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya.
Quien conoce la verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es quien la conoce. ¡Oh eterna verdad, y verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de horror» (Confesiones VII,10,16).

Consigue salir de la concepción materialista y opta por el principio de participación: las criaturas son participación del ser inmutable:

«Cualesquiera sean los filósofos que pensaron del Dios sumo y verdadero esto: que es Hacedor de las cosas creadas, y Luz de las que deben conocerse, y Bien de las que deben hacerse; que de Él procede el principio de la naturaleza, y la verdad de la ciencia, y la felicidad de la vida, los anteponemos a los demás y los creemos más cercanos a nosotros (...).
Y aunque el cristiano lego en las letras profanas no emplee en sus disputas la terminología que no aprendió, y no llame natural, como los latinos, o física, como los griegos, a la parte en que se estudia la inquisición de la naturaleza; y racional o lógica a aquella otra en que se busca el modo de conocer la verdad; y moral o ética a la que trata de las costumbres y de los fines de los bienes que deben apetecerse y de los males que deben evitarse, no por eso desconoce que de ese Dios uno, verdadero y óptimo, procede tanto la naturaleza, por la que somos imagen suya, como la ciencia, por la que le conocemos y nos conocemos; como la gracia, mediante la cual uniéndonos a Él, somos felices. Esta es la causa que nos mueve a preferirlos a los demás. Cabalmente porque los demás filósofos consumieron sus ingenios y desvelos en buscar las causas de los seres y en inquirir las reglas de la ciencia y de la vida; y éstos encontraron al Dios conocido, en el que está la causa del universo creado y la luz de la verdad, que cumple percibir, y la fuente de la felicidad, a la que cumple acercar nuestros labios. Sean éstos los platónicos, sean otros filósofos de nación distinta, los que así piensan de Dios sienten como nosotros. Pero nos place más dilucidar esta cuestión con los platónicos, justamente porque sus letras son más conocidas. En efecto, los griegos, cuya lengua lleva la palma entre los gentiles, se encargan de darles incienso y popularidad. Los latinos, movidos por su excelencia o por su gloria, las aprendieron con más gusto y, traduciendo sus obras a nuestro idioma, las ennoblecieron y esclarecieron más» (La Ciudad de Dios VIII,9; 10,2).

En la creación el ser inmutable participa a las criaturas algo de su naturaleza. Agustín acepta la creación «ex nihilo»:

«Lo que uno hace, o lo hace de su sustancia, o de una cosa exterior a sí, o de la nada. El hombre, que no es omnipotente, de su sustancia engendra al hijo, y como artífice de la madera engendra el arca, pero no la madera; produce el vaso, pero no la plata. Ningún hombre puede hacer algo de la nada, es decir, hacer que exista lo que antes en modo alguno existía. Dios, en cambio, que es todopoderoso, de su sustancia ha engendrado al Hijo, de la nada ha creado el mundo y de la tierra ha plasmado al hombre.
Gran diferencia separa lo que Dios ha engendrado de su sustancia y lo que ha hecho, no de su sustancia, sino de la nada; es decir, ha dado el ser y ha colocado entre las cosas que existen lo que antes en modo alguno existía» (Contra Félix maniqueo 2,18).

En la lectura de los neoplatónicos descubrió también una verdadera noción del mal:

«Buscaba el origen del mal pero sin tener éxito. No permitía, sin embargo, que las borrascas del pensamiento me quitasen la fe. Creía en tu existencia, en la inmutabilidad de tu sustancia, en tu gobierno sobre los hombres, en tu justicia, y creía que en tu Cristo, tu Hijo, Señor nuestro, y en las Sagradas Escrituras garantizadas por la autoridad de tu Iglesia católica, fueron dados a la humanidad los medios de la salvación para alcanzar la vida que comienza después de la muerte. Asegurados y consolidados sólidamente en mi ánimo estos principios, buscaba febrilmente cuál fuese el origen del mal» (Confesiones VII,7,11).

Los maniqueos se preguntaban: “unde malum?”. Con lo que ubicaban incorrectamente el problema. Hay que preguntarse: “quid malum?”, ¿qué cosa es el mal? El mal debe ser concebido como privación:

«Se me reveló netamente la bondad de las cosas corruptibles, que no podrían corromperse si fuesen sumos bienes o si no fuesen bienes. Siendo sumos bienes, serían incorruptibles; no siendo ningún bien no tendrían en sí nada de corruptibles. La corrupción es un daño pero no hay daño sin una disminución de bien. Por tanto, o la corrupción no es un daño, lo que no puede ser o, lo que es una cosa certísima, todas las cosas que se corrompen sufren una privación del bien... Todo lo que existe es bueno y el mal, cuyo origen buscaba, no es una sustancia. Así vi, así se me reveló claramente que tú has hecho todas las cosas buenas y que no existe ninguna sustancia que no haya sido hecha por ti» (Confesiones VII,12,18).

En otro lugar escribió:

«Preguntamos: ¿cuál es el origen del mal? Respondemos: el bien, pero no el Bien supremo e inmutable. Los males proceden de los bienes inferiores y mudables... Pero una naturaleza no sería mudable si de Dios procediera sin ser creada de la nada. Por ello, Dios, autor de la naturaleza, es autor del bien, y las cosas, al sufrir por su condición una privación de bien, no muestran con ello por quién han sido hechas, sino de qué han sido hechas, que no es algo, sino la nada absoluta» (Contra Juliano I,8,36 37).

El problema del materialismo Agustín lo superará al descubrir en su mundo interior, obedeciendo al consejo de los neoplatónicos, la luz inteligible de la verdad (ver Confesiones VII,10,16).

¿Qué fue lo que no encontró en los neoplatónicos? El misterio de la Encarnación, pero creyó vislumbrar huellas de la primera parte del Prólogo del Evangelio de San Juan (ver Confesiones VII,9,13-14; Contra los Académicos III,19,42).

En otro pasaje nos dice:

«También leí allí que el Verbo, Dios, no nació de carne ni de sangre, ni por la voluntad de varón, ni por voluntad de carne, sino de Dios. Pero “que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14) no lo leí allí» (Confesiones VII,9,14).

Nada encontró sobre la doctrina de la mediación (la gracia). Halló algo sobre la oración y la luz del Verbo. Por otra parte, Agustín pensó descubrir puntos que en realidad no estaban en los neoplatónicos: la divinidad del Verbo; la doctrina de la creación «ab aeterno»; la solución del problema de la felicidad eterna. A raíz de este último punto topa con un nuevo obstáculo: ¿puede el hombre alcanzar la salvación con sus propias fuerzas?