INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (58)

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San Agustín enseñando en Roma
Benozzo Gozzoli. 1464/65
Capilla absidal de San Agustín
San Gimignano, Italia
Agustín de Hipona (+ 430) [segunda parte]

c. Se toca fondo (383 384): Cartago, Roma, Milán

Poco a poco Agustín se convenció de la inconsistencia de la religión de Manes, gracias al estudio de las artes liberales y en especial de la filosofía. La prueba decisiva de dicha inconsistencia se la suministró el obispo maniqueo Fausto, al cual encontró simpático, pero completamente incapaz de resolver sus dudas, a punto tal que no aceptó ni siquiera entrar en su argumento:

«Por lo demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la secta se me acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, pero no hasta el punto de separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa mejor determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había venido a dar, hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor...» (Confesiones V,7,13).

A esta desilusión se sumaron otras, hasta que defraudado por el maniqueísmo, Agustín se tornó escéptico, pues no hallaba solución a sus dificultades que eran de diversa índole:

1) científicas; no encuentra concordancia entre las soluciones que le proponen los maniqueos y las de los filósofos; inicialmente pensó que tales problemas no entraban dentro del terreno de la fe, pero luego consideró que un hombre (Manes) que habló y enseñó con la autoridad de los Apóstoles de Cristo, considerándose la voz del Espíritu Santo, no puede equivocarse en estos asuntos científicos:

«No me convencía la explicación de los solsticios, equinoccios y eclipses y de otros temas que había aprendido en los libros de la sabiduría profana... Sin embargo, se me exigía el creer en aquella doctrina, que no concordaba con las explicaciones basadas sobre los números y sobre el testimonio de mis ojos» (Confesiones V,3,6).

2) bíblicas, pues un tal Elpidio sostenía públicamente en Cartago que los textos del Nuevo Testamento habían sido interpolados, pero semejante afirmación no la demostraba «críticamente», sino que se limitaba a propagar que «los escritos del Nuevo Testamento habían sido falsificados, no se sabía por quién, con el propósito de establecer la ley de los judíos en la fe cristiana» (Confesiones V,11,21). Agustín por su parte posteriormente dirá:    

«También me alegraba de que las Antiguas Escrituras de la ley y los profetas ya no se me propusiesen en aquel aspecto que antes, en que me parecían absurdas, reprendiéndolas como si tal hubieran sentido tus santos, cuando en realidad nunca habían sentido de ese modo...» (Confesiones V,11,21; VI,4,6).

3) Finalmente, encontraba otras dificultades metafísicas, pues aunque siguiendo al maniqueísmo «cuando yo quería pensar en mi Dios no sabía sino imaginar masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera existir lo que no fuese tal (...). De aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal (corpórea) y que era una mole negra y deforme...» (Confesiones V,10,19; 20). Sin embargo, llegó el momento en que no veía clara la teoría de una guerra entre un dios bueno y otro malo: ¿qué pasa si el dios bueno no quiere combatir con el dios malo? Y no puede decirse que el dios malo lo obliga, porque en tal caso debe afirmarse que el dios bueno no es perfecto.

Durante su estancia en Roma el escándalo provocado por el intento de un monasterio maniqueo, auspiciado por Constanzo, que terminó con la fuga del obispo que lo regía y la sedición de los electos que lo integraban, completó la decepción de Agustín hacia el maniqueísmo:

«Hecho esto, se reunieron con él todos los elegidos que se pudo encontrar en Roma. Se propuso como norma de vida un reglamento tomado de la carta de Manes; pero a muchos de ellos les pareció un yugo intolerable y se fueron, y los demás se quedaron por vergüenza. Se comenzó a vivir como se había determinado y como lo prescribía autoridad tan grande: el oyente, a la vez que urgía con vehemencia a todos al cumplimiento de todos los puntos de la regla, iba el primero a todo. Durante este tiempo se suscitaban con excesiva frecuencia riñas y altercados entre los elegidos, echándose en cara unos a otros sus crímenes, que el oyente veía con dolor, y procuraba que en sus altercados se descubrieran a sí mismos, y aparecían cosas infames e inhumanas. Entonces se conoció lo que eran aquellos hombres, que se creían los únicos capaces de soportar todo el rigor de su doctrina y preceptos. ¿Qué se podía ya sospechar de los demás, o mejor, qué juicio emitir sobre su conducta? ¿Qué más? Obligados como estaban, acabaron por declarar sordamente que aquella disciplina era insoportable, y desde ese momento comenzó la sedición y la rebelión. El oyente defendía su causa con un dilema muy sencillo: o se debían cumplir todos los preceptos o había que considerar como el más insensato de los mortales a quien imponía tales preceptos con condiciones tales que nadie podía practicarlos. Sin embargo, triunfó, como no podía menos de suceder, la gritería desenfrenada de casi todos contra la opinión o parecer de uno solo. Al fin el mismo obispo cedió y con gran infamia huyó también.
Aceptaba, a lo que parece, contra la regla, manjares exquisitos que le llevaban ocultamente y que pagaba con esplendidez con dinero particular que ocultaba con mucho tacto  y cautela» (De las costumbres de los maniqueos II,20,74).

Desilusionado del maniqueísmo, Agustín no torna, sin embargo, a la Iglesia católica, pues sigue pensando que enseña tonterías. Tampoco adhiere a ninguna escuela filosófica por no hallar en ellas el nombre de Cristo:

«Entonces dirigí todas las fuerzas de mi espíritu para ver si podía de algún modo, con algunos argumentos ciertos, convencer de falsedad a los maniqueos. La verdad es que si yo entonces hubiera podido concebir una sustancia espiritual, al punto se hubieran deshecho aquellos artilugios y los hubiera arrojado de mi alma; pero no podía.
Sin embargo, considerando y comparando más y más lo que los filósofos habían sentido acerca del ser físico de este mundo y de toda la Naturaleza, que es objeto del sentido de la carne, juzgaba que eran mucho más probables las doctrinas de éstos que no las de aquellos (maniqueos).
Así que, dudando de todas las cosas y fluctuando entre todas, según costumbre de los académicos, como se cree, determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta, a la que anteponía ya algunos filósofos, a quienes, sin embargo, no quería encomendar de ningún modo la curación de las heridas de mi alma por no hallarse en ellos el nombre saludable de Cristo» (Confesiones V,14,25).

Opta, en consecuencia, por una salida que en ese momento le parece la más adecuada: el escepticismo. No deja de ser paradójico que el movimiento de separación de la fe católica -que comenzó con sus pretensiones racionalistas- acabara con un acto de desconfianza en la razón. Se cuenta entonces entre el número de los filósofos, llamados de la «Academia», como lo narra en el De la vida feliz, su primer documento autobiográfico:

«Después de discutir con ellos (los maniqueos), los abandoné, y atravesando este trayecto del mar, fluctuando en medio de las olas, entregué a los Académicos el timón de mi nave, en lucha con todos los vientos» (De la vida feliz 1,4).

Y en las Confesiones dice:

«Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que llaman Académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por el hombre. Así me pareció entonces que había claramente sentido, según se cree vulgarmente, por no haber todavía entendido su intención» (Confesiones V,10,19).

Estos filósofos tenían como principio fundamental la duda:

«¿No sabes, pues, que yo no tengo ninguna cosa por cierta, y que de su investigación me retraen los argumentos y discusiones de los Académicos? Pues no sé de qué modo me han hecho creer como cosa probable, usando su palabra favorita, que el hombre no puede hallar la verdad; por lo cual me hice perezoso y tardo, sin atreverme a buscar lo que no estuvo al alcance de los varones más agudos y doctos. Si, pues, yo no logro convencerme de la posibilidad de descubrir lo verdadero tan fuertemente como los Académicos estaban convencidos de lo contrario, no me atrevo a indagar nada ni hallo cosa que defender» (Contra los Académicos II,9,23).

Pero Agustín no podía permanecer mucho tiempo en la etapa escéptica, era un hombre agudo y sediento de «la verdad». Llegado al fondo vuelve a levantarse:

«Cuando ya me hallaba en Italia, reflexioné conmigo mismo y pensé, no si continuaría en aquella secta, en la que estaba arrepentido de haber caído, sino en cuál sería el método para hallar la verdad, cuyo amor, tú lo sabes mejor que nadie, cuánto me hacía suspirar. Con frecuencia me parecía imposible encontrarla y mis pensamientos vacilantes me llevaban a aprobar a los Académicos. A veces, por el contrario, posando la consideración en la mente humana, su acuidad, su sagacidad, su perspicacia, me inclinaba a creer que lo que se nos ocultaba no era la verdad, sino el modo de dar con ella, y que ese modo debería venirnos de algún poder divino. Faltaba definir cuál era esa autoridad que nos prometen cuando están metidos en discusiones. Ante mí se abría una selva inextricable, y vacilaba y me faltaba decisión para entrar en ella, y mi alma se agitaba sin descanso en medio de todas estas cosas, con ansias de encontrar la verdad. Sin embargo, cada día me encontraba más lejos de aquéllos, que ya me había propuesto abandonar. Entre tantas dificultades sólo me faltaba pedir con llanto penitente a la divina Providencia que me socorriera» (De la utilidad de creer 8,20).