INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (57)

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San Agustín en la escuela de Tagaste
Benozzo Gozzoli. 1464/65.
Capilla absidal de San Agustín
San Gimignano, Italia
Agustín de Hipona (+ 430)

Para captar la importancia de este Padre de Occidente, es necesario conocer los hechos sobresalientes de su vida, pues ellos ciertamente nos ayudan a comprender mejor su pensamiento. Esto nos es posible pues Agustín mismo nos ha dejado abundante material al respecto. Las principales fuentes agustinianas que nos ilustran sobre su itinerario son: las «primeras confesiones» o Diálogos de Casiciaco(1) ; las Confesiones, obra de valor biográfico seguro, además de teológico, filosófico, místico y literario; las «últimas confesiones» o Retractaciones, escritas al final de su vida (426-427), abundantes en noticias documentales, teológicas y autobiográficas; los Sermones 355 y 356, que nos informan de su vida diaria «in domo episcopi»; además de la Vida de San Agustín de su discípulo Posidio de Calama, escrita pocos años después de la muerte del Santo, y que narra con estilo sobrio y sentido histórico la vida y costumbres del obispo de Hipona.

Sus escritos los conocemos por: las Retractaciones, obra original que contiene el examen de conciencia o revisión crítica de todas sus obras(2) ; el Indiculum de Posidio que, aunque es incompleto e impreciso en algunos puntos, no obstante aporta valiosos detalles.

Recurriremos a estas obras y también a otras del Santo con el propósito de que sea Agustín mismo quien con sus escritos nos enseñe los hechos de su vida y su itinerario hacia Dios.

a. Los primeros años (354 373): Tagaste, Madura, Cartago

Agustín nació en Tagaste (Numidia) el 13 de noviembre de 354. Era hijo de un modesto funcionario municipal y de una mujer cristiana, Mónica; comenzó los primeros estudios en su ciudad natal. Sabemos que tuvo un hermano de nombre Navigio, y una hermana cuyo nombre ignoramos.

Siempre fue cristiano, educado desde niño por su madre Mónica, como nos lo cuenta él mismo:

«Siendo todavía niño ya oí hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui signado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti...
Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque cuidaba solícita mi madre de que tú, Dios mío, fueses para mí padre, más bien que aquél. Y tú la ayudabas a superar al marido, a quien servía, a pesar de ser mejor que él, porque al hacerlo te servía a ti, que se lo mandabas» (Confesiones I,11,17)[3] .

De sus primeros años escolares recuerda:

«¡Oh Dios mío, Dios mío! ¡Qué de miserias y engaños no experimenté cuando se me proponía a mí, niño, como norma de bien vivir obedecer a los que me amonestaban a brillar en este mundo y sobresalir en las artes de la lengua, con las cuales pudiese lograr honras humanas y falsas riquezas! A este fin me pusieron en la escuela para que aprendiera las letras, en las cuales ignoraba yo, miserable, lo que había de utilidad. Con todo, si era perezoso en aprenderlas, era azotado, sistema alabado por los mayores, muchos de los cuales, que llevaron este género de vida antes que nosotros, nos trazaron caminos tan trabajosos, por los que se nos obligaba a caminar, multiplicando así el trabajo y el dolor de los hijos de Adán.
Pero por fortuna dimos con hombres que te invocaban, Señor, y aprendimos de ellos a sentirte, en cuanto podíamos, como un Ser grande que podía, aun no apareciendo a los sentidos, escucharnos y venir en nuestra ayuda. De ahí que, siendo aún niño, comencé a invocarte como a mi refugio y amparo, y en tu invocación rompí los nudos de mi lengua y, aunque pequeño, te rogaba ya con no pequeño afecto que no me azotasen en la escuela. Y cuando tú no me escuchabas, lo cual era para mí instrucción, reíanse los mayores y aun mis mismos padres, que ciertamente no querían que me sucediese ningún mal de aquel castigo, grande y grave mal mío entonces» (Confesiones I,9,14).

Aunque siempre llevó en el corazón el nombre de Jesús, a los diecinueve años abandonó la fe católica; sin embargo, esa crisis fue primordialmente eclesiológica y no cristológica.

Luego de estudiar, entre los años 365 366, en la escuela del gramático Máximo, en la ciudad de Madura (Madaurus), muy próxima a la de Tagaste (Thagaste), gracias a la ayuda económica de su conciudadano Romaniano, se trasladó a Cartago. Llegó el año 370, y allí se produjo su «nacimiento» a la filosofía en 373, a los diecinueve años de edad. El hecho sucedió principalmente por la lectura del Hortensio de Cicerón, lo que si por un lado le inspiró un amor ardiente hacia la sabiduría, por el otro introdujo en su pensamiento tendencias racionalistas y naturalistas:

«... Estudiaba yo entonces, en tan joven edad, los libros de la elocuencia, en la que deseaba sobresalir con el fin condenable y vano de satisfacer la vanidad humana. Pero siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así su fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. (...) No era para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era a la elocuencia a lo que ella me incitaba, sino lo que decía (...). Y el amor a la sabiduría tiene un nombre en griego, que se dice filosofía, al cual me encendían aquellas páginas (...).
Pero entonces  tú lo sabes bien, luz de mi corazón , como aún no conocía yo el consejo de tu Apóstol (ver Col 2,8), sólo me deleitaba en aquella exhortación el que me excitaba, encendía e inflamaba con su palabra a amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría misma, estuviese donde quiera» (Confesiones III,4,7 8).

En el Hortensio Agustín encuentra una invitación vibrante a la sabiduría, la idea de que la sabiduría es inmortal y lo es igualmente el alma del hombre. Comprende que sólo a través de la rectitud y honestidad se puede encontrar la sabiduría: es necesario querer lo que se debe, tal será en adelante un lema de su vida:

«Luego ser dichoso es no padecer necesidad, ser sabio. Y si se me pregunta qué es la sabiduría  concepto a cuya exploración y examen se consagra la razón, según puede, ahora , les diré que es la moderación del ánimo, por la que conserva un equilibrio, sin derramarse demasiado ni encogerse más de lo que pide la plenitud. Y se derrama en demasía por la lujuria, la ambición, la soberbia y otras pasiones del mismo género, con que los hombres intemperantes y desventurados buscan para sí deleites y satisfacción de dominio. Y se encoge y se coarta con la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia y otras afecciones, sean cuales fueren, y por ellas los hombres experimentan y confiesan su miseria. Pero cuando el alma, habiendo hallado la sabiduría, la hace objeto de su contemplación; cuando, para decirlo con las palabras de este niño (Adeodato), se dedica fervorosamente a ella e, insensible a la seducción de las cosas vanas, no mira sus apariencias engañosas, cuyo amor suele derribarla de Dios y sumergirla en profunda abyección, entonces no teme la  inmoderación, la indigencia y la desdicha. El hombre dichoso, pues, tiene su moderación o sabiduría» (De la vida feliz 4,33).

Sin embargo, Agustín lee el libro en clave cristiana, olvidando que Cicerón era ecléctico y escéptico:

«Sólo una cosa me resfriaba de tan gran incendio, y era el no ver allí escrito el nombre de Cristo. Porque este nombre, Señor, este nombre de mi Salvador, tu Hijo, lo había yo por tu misericordia bebido piadosamente con la leche de mi madre y lo conservaba en lo más profundo de mi corazón; y así, cuanto estaba escrito sin este nombre, por muy verídico, elegante y erudito que fuese, no me arrebataba del todo» (Confesiones III,4,8).

La influencia de Cicerón sobre Agustín es decisiva. Cicerón fue  para Agustín  el mediador entre la cultura latina y la griega. La influencia de Cicerón tuvo también su parte negativa sobre Agustín: lo arrojó en el racionalismo. Después de leer el Hortensio se encuentra con una superstición pueril: la oposición, que él convierte en dilema, entre fe y razón:

«Una especie de escrúpulo supersticioso y pueril me distraía de la investigación (de la verdad); pero cuando ya más confiado, superé ese obstáculo y me persuadí de seguir no a los que me ordenaban creer sino a aquellos que enseñaban la verdad, conocí hombres que veneran la luz corpórea como realidad suma y divina» (De la vida feliz 1,4).

Ansioso por encontrar la sabiduría se dedicó al estudio de la Sagrada Escritura:

«En vista de ello decidí aplicar mi ánimo a las Santas Escrituras y ver qué tal eran. Pero he aquí que veo una cosa no hecha para los soberbios ni clara para los pequeños, sino a la entrada baja y en su interior sublime y velada de misterios, y yo no era tal que pudiera entrar por ella o doblar la cerviz a su paso por mí. En ese mi primer contacto con la Escritura no pensé entonces lo que ahora digo, sino simplemente me parecieron indignas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio (Cicerón). Mi hinchazón recusaba su estilo y mi mente no penetraba en su interior. Con todo, ellas eran tales que habían de crecer con los pequeños, pero yo me desdeñaba de ser pequeño e, hinchado de soberbia, me creía grande» (Confesiones III,5,9).

En su intento de lectura de las Escrituras topa con dos inconvenientes: uno superficial, la lengua «miserable» de las antiguas versiones latinas usadas en África, y otro más profundo: contradicciones aparentes, demasiados misterios y cuestiones difíciles. De estas dificultades él mismo hará memoria ante el pueblo sencillo que años después lo escuchaba:

«Les hablo yo que, engañado en otro tiempo, siendo aún jovenzuelo, quería acercarme a las divinas Escrituras con el prurito de discutir, antes que con el afán de buscar. Yo mismo cerraba contra mí la puerta de mi Señor con mis perversas costumbres: debiendo llamar para que se me abriese, empujaba la puerta para que se cerrase. Me atrevía a buscar, lleno de soberbia, lo que no se puede encontrar sino desde la humildad. ¡Cuánto más dichosos son ustedes ahora! ¡Cuánto mayor es su seguridad en aprender, cuánto mayor la protección de que gozan quienes, aún pequeñuelos, están en el nido de la fe y reciben el alimento espiritual! Yo, en cambio, como un desdichado, creyendo que ya era capaz de volar, abandoné el nido, y antes de volar caí al suelo. Pero el Señor misericordioso me levantó para que no muriese pisoteado por los transeúntes y me puso de nuevo en el nido. Las cosas que ahora, ya seguro en la fe, les propongo y expongo, fueron las que me turbaron» (Sermón 51,6).

Una de las cuestiones escriturísticas que suscitaba problemas a Agustín se refería a la discordante genealogía de Cristo narrada por los evangelistas Mateo y Lucas (ver Sermón 51,5. 6).

Desanimado por estos inconvenientes, las deja a un lado y se encuentra con los maniqueos, quienes resolvían aparentemente las dificultades escriturísticas rechazando casi en bloque el Antiguo Testamento. Aceptaban el Nuevo pero omitían, como interpolado, todo lo que se refería al Antiguo. La genealogía de Cristo era una de estas interpolaciones. Por otra parte, Cristo no había asumido un cuerpo verdadero; no podía tener, por tanto, una genealogía.

b. Agustín maniqueo (374 383): Cartago

Agustín ingresó a la secta maniquea:

«No faltaron nieblas que entorpecieron mi navegación, y durante largo tiempo vi hundirse en el océano los astros que me extraviaron. Porque cierto terror infantil me retraía de la misma navegación. Pero cuando fui creciendo salí de aquella niebla, y me persuadí que más vale creer a los que enseñan que a los que mandan; y caí en la secta de unos hombres que veneran la luz física como la realidad suma y divina. No les daba asentimiento, pero esperaba que tras aquellos velos y cortinas ocultaban grandes verdades para revelármelas a su tiempo» (De la vida feliz 1,4; ver Confesiones III,6,10).

Entre los maniqueos pasó nueve años como él mismo lo relata:

«Tú sabes, Honorato, que nosotros caímos en manos de tales hombres por esta sola razón: decían que, puesta aparte la terrible autoridad, habrían conducido a Dios y liberado de los errores a sus discípulos con la ayuda de la pura y simple razón. ¿Qué otra cosa, en efecto, me inducía, por nueve años, abandonada la religión en que mis padres me educaron desde la infancia, a seguir y a escuchar con atención a aquellos hombres, si no es el hecho que afirmaban que estábamos aterrorizados por un vano temor que nos imponía creer antes que razonar; mientras ellos, en cambio, no obligaban a nadie a creer sin que la verdad haya sido anteriormente discutida y claramente establecida? ¿Quién no se habría dejado atraer por aquellas promesas, especialmente si se trata de un joven ansioso por la verdad, orgulloso y charlatán, por las discusiones de hombres doctos escuchadas en la escuela...?» (De la utilidad de creer 1,2).

Para comprender por qué pasó tantos años entre los maniqueos, es necesario preguntarse: ¿por qué adhirió al maniqueísmo?, ¿qué aceptó del maniqueísmo?, ¿hasta qué punto fue maniqueo?

¿Por qué?, por cuatro motivos.

1) El primero de ellos, porque los maniqueos se presentaban como los que conducían a la luz, a la verdad, al conocimiento, es decir, a la sabiduría, con la sola razón sin recurrir a la autoridad de la fe (ver De la utilidad de creer 1,2).
2) Por otro lado tenían varios elementos del cristianismo y se consideraban cristianos; eran los fieles puros y espirituales:

«Los maniqueos usan principalmente de dos artificios para seducir a los sencillos y pasar ante ellos como maestros: uno, la censura de las Escrituras, que entienden o pretenden entender muy mal; y el otro, la ficción de una vida pura y de continencia admirable» (De las costumbres de la Iglesia católica I,1,2).

Los maniqueos rechazaban el Antiguo Testamento porque pensaban que en él había cosas inaceptables:

«Tú sabes que los maniqueos, con sus ataques contra la fe católica, y particularmente con los desgarros que hacen en el Antiguo Testamento, alarman a los inexpertos, que ni saben cómo deben tomarse estas cosas ni cómo en las almas tiernas que abrevan aquí llegan los efectos de esa bebida hasta las zonas más íntimas y más alejadas. Hay allí, en el Antiguo Testamento, pasajes que chocan a los espíritus ignorantes y disipados  que son los más , y cuya impugnación es fácil; su defensa, por el contrario, a causa de los misterios que allí se encierran, no tan fácil. Y los pocos que pueden hacerlo, por no gustarles tomar parte en las disputas públicas, pasan desapercibidos a todos los que no ponen empeño en dar con ellos» (De la utilidad de creer 2,4).

Lo que del Antiguo Testamento aparecía en el Nuevo, lo consideraban interpolaciones:

«También leen falsificadas las Escrituras del Nuevo Testamento aceptando aquello que quieren y rechazando aquello que no quieren; prefieren ciertos apócrifos, que contendrían la verdad entera» (Sobre las herejías 46).

Se puede decir que a Agustín lo atrajo un cristianismo puro y espiritual.

3) El tercer motivo era el problema del mal, cuestión que lo atormentaba ya antes de encontrar a los maniqueos, y al que estos ofrecían una solución radical:    

«Me sentía como agudamente movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me preguntaban de dónde venía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres a un tiempo y los que causaban la muerte a otros y los que sacrificaban animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo lo había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que los cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas?» (Confesiones III,7,12).

Para los maniqueos el bien y el mal eran emanaciones de principios opuestos, y veían la historia de la salvación como una lucha, una guerra:

«Este (Mani) afirmó dos principios entre sí diversos y adversos, eternos y coeternos, que siempre han existido; y siguiendo a los antiguos herejes, pensó en la existencia de dos naturalezas y sustancias: la del bien y la del mal. Alrededor de éstas cuentan muchas fábulas, hablando de una lucha y de una mezcla recíproca, de una purificación del mal por parte del bien, de una condena eterna junto con el mal de aquel bien que no pudo purificarse, afirmando todo esto en conformidad con sus dogmas; pero inserir en esta obra todas estas afirmaciones sería demasiado largo. En consecuencia, todas estas vanas e impías fábulas los obligan a decir que las almas buenas, que deben ser liberadas de la mezcla con las almas malas, de naturaleza contraria, tienen una naturaleza idéntica a la de Dios. Por tanto admiten que el mundo fue hecho de la naturaleza de Dios, pero afirman que tuvo origen de la mezcla del bien y del mal que sucedió cuando las dos naturalezas comenzaron a luchar entre ellas» (Sobre las herejías 46).

Tal concepción libera al hombre del pecado: es el principio eterno del mal el que peca en el hombre...

«Atribuyen el origen de los pecados no al libre arbitrio de la voluntad sino a una mente perversa que proviene del principio contrario y es coeterna con Dios. Explican la concupiscencia carnal por la que la carne tiene tendencias contrarias al espíritu, no como una debilidad que se halla en nosotros por la naturaleza corrompida del primer hombre sino como una sustancia contraria, unida a nosotros en tal modo que cuando somos liberados y purgados se separa de nosotros y vive también ella inmortal en su naturaleza, y cuando la carne tiene deseos contrarios al espíritu y el espíritu a la carne, dicen que son dos almas o dos mentes, una buena, la otra mala, que entran en conflicto en el único hombre» (Sobre las herejías 46).

De aquí pasan a explicar la purificación y liberación del mal de una manera a la par sublime e ingenua:

«Explicando después cómo ocurra la purificación y la liberación del bien con relación al mal, dicen que es llevada a cabo para todo el mundo por las potencias de Dios pero también por los elegidos por medio de los alimentos de los que se nutren. En tales alimentos, afirman ellos, está mezclada la sustancia de Dios, como en todo el mundo; ahora, por el género de vida que conducen los electos de los maniqueos, vida más santa y más excelente que la de los auditores, la sustancia divina, ellos dicen, viene purificada en los electos» (Sobre las herejías 46).

4) El cuarto motivo era la organización eclesial de los maniqueos, que en parte estaba copiada del cristianismo: clero, maestro supremo, doce obispos, diáconos...

«La promesa del Señor Jesús relativa al Paráclito, el Espíritu Santo, dicen que se ha realizado en el hereje Manes. Por eso Manes tuvo también doce discípulos, en conformidad con el número de los Apóstoles, número que es hoy observado por los maniqueos. En efecto, tienen entre los electos doce que llaman maestros y un décimotercero que es su jefe, setenta y dos obispos, que son ordenados por los maestros y presbíteros, ordenados por los obispos. Los obispos tienen además diáconos. Los otros son llamados simplemente electos, pero aquellos que aparecen idóneos son enviados a promover este error, a darle incremento, a sembrarlo donde no existe» (Sobre las herejías 46).

Existía además una división entre elegidos y oyentes, los primeros de los cuales renunciaban al matrimonio.

Los maniqueos tenían una liturgia muy sentida y profunda; cultivaban una fuerte familiaridad entre ellos, hecho que impresionó a Agustín, a lo que se sumaban sus propios triunfos frente a los cristianos inexpertos que buscaban defender su fe:

«Sobre todo dos cosas  de aquellas que atraen fácilmente en aquella incauta edad (de la adolescencia)  me conducían por extraños caminos del error. La primera era la familiaridad que, apareciendo con la imagen de la bondad, deviene como un vínculo fuertemente unido al cuello; la otra, una cierta fácil victoria que experimentaba casi siempre cuando disputaba con los cristianos inexpertos, los que buscaban defender la propia fe. Este rápido sucederse de triunfos transformó la exaltación de un adolescente en obstinación» (Sobre las dos almas 9,11).

¿Qué aceptó? Ante todo las promesas que le hicieron de llevarlo al Saber, a la Sabiduría. Luego, sus prácticas religiosas. Y, por último, los presupuestos metafísicos de su pensamiento: el dualismo, el materialismo  con lo que Agustín pasa del racionalismo al materialismo de los maniqueos  y el panteísmo (o «emanacionismo»).

¿Hasta qué punto? Agustín dejó la Iglesia católica de modo total, pleno y consciente; consideró el catolicismo como una religión que enseñaba «fábulas de viejas», no apta para pecadores y hombres espirituales. Pero nunca adhirió completamente al maniqueísmo: fue un maniqueo en cierto modo estacionario, razón por la cual nunca pasó al grado de elegido. Sin embargo, su adhesión provisoria no le impidió practicar la religión de la secta y hacer programas de propaganda:

«Por lo que se refiere a esta técnica de argumentar en la que me inicié después de ser “auditor” entre los maniqueos, todo lo que aprendía personalmente o gracias a mis lecturas, lo atribuía a los efectos de su enseñanza. Así yo derivé de sus discursos el ardor por la controversia y del suceso en la controversia se renovaba cada día el amor por ellos. Sucede, entonces, que en medida sorprendente, yo terminaba por aprobar cualquier cosa que dijesen, no porque entendiera que era verdadero, sino porque deseaba que lo fuese. Acaeció, por tanto, que despacio y con cautela, seguí largamente a aquellos hombres» (Sobre las dos almas 9,11).

El momento maniqueo de Agustín es importante en su vida: le permitió conocer bien esa secta y dejarnos valiosa información sobre ella. Muestra también hasta qué punto interesaban a Agustín los problemas metafísicos, como es el caso del problema del mal. A su vez, los nueve años pasados en el maniqueísmo explican la insistencia de Agustín en algunos puntos durante el período posterior, como son la fe, la unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, la espiritualidad del ser  contra el materialismo , la unidad de Dios  contra el dualismo , el tema de la creación  contra el panteísmo , y la distinción entre conocimiento sensible y conocimiento espiritual.
(1) Ver De la vida feliz 4; Contra los Académicos 2,2,3-6; Del orden 1,2,5; 1,10,29; 2,10,52 y Soliloquios 1,1,2-6.
(2) De cada una Agustín indica el argumento, el orden cronológico y las correcciones que hay que hacer o la interpretación que se les debe dar.
(3) Emplearemos la trad. castellana de las obras de San Agustín y de la Vita de Posidio publicadas por la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC). Pueden verse también en Internet la versión de algunos de sus escritos: http://www.upasika.com/agustin.htm