INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (49)

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San Martín le entrega su capa a un mendigo
Simone Martini. 1317-1319
Capilla San Martín (iglesia inferior)
San Francisco. Asís, Italia
El monacato occidental (segunda parte): Martín de Tours (continuación)

Primera lectura


“Vida de San Martín de Tours” escrita por Sulpicio Severo(1)

1. Carta de dedicación Severo, a su carísimo hermano Desiderio

1. Hermano de mi alma: Yo había decidido resueltamente guardarme los papeles del opúsculo que escribí sobre la vida de san Martín, y no dejarlos salir fuera de los muros de mi casa. Por naturaleza soy muy tímido, y quería evitar el juicio de la gente para que no me sucediera lo que temo que va a suceder: que mi lenguaje inculto desagrade a los lectores y me juzguen digno de reprensión por haberme puesto imprudentemente a escribir sobre una materia reservada con todo derecho a escritores de talento. Pero no pude negarme a lo que me pedías insistentemente. ¿Qué es lo que no haría por amor tuyo, aun a costa de mi modestia? 2. Por eso te entrego este trabajo confiando en que serás fiel a tu promesa de no pasarlo a nadie. Aunque temo que tú llegues a ser su puerta de salida, y una vez que salga- ya no se pueda traerlo de nuevo.
3. Si esto llegara a suceder, y ves que otros lo leen, pide a los lectores que sean indulgentes, que aprecien más el contenido que la expresión, y ya que el Reino de Dios no está en la elocuencia sino en la fe (cf. 1 Co 4,20), sufran con paciencia un defectuoso lenguaje que quizás hiera sus oídos. 4. Recuerden también que no fueron oradores los que predicaron la salvación del mundo, lo que Dios bien podía haber dispuesto, sino pescadores.
5. Cuando me propuse en mi interior escribir la vida de san Martín pensando que era un crimen que no se conocieran las virtudes de semejante hombre, decidí no avergonzarme de los solecismos, pues nunca llegué a poseer gran ciencia literaria. Si en otro tiempo quizás algo estudié de esto. ya lo he olvidado por una prolongada falta de práctica. 6- Pero para evitar esta penosa defensa, publica si te parece esta obrita, sin poner el nombre del autor. Para esto bórralo del título del encabezamiento, dejando la página en blanco. Es suficiente que ésta diga el tema de la obra. y no el nombre del autor. Adiós, hermano venerable en Cristo, honor de todas las personas de bien y de todos los santos.

2. Prefacio

1,1. Muchos mortales, entregados vanamente al estudio y a la gloria del siglo, trataron de inmortalizar su propio nombre, ilustrando con su pluma vidas de hombres célebres. 1,2. Si esto no les procuraba, ciertamente, un recuerdo imperecedero, al menos conseguían algo de lo que esperaban, porque no sólo prolongaban su memoria (aunque vanamente), sino que también despertaban entre los lectores alguna emulación de los ejemplos de grandes hombres que proponían. Sin embargo, su preocupación no tenía ninguna relación con la vida eterna y bienaventurada.
1,3. En efecto, ¿de qué les sirvió la gloria que les procuraban sus escritos, y que debía perecer con el mundo? ¿O qué ganó la posteridad al leer los combates de Héctor, o la filosofía de Sócrates, puesto que no sólo es tontería imitarlos, sino una locura no combatirlos enérgicamente? Estos, que estimaban la vida humana sólo por las acciones presentes, entregaron su esperanza a las fábulas, y sus almas al sepulcro. 1,4. Creían que uno se perpetúa solamente en la memoria de los hombres, pero en realidad el deber del hombre consiste más en conseguir la vida perenne que un recuerdo perenne, y esto no escribiendo, peleando o filosofando, sino viviendo piadosa y religiosamente. 1,5. Este error humano, trasmitido por escritos, tuvo tal pujanza que consiguió hacer muchos émulos de una vana filosofía o de una estúpida fortaleza.
1,6. Me parece pues que haré una obra importante si escribo detalladamente la vida de un varón santísimo, para que esto sirva de ejemplo a otros y mueva a los lectores a la verdadera sabiduría, a la milicia celestial y a la virtud divina. Lo que nos importa no es el vano recuerdo de los hombres, sino el premio eterno de Dios. Por eso, sí acaso no vivimos de un modo tal que sirva de ejemplo a los demás, por lo menos empeñamos nuestro esfuerzo para que no quede oculto quien debería ser imitado.
1,7. Voy a comenzar pues a escribir la vida de san Martín, contando lo que hizo antes de y durante su episcopado, aunque no pueda narrar todo. Aquello de lo cual él solo fue testigo no podrá nunca conocerse porque, como no buscaba la alabanza de los hombres, ocultó cuanto pudo todas sus virtudes. 1,8. Omitimos también muchos hechos que conocemos, por parecemos suficiente narrar sólo los más importantes, para no cansar al lector multiplicándolos excesivamente. 1,9. Ruego por tanto a los que me van a leer, que den fe a las cosas que narro, y que crean que sólo he escrito lo que me era bien conocido y probado, pues hubiera preferido no escribir nada antes que afirmar una falsedad.


II. La milicia de Martín (De la infancia a la conversión)

1. De niño a soldado de guardia

2,1. Martín nació en Sabaria, ciudad de Panonia, pero pasó su infancia en Italia, en Pavía. Sus padres pertenecían a un rango social no muy bajo, pero eran paganos. 2,2. Su padre fue primero soldado, y luego tribuno militar, y él siguió también en su adolescencia la carrera militar. Sirvió primero en la caballería de la guardia del emperador Constancio, y luego en la del cesar Juliano. Esto no lo hizo por propio gusto, puesto que ya casi desde los primeros años la santa infancia de este noble niño se inclinaba al servicio divino.
2,3. Cuando tenía diez años, contra la voluntad de sus padres se escapó a la iglesia y pidió ser admitido como catecúmeno. 2,4. Pronto, y de un modo extraordinario, se entregó totalmente a la obra de Dios. A los doce años ya quería vivir en el desierto, y lo hubiera hecho si su poca edad no se lo hubiera impedido. Su pensamiento sin embargo estaba siempre vuelto hacia los monasterios o hacia la iglesia, y meditaba, siendo todavía niño. lo que luego realizaría devotamente.
2,5. Por aquel entonces los príncipes habían dado un edicto ordenando que los hijos de los soldados veteranos fueran enrolados en la milicia- Entonces su padre, que no veía con buenos ojos su santa conducta, lo entregó, cuando tenía quince años, para ser recluido, aherrojado, atado con los juramentos militares. Sólo tenía un servidor que lo acompañaba- y al cual él, a pesar de ser su señor, invirtiendo los papeles le prestaba servicio. A menudo le quitaba su calzado y lo limpiaba, comía con él, y frecuentemente lo servía.
2,6. Durante los casi tres años que estuvo bajo las armas antes de su bautismo, no cayó en aquellos vicios en los que generalmente cae esta clase de gente. 2,7. Tenia una gran bondad con sus compañeros de armas, junto con una admirable caridad, y una paciencia y humildad sobrehumanas. En cuanto a su frugalidad, no es necesario decir nada en su alabanza, puesto que ya en ese tiempo más parecía ser un monje que un soldado. Esto le valió que sus compañeros de armas se sintieran muy unidos a él y lo veneraran con gran afecto. 2,8. Aun antes de ser regenerado por el bautismo, ya emprendía las buenas obras que hace uno que se prepara al bautismo, a saber: asistir a los enfermos, ayudar a los desgraciados, alimentar a los pobres y vestir a los desnudos. No guardaba para sí del sueldo militar sino lo necesario para el alimento diario, y no haciéndose sordo al evangelio, no pensaba en el día de mañana (cf. Mt 6,34).

2. La caridad de san Martín

3,1. Cierto día, no llevando consigo nada más que sus armas y una sencilla capa militar (era entonces un invierno más riguroso que de costumbre, hasta el punto de que muchos morían de frío), encontró Martín, en la puerta de la ciudad de Amiens, a un pobre desnudo. Como la gente que pasaba a su lado no atendía a los ruegos que les hacía para que se apiadaran de él, el varón- lleno de Dios, comprendió que sí los demás no tenían piedad, era porque el pobre le estaba reservado a él. 3,2. ¿Qué hacer? No tenía más que la capa militar. Lo demás ya lo había dado en ocasiones semejantes. Tomó pues la espada que ceñía, partió la capa por la mitad, dio una parte al pobre y se puso de nuevo el resto. Entre los que asistían al hecho, algunos se pusieron a reír al ver el aspecto ridículo que tenía con su capa partida, pero muchos en cambio, con mejor juicio, se dolieron profundamente de no haber hecho otro tanto, pues teniendo más hubieran podido vestir al pobre sin sufrir ellos la desnudez.
3,3. A la noche, cuando Martín se entregó al sueño, vio a Cristo vestido con el trozo de capa con que había cubierto al pobre. Se le dijo que mirara atentamente al Señor y la capa que le había dado. Luego oyó al Señor que decía con voz clara a una multitud de ángeles que lo rodeaban: “Martín, siendo todavía catecúmeno, me ha cubierto con este vestido”. 3,4. En verdad el Señor, recordando las palabras que él mismo dijera: "Lo que hicieron a uno de estos pequeños, a mi me lo hicieron" (Mt 25,40), proclamó haber recibido el vestido en la persona del pobre. Y para confirmar tan buena obra se dignó mostrarse llevando el vestido que recibiera el pobre.
3,5. Martín no se envaneció con gloria humana por esta visión, sino que reconoció la bondad de Dios en sus obras. Tenía entonces dieciocho años, y se apresuró a recibir el bautismo- Sin embargo no renunció inmediatamente a la carrera de las armas, vencido por los ruegos de su tribuno, con quien lo ligaban lazos de amistad. Pues este prometía renunciar al mundo una vez concluido el tiempo de su tribunato. Martín, en suspenso ante esta expectativa, durante casi dos años después de su bautismo continuó en el ejército, aunque sólo de nombre.

3. Martín obtiene su retiro de Juliano

4,1. Por aquel tiempo los bárbaros invadían las Gallas. El cesar Juliano reunió al ejército en la ciudad de los Vangios, y comenzó allí a distribuir una gratificación a los soldados. Como era costumbre, los llamaba uno por uno. Cuando le tocó el turno a Martín 4,2. creyó éste que había llegado el momento oportuno de pedir su baja, pues pensaba que no era honesto recibir la gratificación ya que tenía la intención de no seguir en el ejército. Dijo entonces al César: 4,3. “Hasta este momento he estado a tu servicio ¡permíteme ahora que sirva a Dios. Que reciba tu gratificación aquel que va a pelear, pero yo soy soldado de Cristo, y no me es lícito combatir!”. 4,4. El tirano se indignó al oír estas palabras, y le respondió que si no quería luchar no era a causa de su religión sino porque tenía miedo del combate que se iba a entablar al día siguiente. 4,5. Martín, intrépidamente, y con mayor firmeza aún porque lo querían atemorizar, contestó: “Si crees que obro así por cobardía y no a causa de mi fe, mañana me presentaré desarmado delante del ejército, y en el nombre del Señor, protegido, no por escudo o casco sino por el signo de la cruz, penetraré incólume en las líneas enemigas”. 4,6. Entonces se ordenó que lo pusieran bajo guardia para asegurarse de que iba a cumplir lo que había prometido, y que se presentaría desarmado ante los bárbaros. 4,7. Al día siguiente, los enemigos enviaron parlamentarios para negociar la paz, y se entregaron ellos con todo su bagaje. ¿Cómo dudar que esta fue una victoria del bienaventurado varón, a quien se le concedió el no tener que presentarse desarmado a la batalla? 4,8. Y si es cierto que el piadoso Señor hubiera podido salvar a su soldado aun entre las espadas y flechas del enemigo, sin embargo, para que ni siquiera la mirada del santo fuera ultrajada al ver la muerte de otros, lo eximió de asistir al combate. 4,9. Cristo, en efecto, le concedió la victoria de la sumisión incruenta del enemigo, sin que nadie muriera.

III. Discípulo de Hilario (de la conversión al obispado)

1. De Poitiers a Milán

5,1. Cuando dejó el ejército fue a encontrarse con san Hilario, obispo de Poitiers, cuya creencia, en lo que respecta a las cosas de Dios, era respetada y conocida en ese tiempo, y se quedó con él. 5,2. Hilario intentó, confiriéndole el diaconado, vincularlo más estrechamente a sí, y a la vez ligarlo al servicio divino, pero Martín rehusó repetidas veces clamando que era indigno. Entonces el obispo, hombre de espíritu profundo, se percató de que sólo sería posible retenerlo si le confiaba un oficio que pudiera tener algo de humillante. Le propuso entonces ser exorcista, Martín no rechazó esta ordenación para que no se pensara que la rehusaba por ser demasiado humilde. 5,3. Poco después le fue comunicado en sueños que debía visitar con religiosa solicitud a su patria y a sus padres, que eran todavía paganos. Partió pues con el consentimiento de san Hilario, quien le rogó encarecidamente con muchas lágrimas que regresara. Cuentan que emprendió este viaje lleno de tristeza, anunciándoles a los hermanos que debía padecer mucho, lo que en efecto se comprobó con los hechos.
5,4. Para comenzar, se perdió en los Alpes, y cayó en manos de ladrones. Cuando uno de ellos levantaba el hacha para asestar un golpe a su cabeza, otro detuvo la diestra del que iba a herirlo. Le ataron las manos a la espalda y encomendaron a uno de ellos que se hiciera cargo de él y lo despojara. Este lo llevó aparte y le preguntó quién era. Respondió Martín que era cristiano. 5,5. El ladrón le preguntó si tenía miedo, a lo que respondió Martín con gran firmeza que nunca se había sentido tan seguro porque la misericordia de Dios lo asistía especialmente en las pruebas, pero en cambio le apenaba mucho que su interlocutor fuera indigno de la misericordia de Cristo, puesto que vivía como ladrón. 5,6. Comenzó pues a exponer la doctrina evangélica y a predicar la palabra de Dios al ladrón. ¿Para qué detenerme más? El ladrón creyó, y acompañando a Martín lo puso en camino, pidiéndole que orara por él al Señor. En lo sucesivo también al ladrón se lo vio llevar una vida piadosa, hasta tal punto que según se cuenta, la anécdota que acabamos de referir se la oyeron a él mismo.

2. Martín en Italia y en el Ilírico

6,1. Martín prosiguió su camino. Ya había pasado Milán cuando el diablo, tomando apariencia humana, se le presentó y le preguntó a dónde iba- Martín te respondió que iba a donde Dios lo llamaba, a lo que el otro repuso: 6,2. “A donde vayas, y en cualquier cosa que intentes, el diablo se te opondrá”. Entonces Martín le contestó con las palabras del Profeta: “El Señor es mi auxilio, no temo lo que pueda hacerme el hombre” (Sal 117,6; Hb 13,6). Y al momento el enemigo desapareció de su vista.
6,3. Tal como lo había concebido en su interior, Martín consiguió liberar a su madre del error del paganismo, pero su padre perseveró en el mal. En cambio, salvó a muchos con su ejemplo.
6.4. La herejía arriana pululaba por todo el mundo, y especialmente en el Ilírico. Allí Martín fue casi el único en oponerse enérgicamente a la fe corrupta de los sacerdotes, lo que le valió sufrir muchos malos tratos, pues fue azotado públicamente con varas y finalmente expulsado de la ciudad. Volvió a Italia. Allí se enteró de que en las Gallas los herejes también habían obligado a san Hilario a partir al exilio, lo que había conmovido a la Iglesia. Entonces se instaló en Milán, en una ermita. Allí también Auxencio, el principal fautor de los amaños, lo persiguió encarnizadamente y lo expulsó de la ciudad cubriéndolo de injurias.
6,5. Pensando que debía ceder a las circunstancias, se retiró a una isla llamada Gallinaria en compañía de un presbítero, hombre de gran virtud. Allí vivió un tiempo alimentándose con las raíces de las plantas. Fue por entonces cuando comió eléboro, planta que según dicen es venenosa. 6,6. Al sentir el efecto del veneno, y que se aproximaba la muerte, alejó el inminente peligro con la oración, y al instante desapareció todo dolor. 6,7. No mucho después supo que el rey, arrepentido, había dado autorización a san Hilario para volver. Trató entonces de encontrarse con él en Roma, y partió para esa ciudad.

3. Martín en Poitou

7,1. Como Hilario ya se había ido, siguió sus pasos hasta Poitiers, donde fue acogido por aquél con gran regocijo. Allí, no lejos de la ciudad, instaló su ermita. Por aquel tiempo fue a vivir con él un catecúmeno que deseaba ser instruido en el modo de vida del santo varón. Pero sucedió que a los pocos días cayó enfermo con mucha fiebre, 7,2. justamente cuando Martín estaba ausente. Cuando a los tres días volvió, halló su cuerpo exánime, y tan repentina había sido la muerte que había fallecido sin el bautismo. Los hermanos, rodeando el cuerpo, le prodigaban los últimos cuidados, en el momento en que, llorando y gimiendo, llegó Martín. 7,3. Entonces, llena el alma del Espíritu Santo, mandó salir a todos de la celda donde yacía el cuerpo, echó cerrojo a las puertas, y se extendió sobre los miembros inanimados del hermano difunto. Después de entregarse un tiempo a la oración, el Espíritu le hizo sentir la presencia de la virtud del Señor. Se levantó entonces un momento, y mirando el rostro del difunto esperaba confiadamente ver el efecto de su oración y de la misericordia de Dios. Después de casi dos horas, vio que el difunto movía poco a poco todos sus miembros, y que parpadeando abría los ojos para ver. 7,4. Entonces dirigiéndose al Señor en alta voz llenó la celda con un gran clamor de acción de gracias. Al oír esto, los que estaban a la puerta entraron inmediatamente y vieron vivo, ¡oh maravilloso espectáculo!, al que habían dejado muerto.
7,5. Así pudo recibir el bautismo aquel que había vuelto a la vida. Después de esto vivió muchos años más, y él fue el primero que nos proporcionó argumento y testimonio de las virtudes de Martín. 7,6. Acostumbraba contar que cuando dejó el cuerpo fue conducido al tribunal del Juez, donde recibió una penosa sentencia que lo relegaba a vivir en regiones sombrías con gente villana. En ese momento, dos ángeles le hicieron observar al Juez que ese hombre era aquel por quien Martín oraba. Entonces se mandó a los mismos ángeles que lo condujeran y que lo devolvieran a Martín con la vida que tenía antes. 7,7. A partir de este hecho comenzó a refulgir el nombre de este santo varón de modo tal que, si antes lo tenían-por santo, ahora lo consideraban como un poderoso y verdadero apóstol.
8,1. No mucho después, al pasar por el campo de un tal Lupicino, un notable de este mundo, fue recibido por el clamor y el llanto de un gentío que se lamentaba. 8,2. Aproximándose presuroso preguntó qué era aquel llanto, y le dijeron que un pequeño esclavo de ¡a casa se había quitado la vida ahorcándose con una soga. Al saberlo, fue a la habitación donde yacía el cuerpo, y haciendo salir a toda la gente, se extendió sobre él y oró unos momentos. 8,3. Enseguida el difunto se incorporó mirándolo con el semblante reanimado, pero con ojos desfallecientes. Con un penoso esfuerzo trató de levantarse y se puso de pie apoyándose en la diestra del santo varón; y así avanzó con él hasta el vestíbulo de la casa, ante la mirada atenta de la gente.

IV. Obispo de Tours (un pastor monje y taumaturgo)

1. Una elección agitada

9,1. Aproximadamente por ese tiempo ya se lo postulaba para el obispado de la Iglesia de Tours, pero no era nada fácil arrancarlo de su monasterio. Entonces un tal Rústico, ciudadano de Tours, fingió que su mujer estaba enferma, y rogándole postrado que fuera a verla, consiguió hacerlo salir. 9,2. La gente de la ciudad, que ya se había apostado en el camino, lo condujo custodiado a la ciudad. Fue extraordinario: una multitud increíble de personas, no sólo de la ciudad sino también de los pueblos vecinos, había venido a volar. 9,3. Todos querían lo mismo, y unánime fue su parecer y su deseo: que Martín era el más digno del episcopado, que sería feliz la Iglesia que tuviera un obispo semejante.
Un pequeño grupo de obispos de los que habían sido llamados para instalar al prelado, se oponían impíamente alegando que Martín era una persona ordinaria, que era indigno del episcopado un hombre con un exterior despreciable, con los vestidos sucios y los cabellos desgreñados. 9,4. Pero el pueblo, juzgando más sanamente, pensó que era ridícula la demencia de aquellos que al querer vituperar al ilustre varón lo ensalzaban. En consecuencia no pudieron hacer otra cosa sino lo que el pueblo quería inspirado por la voluntad del Señor.
Entre los obispos presentes, el principal opositor se llamaba Defensor. Fue notable que éste recibiera una seria admonición en la lectura misma de un versículo del Profeta. 9,5. Pues sucedió accidentalmente que el lector que debía ejercer su oficio ese día no pudo acercarse a causa de la multitud. Los ministros estaban molestos esperando al que no llegaba. Entonces uno de los presentes tomó el salterio y arremetió con el primer versículo que encontró. 9,6. Era el salmo que dice: “Por la boca de los niños y de los lactantes te hiciste una alabanza frente a tus enemigos, para destruir al enemigo y al defensor” (Sal 8,3). Al oír esto, el pueblo alzó la voz, y la parte adversaria quedó confundida. 9,7. La gente pensó que si se había leído este salmo, había sido por designio divino, para que Defensor oyera un testimonio sobre sus obras. De la boca de los niños y de los lactantes el Señor había sacado una alabanza para la persona de Martín, y al mismo tiempo había descubierto y destruido al enemigo.

2. Martín fundador y abad de Marmoutier

10,1. No sabríamos decir cuan ejemplar fue la conducta de Martín después de su elevación al episcopado, ni cuánta grandeza reveló. En efecto, siguió siendo fidelísimamente el mismo de siempre, 10,2. Tenía la misma humildad de corazón, la misma pobreza en su modo de vestir. Desempeñaba su dignidad episcopal lleno de autoridad y de gracia, mas sin olvidar su profesión y sus virtudes monásticas.
10,3. Durante un tiempo vivió en una celda junto a la iglesia-pero luego, como no podía soportar la inquietud que le causaban los visitantes, se instaló en una ermita distante casi dos millas de la ciudad. 10,4. Este lugar era tan oculto y retirado que ya no añoraba la soledad del desierto. La roca escarpada de un alto monte lo protegía por un lado, y un pequeño meandro del río Loira rodeaba el resto del terreno dejando sólo una angosta entrada. Martín mismo se había construido allí una celda de troncos, 10,5. como muchos de sus hermanos. La mayor parte, en cambio, se habían excavado un refugio en la roca del monte que dominaba sobre ellos.
Había cerca de ochenta discípulos que se formaban siguiendo el ejemplo del santo maestro. 10,6. Nadie tenía nada propio sino que todo era puesto en común, y a nadie le era lícito comprar o vender, como algunos monjes hacen habitualmente. Allí no se ejercía arte alguna, salvo la de los copistas, que estaba a cargo de los monjes más jóvenes, pues los mayores se dedicaban a la oración. 10,7. Raramente salían de su celda, excepto para reunirse en el lugar de oración. Todos tomaban juntos su alimento después de la hora en que termina el ayuno. 10,8. Nadie tomaba vino sino aquel a quien la enfermedad lo obligaba. Muchos vestían con piel de camello; llevar un vestido más refinado era considerado falta grave. Lo más admirable era que había entre ellos muchos nobles, los cuales, aunque habían recibido una educación muy diferente, se habían plegado a esta vida de humildad y de paciencia. Hemos visto a muchos de ellos que luego fueron hechos obispos. 10,9. ¿Qué ciudad, en efecto, no deseaba tener un pontífice salido del monasterio de Martín?

V. Conversión de los paganos (duelo taumatúrgico con el paganismo de las campiñas galo-romanas)

1. Entierro pagano detenido

12,1. Tiempo después sucedió que yendo por un camino se encontró con un funeral supersticioso que conducía el cuerpo de un pagano a su sepultura. Viendo de lejos el gentío que venía, y no sabiendo qué era, se detuvo un poco, pues estaba a unos quinientos pasos y le era difícil darse cuenta de qué era lo que se acercaba. 12,2. Pero cuando distinguió a un grupo de campesinos, y vio los paños que estaban sobre el cadáver y que el viento hacía tremolar, creyó que se trataba de un rito de sacrificios paganos, porque los campesinos galos tenían la triste costumbre de llevar en procesión por los campos los ídolos de los demonios cubiertos de paños blancos. 12,3. Hizo entonces sobre ellos la señal de la cruz, y ordenó al gentío no moverse del sitio donde estaban y dejar lo que llevaban. Y, cosa extraordinaria, se vio que los desgraciados primero se quedaban rígidos como roca, 12,4. y luego, intentando con gran esfuerzo avanzar sin conseguirlo, giraban ridículamente sobre sí mismos, hasta que vencidos dejaban caer el cuerpo. Atónitos, mirándose entre sí, discurrían en silencio sobre lo que les sucedía. 12,5. Pero cuando el santo varón se dio cuenta de que esa agrupación no era una procesión idolátrica sino un entierro, levantó de nuevo la mano y les permitió seguir y llevar el cuerpo. Así pues cuando quiso los detuvo, y cuando le pareció bien los dejó seguir.

2. El desafío del pino volteado

13,1. En cierta ocasión Martín había destruido un templo pagano. Pero cuando luego quiso cortar un pino que estaba cerca de aquel, el sacerdote y la gente pagana del lugar se opusieron. 13,2. Por voluntad del Señor no habían hecho resistencia cuando se destruyó el templo, pero no toleraban ahora que cortaran el árbol. Martín les explicaba con insistencia que ese árbol no tenía nada de sagrado, que tenían que seguir al Dios que él servía, y que había que cortar el árbol porque había sido dedicado al demonio.
13,3. Entonces el más audaz de ellos le dijo: “Si tienes algo de confianza en el Dios que tú dices que adoras, nosotros mismos cortaremos el árbol con tal que tú lo recibas cuando caiga. Si tu Dios está contigo, no te pasará nada”. 13,4. Entonces Martín, confiando intrépidamente en el Señor, prometió hacerlo. Todo el gentío pagano aceptó este desafío, resignándose a sacrificar el árbol con tal que éste aplastara en su caída al enemigo de sus ritos.
13,5. Como el pino estaba inclinado hacía un lado, y era seguro que al cortarlo caería hacia allí, se lo puso a Martín atado, como querían los paisanos, en el lugar donde nadie dudaba que caería el árbol.
13,6. Se pusieron enseguida a cortar el árbol con gran gozo y alegría. Una turba de espectadores se mantenía a distancia. El pino comenzó poco a poco a oscilar, y ya amenazaba desplomarse. 13,7. Los monjes, desde lejos, palidecían y estaban aterrados por el peligro inminente que corría Martín. Ya habían perdido toda esperanza y fe, y sólo aguardaban su muerte. 13,8. Pero él, confiando en el Señor, esperaba intrépido.
El pino dejó oír un crujido y comenzó a derrumbarse. Ya caía y se desplomaba sobre Martín cuando éste, levantando la mano hacia él, trazó la señal de la cruz. Entonces, rechazado hada atrás como por un huracán cayó hacía el lado opuesto, de tal modo que casi aplastó a los campesinos que se habían ubicado en lugar seguro. 13,9. Entonces se elevó al cielo un gran clamor: los campesinos se admiraban del milagro y los monjes lloraban de alegría, y todos alababan el nombre de Cristo. Claramente se comprobó aquel día que la salvación había llegado a esa región(cf. Lc 19,9) . No hubo casi nadie de esa multitud que no creyera en el Señor Jesús y pidiera la imposición de las manos, abandonando el error de la impiedad.
Antes de que llegara Martín a esas regiones, pocos o casi nadie habían recibido el nombre de Cristo. Pero tanto fue el poder de las virtudes y el ejemplo de Martín que ya no se encuentra lugar donde no haya numerosas iglesias o ermitas, pues cuando destruía los templos paganos, enseguida los reemplazaba construyendo iglesias o ermitas.

3. Incendio y destrucción de templos paganos

14,1. Por ese tiempo demostró Martín poseer una gran virtud para realizar esa clase de obras. En cierto pueblo le había prendido fuego a un antiguo y célebre templo pagano. El viento había comenzado a llevar torbellinos de llamas a una casa vecina que estaba prácticamente unida al edificio del templo. 14,2. Cuando Martín lo advirtió, corrió rápidamente, se subió al techo de la casa y salió al encuentro de las llamas que llegaban. Entonces, de modo maravilloso, se pudo ver cómo el fuego se volvía contra la fuerza del viento y se entablaba como una lucha entre los dos elementos que combatían entre sí. De este modo, por el poder de Martín, el fuego actuó solamente donde él lo mandó.
14,3. Así también cuando quiso destruir un templo que la superstición pagana había cargado de riquezas, en un pueblo llamado El Leproso (Levroux), se le opuso una muchedumbre de paganos. Rechazado no sin violencia, 14,4. tuvo que retirarse a las afueras. Allí pasó tres días vestido de cilicio y cubierto de ceniza, ayunando y orando constantemente, y pidiéndole al Señor que la virtud divina derribara aquel templo que la mano del hombre no había podido destruir. 14,5. De pronto se le aparecieron dos ángeles armados de lanza y escudo como dos soldados del cielo, y le dijeron que los enviaba el Señor para poner en fuga a la multitud de paganos y defender a Martín, para que nadie le impidiera destruir el templo. El debía terminar fielmente la obra que había comenzado. 14,6. Fue así como volvió al pueblo, y ante una multitud de paganos que lo miraban inmóviles, destruyó hasta los cimientos el edificio profano, y redujo a polvo los altares y las imágenes. 14,7. Los campesinos, al darse cuenta de que era el poder de Dios el que los había hecho permanecer estupefactos sin oponerse al obispo, llenos de temor, creyeron casi todos en el Señor Jesús, y confesaron en alta voz y abiertamente que había que dar culto al Dios de Martín y desechar los ídolos, incapaces de socorrerse a sí mismos.

4. Los asesinos descubiertos

15,1. Voy a contar lo que sucedió en el pago de los eduos. Mientras Martín destruía otro templo, una multitud de campesinos paganos se arrojó furiosa sobre él. Cuando uno de ellos, más audaz que los otros, lo amenazaba con una espada, Martín, quitándose el manto, ofreció al golpe su cerviz descubierta. 15,2. El pagano no dudó en herirlo, pero al levantar demasiado la diestra, cayó hacia atrás. Entonces, consternado por el temor divino, pidió perdón.
15,3. Semejante al recién narrado es este otro hecho. Un día en que estaba destruyendo unos ídolos, un individuo intentó atacarlo con un cuchillo, mas al instante el cuchillo fue arrancado de tas manos del agresor y desapareció.
15,4. Pero lo más frecuente era que, cuando los campesinos se oponían a que destruyera sus templos, calmara los ánimos de los paganos con una santa predicación, y cuando les mostraba la luz de la verdad, eran ellos mismos los que destruían sus templos. 



(Continuará)

Segunda lectura: Cartas de Sulpicio Severo sobre la vida, virtudes y muerte de san Martín.
Trad. en: Sulpicio Severo. Vida de S. Martín de Tours,
Victoria (Buenos Aires), Eds. ECUAM, 1990, pp. 25 ss. (Col. Nepsis, 1).
(1) Traducción del P. Pablo Sáenz, osb, monje de la Abadía San Benito de Luján (Buenos Aires, Argentina): Sulpicio Severo. Vida de S. Martín de Tours, Victoria (Buenos Aires), Eds. ECUAM, 1990, pp. 1 ss. (Col. Nepsis, 1)