INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (32)

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La prábola del buen samaritano
(Lc 10,29-37)

Codex Purpureus
Siglo VI
Museo Diocesano de Rossano, Italia
San Gregorio de Nacianzo (+ hacia 390) [segunda parte]

Primera lectura

Nuestra terapia como ministros se vuelve a lo profundo del corazón del hombre(1)

«El médico considerará los lugares, la ocasión, la edad, las estaciones y demás cosas de ese género. Recetará luego medicinas, prescribirá dietas y estará alerta a la evolución del paciente para evitar que la tendencia propia de la enfermedad impida la curación. A veces recurrirá a cauterios, trepanaciones o medios aún más duros, pero indispensables en ciertas ocasiones. Sin embargo, con ser difícil y penoso, nada de esto lo es tanto como curar costumbres, pasiones, modos de vivir, intenciones y las demás cosas del género que se dan en nosotros: alejar de nosotros cuanto hay de bestial y salvaje e introducirnos y confirmarnos en lo que agrada a Dios; hacerse justo árbitro en el alma y el cuerpo, sin permitir que lo mejor de nosotros mismos sea vencido por el mal que nos habita, lo que sería la mayor de las injusticias y someter al alma, que debe ser guía de lo demás, el cuerpo que le es por naturaleza inferior. Eso es lo que quiere la ley divina, que es perfectamente idónea para toda la creación, sea la visible, sea la que trasciende los sentidos. (...)

Estas son las razones por las que considero que nuestra medicina es más penosa, y por lo mismo más honorable, que la de los cuerpos, que apenas si se ocupa de lo profundo y atiende sobre todo a la parte más superficial. Nuestra terapia, por el contrario, íntegra y diligentemente se ocupa de la profundidad del corazón humano (ver 1 Co 14, 25; 1 P 3, 4) y nuestra batalla es contra quienes nos resisten y se nos oponen desde dentro usándonos de armas contra nosotros mismos y, lo que es más terrible, quieren arrastrarnos consigo al pecado. Ante tales dificultades, si queremos curar las almas, que son el tesoro más precioso que poseemos, purificarlas bien y hacerlas tan dignas como sea posible, es imprescindible una fe grande y absoluta (ver 1 Co 13, 2), una ayuda aún mayor de parte de Dios y, de parte nuestra, estoy convencido, una adhesión no débil, sino avalada con palabras y acciones» (Fuga 18. 21).

La Palabra del Señor debe ser difundida de modo juicioso

«Respecto a la difusión de la Palabra, por hablar al final de lo que es el primero de nuestros bienes, y me refiero a esa Palabra divina y sublime sobre la que todos filosofan, cuando veo que hay quienes tienen el valor de hablar de ella y la consideran apta para cualquier inteligencia, me pasmo de su sabiduría, o, por mejor decir de su ingenuidad. A mí me parece de lo más difícil y cosa que requiere un espíritu elevado administrar esa Palabra (ver Lc 12, 42) oportunamente a cada uno y dispensar con prudencia las verdades de nuestra doctrina, que habla de los mundos o el mundo, de la naturaleza, del alma, del entendimiento, de las naturalezas inteligentes según los grados, de la Providencia que abarca y dirige todo, de las cosas que suceden conforme a la razón y de aquéllas otras que escapan a la razón humana de este mundo» (Fuga 35).

La predicación es difícil: es necesaria la ayuda del Espíritu...

«Comprender estas cosas y exponerlas adecuadamente y de manera conforme a su dignidad requeriría mayor tiempo del que disponemos ahora y aun incluso, en mi opinión, un tiempo mayor que la vida misma. Por eso ahora y siempre es necesario el Espíritu, merced al cual se conoce, se escucha y se interpreta a Dios. Sólo quien es puro puede alcanzar lo puro e inmutable. Por el momento nos hemos limitado a mostrar brevemente cuán difícil es encontrar un discurso capaz de instruir e iluminar a todos con la luz del conocimiento, cuando se está hablando de estas cosas a una multitud de edades y hábitos tan dispares que recuerda a un instrumento de muchas cuerdas cuyo tañido precisa innumerables trasteos. Pues se corre peligro en tres cosas: en entender, en hablar y en oír y es inevitable que se caiga en alguna de ellas si no en las tres. O no fue luminosa la inteligencia, o fue débil la palabra o, no estando purificado no entendió el oído. Y así, fuerza es que la verdad tropiece en una de esas cosas o en todas ellas. Y todavía más: la respetuosa atención de los oyentes, que en cualquier enseñanza hace fácil y aceptable el discurso, en nuestro caso constituye el daño y el peligro» (Fuga 39).

Para poder enseñar con provecho en la Iglesia, el ministro debe ser simple, versátil y debe saber adaptarse a todos

«Si alguien comenzara a adiestrar y domesticar una fiera múltiple y multiforme, compendio de muchas otras fieras, grandes y pequeñas, más mansas y más salvajes, resultaría para él una tarea ardua y fatigosa llegar a dominar una naturaleza tan anómala y extraña, pues las fieras distintas no aman los mismos alimentos, voces, caricias ni reclamos ni tampoco valen para todas igualmente los mismos métodos de adiestramiento, sino que una gusta de una cosa y otra de otra, según dispone la naturaleza de cada cual. ¿Qué debería hacer el domador de una fiera como esa? ¿Qué sino que su habilidad sea igualmente múltiple y multiforme de manera que use en cada momento el cuidado que conviene de suerte que la fiera pueda ser guiada y cuidada bien? Así, estando este cuerpo de la Iglesia constituido por muchas y diferentes costumbres y razones, de idéntica forma a un organismo vivo compuesto y diferente, es del todo imprescindible que su cabeza sea simple en cuanto a la sinceridad que en todo debe tener y tan vario y versátil cuanto sea posible en lo que toca a la relación con cada una y en cuanto a la conveniencia de tratar con todos.

Algunos tienen necesidad de ser alimentados con leche, esto es, con doctrinas más simples y más de principiantes. Como niños con constitución de recién nacidos no pueden soportar como alimento la madurez del discurso (ver Hb 5, 12; 1 Co 3, 1-2). Y si se les da este alimento que supera sus fuerzas, oprimidos y superados por él, pues su inteligencia carece del vigor que se requiere para recibir y asimilar algo que aún les es superfluo, podrían llegar a perder las incipientes fuerzas. Otros, por el contrario, necesitan la sabiduría que es habitual entre los perfectos (ver 1 Co 2, 6) y el alimento más alto y sustancioso, pues sus facultades intelectuales están habituadas a distinguir entre lo verdadero y lo falso (ver Hb 5, 14). Si éstos bebieran leche y se alimentaran de verduras (ver Rm 14, 2), comida de enfermos, no podrían soportarlo y, con toda justicia, pues no se sentirían robustecidos según Cristo (ver Flp 4, 13) ni crecer con el laudable (ver Col 2, 19) incremento que suele procurar la palabra divina que conduce a quien se alimenta de ella hasta la dimensión de hombre perfecto y la dimensión de la edad espiritual (ver Ef 4, 13)» (Fuga 44-45).

Sería imprudente aceptar la guía de las almas si no se alcanza primero el dominio sobre sí mismo

«No hablo ya de la guerra interior, la que está dentro de nosotros, en nuestros afectos secretos, guerra que libramos día y noche, a veces a escondidas, otras públicamente, por la debilidad de nuestro cuerpo (ver Flp 3, 21); por culpa del desorden que, como una marea, nos alza, nos derrumba y nos agita con violencia mediante los sentidos y los demás placeres de esta vida; por culpa del barro, del lodo en que estamos sumergidos (ver Sal 39, 3; 68, 3) y de la ley del pecado que lucha contra la ley del espíritu (ver Rm 7, 23) y busca corromper la imagen soberana que habita en nosotros y cuanto en nosotros existe de presencia divina. Cualquiera que se haya ejercitado largamente en el estudio y poco a poco haya purificado la parte más noble y luminosa del alma de aquella otra más humilde y unida a las tinieblas, o bien quien haya encontrado la benevolencia de Dios, o quien ha experimentado ambas cosas conjuntamente, y de resultas de ello haya procurado con todas sus fuerzas mirar hacia lo alto, apenas si acertará a dominar la materia que lo arrastra hacia abajo. Y, sin embargo, antes de haberla dominado, en la medida en que eso es posible, y de haber purificado adecuadamente su espíritu y de haber superado a muchos por su proximidad a Dios, no considero prudente que nadie acepte ser guía de las almas e intermediario entre Dios y los hombres, lo cual es justamente la misión del sacerdote» (Fuga 91).

Requisitos necesarios para servir dignamente al Señor

«Sabiendo yo esto y que nadie es digno de la grandeza de Dios, que es al mismo tiempo víctima y pontífice, sino quien se ha ofrecido a sí mismo antes como víctima viva y santa, ha manifestado un culto espiritual agradable [a Dios; ver Rm 12, 1] y ofrecido el sacrificio de alabanza (ver Sal 49, 14) y el espíritu contrito (ver Sal 50, 19), único sacrificio que desea de nosotros quien todo nos lo ha dado, ¿cómo habría osado ofrecerle el sacrificio exterior que hace presentes los grandes misterios? ¿Cómo revestirme de la figura y nombre de sacerdote antes de haber consagrado mis manos con obras santas (ver Sal 144, 13.17; Ex 29, 29.33), antes de haber habituado mis ojos a mirar la creación con ojos puros (ver Pr 4, 25) y admirando sólo al Creador, sin ser indigno hacia la creatura; antes de haber abierto convenientemente mis oídos a la enseñanza del Señor (ver Is 50, 5) y de que me fuera concedido un oído capaz de escucharlo diligentemente (ver Is 50, 4; 6, 10), de manera que en ese oído se me prendiera la palabra del sabio, como arandela de oro preciosa (ver Pr 25, 12)? ¿Cómo la boca, los labios, la lengua: antes de haber abierto la boca para aspirar el espíritu (Sal 118, 131), o antes de que estuviera abierta y plena del espíritu (ver Sal 80, 11) para explicar los misterios y la doctrina (ver 1 Co 14, 2); y los labios se hubieran sellado con el sentido divino para hablar de la Sabiduría (ver Pr 15, 7) y abrirse sólo en el momento adecuado; y la lengua se hubiera llenado de exultación (ver Sal 125, 2) y se hubiera convertido en plectro de divina melodía, despertadora de la gloria, despertada a la aurora (ver Sal 56, 9) y cansada hasta su misma raíz (ver Sal 136, 6)? ¿Antes de haber afirmado sobre piedra mis pies (ver Sal 39, 3), articulados como los del ciervo (ver Sal 17, 34) y antes de que mis pasos se hubieran dirigido hacia el Señor, sin desviarse ni poco ni mucho (ver Sal 16, 5)? ¿Antes de que todos mis miembros se hubieran hecho instrumentos de justicia (ver Rm 6, 13) y hubieran abandonado su condición mortal (ver 2 Co 5, 4) absorbida por la vida y retirada del espíritu?» (Fuga 95).

Hay que confiarse a las manos de Dios para pastorear al rebaño sabiamente

«Ésta es mi razonable súplica. Que el Dios de la paz (Rm 15, 33), que ha hecho de dos uno solo (Ef 2, 14) y nos ha restituido el uno al otro, que pone a los reyes en sus tronos y que levanta de la tierra al pobre y alza del estiércol al desvalido (Sal 112, 7), el que eligió a David su siervo, sacándolo de entre las ovejas de su rebaño (Sal 77, 70), a David, el menor, el más joven de los hijos de Jesé (ver 1 S 17, 14), quien concede el don de la palabra a quienes con poder predican para que se cumpla el Evangelio (ver Sal 67, 12), él dé fortaleza a mi diestra (ver Sal 72, 23), me conduzca según su voluntad y me acoja en su gloria (ver Sal 72, 24), él que apacienta a los pastores y conduce a los guías, para que pueda yo apacentar a su grey con ciencia (ver Jr 3, 15) y no con los recursos de un pastor  inexperto (ver Za 11, 15), pues entre los antiguos era considerada bendición la primera forma y maldición la segunda (ver Jr 3, 17-18; Za 11, 17). Él dé poder y fuerza a su pueblo (ver Sal 67, 36) y haga a su grey espléndida, inmaculada (ver Ef 5, 27) y digna de la grey celeste, en la morada de los bienaventurados (ver Sal 86, 7), de modo que en su templo todos celebremos su gloria (ver Sal 28, 9), grey y pastores, en Cristo Jesús, Señor nuestro, al cual toda la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Fuga 117).

Segunda lectura: Discurso 31 (Sobre el Espíritu Santo); trad. en: Gregorio Nacianceno. Los cinco discursos teológicos, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1995, pp. 219 ss. (Biblioteca de patrística, 30).
Traducción en: Gregorio Nacianceno. Fuga y autobiografía, Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1996, pp. 151 ss. (Biblioteca de patrística, 35).