INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (30)

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Parábolas de vírgenes sabias y necias
(Mt 25,1-13)

Codex Purpureus
Siglo VI
Museo Diocesano de Rossano, Italia
San Basilio de Cesarea (+ 379) [segunda parte]

Primera lectura (continuación)

Epístola 223: A Eustacio de Sebaste(1)

1. “Hay, dice la Escritura, un tiempo para callar y un tiempo para hablar”, así habla el Eclesiastés (3,7). Por tanto, también ahora ya que el tiempo del silencio ha durado suficientemente es oportuno abrir la boca para dar a conocer las verdades que se ignoran. Cuando el gran Job soportó por mucho tiempo sus desgracias en silencio, mostró su coraje por la firmeza de la que daba prueba en los sufrimientos más intolerables; pero prolongado suficientemente su silencio y perseverando en ocultar su pena en el fondo de su corazón, entonces abrió la boca e hizo escuchar aquellas bellas palabras por todos conocidas (Jb 3,1). Y nosotros, que guardamos silencio por más de dos años, tenemos envidia del Profeta que se gloría diciendo: “He llegado a ser como un hombre que no oye y no tiene respuestas en su boca” (Sal 37,15). Por eso hemos encerrado en el fondo de nuestro corazón el dolor que la calumnia nos causa. Realmente la calumnia humilla al hombre, la calumnia extravía al hombre (Qo 7,7.8). Si, pues, el mal causado por la calumnia es tan grande que hace descender de la altura al que ya es perfecto (es esa perfección que la Escritura da a entender con el nombre de nombre), y que el pobre, es decir el hombre desprovisto de grandes creencias (como le parece al profeta que dice: “Puede ser que sean pobres, y por eso no entienden; iré a los príncipes” [Jr 5,4.5], porque llama pobres a los desprovistos de inteligencia; lo mismo aquí, evidentemente), aquellos en los que no se ha formado todavía el hombre interior, y no han llegado a la medida perfecta de la edad (son aquellos de los que el proverbio dice que se extraviaron y se agitaron), ... pero estimaba que debía soportar en silencio mis penas y esperar de los solos acontecimientos una mejoría(2). No es, con todo, por maldad, sino por ignorancia de la verdad que esos malos propósitos se han dirigido contra nosotros. Pero como veía que el odio (de ellos) aumentaba con el tiempo y no se arrepentían de lo que habían dicho desde el principio, que no se preocupaban de saber cómo podrían reparar el pasado, sino que renovaban sus esfuerzos y ordenaban sus batallones para conseguir el fin que, desde el comienzo, se habían propuesto: hacer desgraciada nuestra vida y manchar nuestra reputación ante los hermanos con sus maquinaciones, el silencio no se presentó más como una seguridad. Me vino (al espíritu) lo que dice Isaías: “Me callé, ¿me callaré y soportaré siempre?” (Is 42,14). Quiera (Dios) que también nosotros recibamos la recompensa por nuestro silencio y tengamos algo de fuerza para la refutación, para que por la refutación podamos secar ese torrente amargo de mentira derramado sobre nosotros, de modo que podamos decir: “Nuestra alma ha atravesado un torrente”, y: “Si el Señor no hubiera estado con nosotros cuando los hombres se levantaban contra nosotros, acaso nos habrían tragado vivos, acaso el agua nos hubiera sumergido” (Sal 123,4.5).
2. Mucho tiempo dispensé a la vanidad, y casi toda mi juventud la perdí en el vano esfuerzo al que me aplicaba para adquirir las enseñanzas de la sabiduría que ha sido declarada insensata por Dios. Hasta que un día me desperté como de un sueño profundo, y torné mi vista hacia la admirable luz de la verdad del Evangelio, viendo la inutilidad de la sabiduría de los príncipes de este siglo, que son caducos (ver 1 Co 2,6). Lloré mucho por mi miserable vida, deseando que me diesen enseñanzas para iniciarme en los dogmas de la piedad. Ante todo, tenía preocupación por realizar una modificación de mis costumbres por mucho tiempo pervertidas por el trato con gente de mala vida. Habiendo conocido el Evangelio y habiendo observado que un medio muy eficaz para alcanzar la perfección era vender los bienes, compartiendo (el producto) con los hermanos pobres, y estar enteramente libre de las preocupaciones de esta vida, no permitiendo a ninguna simpatía desviar el alma hacia las cosas de aquí abajo, deseaba encontrar entre los hermanos alguno que hubiese elegido ese camino de vida. Como para poder atravesar con él el torrente profundo de la vida. Hallé muchos (de estos hermanos) en Alejandría, muchos en el resto de Egipto, y otros en Palestina, en Celesiria(3) y en Mesopotamia. Admiraba su abstinencia en la comida, su constancia en los trabajos, me impresionaba su perseverancia en las oraciones como también el modo en que dominaban el sueño: ninguna necesidad natural podía hacerlos desistir, mantenían siempre alto y libre el pensamiento del alma, en el hambre y en la sed, en el frío y la desnudez, no prestando atención a su cuerpo, no consintiendo en darle ningún cuidado. Como si vivieran en una carne extranjera, mostrando con sus acciones lo que es ser extranjero aquí abajo y lo que es tener una ciudad en el cielo. Admiraba aquella virtud y declaraba bienaventurada la vida de esos hombres, pues con sus obras mostraban que llevaban en sus cuerpos la muerte de Jesús (ver 2 Co 4,10), y yo mismo tenía el deseo, en la medida que yo pudiese llegar, de ser émulo de aquellos hombres.
3. Por eso, viendo algunos de mi patria esforzarse por imitar aquellas virtudes, creí haber hallado alguna seguridad para mi salvación, y consideraba lo que veía como una revelación de lo invisible. Entonces, como no se pueden conocer los sentimientos secretos de cada uno de nosotros, pensaba que una ropa humilde era una señal suficiente de humildad, y me bastaba para estar convencido el manto tosco, el cinturón y el calzado de cuero crudo. Muchos me querían alejar de la sociedad de esos hombres, pero yo no me convencía, viendo que preferían la vida de paciencia a la del deleite, y por ese modo de vida los defendía calurosamente. Por lo cual no admitía acusaciones sobre sus creencias, aunque muchos afirmaban que no tenían ideas rectas sobre Dios y que, instruidos por el jefe de la herejía actual, esparcían secretamente sus doctrinas. Mas como no les había oído decir esas cosas, consideraba a los que las contaban como calumniadores. Cuando después fuimos llamados al gobierno de la Iglesia, se nos dieron hombres para vigilar y espiar nuestra vida, con la excusa evidentemente de asegurarnos una ayuda y una comunión de afecto: los acepté en silencio, para no aparecer o acusarme a mí mismo diciendo cosas increíbles o, si me creían, darles a los que me creían un motivo de misantropía. Es lo que por poco me sucedió, si no hubiese sido alertado por las misericordias divinas. Pues casi llegué a dudar de todos, convencido como estaba que no había buena fe en nadie: fui golpeado en mi alma por esas dolosas acciones. Pero igualmente había, mientras tanto, entre nosotros una apariencia de relaciones con ellos. Y se emitieron ideas sobre los dogmas, una vez, dos veces; y no aparecimos estar en desacuerdo, sino en sintonía. Como ellos descubrían que proferíamos las mismas palabras sobre la fe en Dios, las que en todo tiempo habían escuchado de nosotros (aunque nuestra situación sea digna de gemidos, con todo me animo a vanagloriarme de una cosa en el Señor: que nunca tuve ideas erróneas sobre Dios, ni haber cambiado de sentimientos para aprender una doctrina nueva. La noción de Dios que recibí desde la infancia de mi bienaventurada madre y de mi abuela Macrina, la conservé y la dejé crecer en mí mismo; no fui de una a otra opinión cuando tuve plena razón, sino que completé los principios que me habían transmitido. Como lo que crece de pequeño y llega a ser grande restando idéntico a sí mismo, no cambiando de género, sino que con el crecimiento se perfecciona, así también pienso que en mí es la misma doctrina la que ha crecido por los progresos)..., de suerte que examinen ellos su conciencia, que piensen en el tribunal de Cristo, y digan si alguna vez han escuchado de nosotros otra cosa que la que ahora decimos, ellos que ahora nos citan a propósito de una opinión perversa, y que con las cartas infamantes que han escrito contra nosotros han ensordecido los oídos de todos. De donde la necesidad de presentar esta apología.

4. No somos culpados de blasfemia contra Dios por un cierto escrito tras el cual nos protegimos, sino por algunas palabras, no escritas, que siempre pronunciamos públicamente ante las iglesias de Dios. Tampoco se ha encontrado un testigo para decir que escuchó de nosotros pronunciar en secreto palabras impías. ¿Por qué somos juzgados si nada hemos escrito, si no causamos daño por nuestros discursos públicos, si no desviamos en los diálogos familiares a aquellos con quienes hablamos? ¡Oh nuevo drama! “Un tal, dice él, en Siria escribió cosas muy impías. Tú le has escrito a él hace veinte años, o más. Estás, pues, en comunión con ese hombre, y las acusaciones hechas a él también a tí se te hacen”. Pero, ¡oh hombre amigo de la verdad!, que has aprendido que la mentira es obra del diablo, ¿cómo te dejas convencer que aquella carta era mía? Nada enviaste, nada preguntaste, nada de mí supiste que pudiera decirte la verdad. ¿Y si la carta fuese mía, cómo podías tener claro que esa obra que te caía entre las manos es del mismo tiempo que mi carta? ¿Quién te dijo que ese escrito tenía veinte años? ¿Cómo podías ver que era la obra de aquel hombre que había enviado la carta? ¿Si él era el autor, y si yo le había escrito, si mi carta y ese escrito son contemporáneos, demuestra eso que le di mi aprobación y que tengo en mí mismo esos sentimientos, lo demuestra?
5. Interrógate a ti mismo: ¿cuántas veces nos visitaste en el monasterio junto al río Iris, cuando estaba con el amado hermano Gregorio, que deseaba realizar el mismo ideal de vida que yo? ¿Has oído algo de tal naturaleza o has recogido una explicación pequeña o grande? ¿En Eusinoé, cuando me invitaste, estando por partir con gran número de obispos hacia Lampsaco(4), los discursos no eran sobre la fe? ¿No estaban todo el tiempo numerosos taquígrafos junto a mí cuando dictaba los argumentos contra la herejía? ¿No estaban tus fieles discípulos todo el tiempo conmigo? ¿No iba a visitar las reuniones de hermanos y pasaba la noche orando con ellos, hablando y escuchando hablar siempre sobre Dios sin espíritu de discordia? ¿No presentaba argumentos precisos y claros de mis ideas? ¿Cómo la experiencia adquirida en tan largo tiempo aparece así más ruinosa que la debilidad de una sospecha? ¿Quién más que tú debiera ser testigo de mis sentimientos? ¿Qué dijimos en Calcedonia sobre la fe, qué dijimos a menudo en Heraclea(5), qué dijimos antes en los suburbios de Cesárea, acaso todas las palabras nuestras no son una sinfonía? Además, ya lo he dicho, considera en nuestros discursos algún crecimiento debido al progreso; no es el cambio lo que te hace pasar de peor a mejor, sino el llenado de las lagunas, según el aporte del conocimiento. ¿Cómo no pensaste en aquello de que el padre no cargará el pecado del hijo, ni el hijo cargará el pecado del padre, cada uno morirá en su propio pecado? (ver Ez 18,20). Para mí no es ni un padre, ni un hijo el que es calumniado por ti. Pues no fue ni mi maestro, ni mi discípulo. Si es necesario que los pecados de los padres devengan acusación contra los hijos, mucho más justo es que los actos de Arrio se vuelvan contra sus discípulos. Y si alguno ha engendrado al hereje Aecio(6), las acusaciones contra los hijos caen sobre la cabeza del padre. Mas si no es justo que alguien sea acusado por estos motivos, es ciertamente mucho más justo que nosotros no debamos rendir cuentas por los que no tienen ninguna relación de parentesco con nosotros, si es que han pecado totalmente, si alguna cosa han escrito que merezca la condenación. Me perdonarán, pues, si no creo en lo que se dice contra ellos, puesto que mi propia experiencia confirma la facilidad con que los calumniadores acusan.
6. Y si equivocados y convencidos que yo comparto la opinión de los que escribieron esas palabras de Sabelio(7) que ellos mismos pisotearon, llegaron por eso hasta acusarme, no serían dignos de perdón, porque lanzan enseguida sus blasfemias sin pruebas evidentes y hacen daño a los que ni siquiera han vivido con ellos, para no hablar de aquellos con los que se han relacionado en la más íntima amistad; y que tuviesen en ellos sospechas falsas muestra que no obraron conforme al Espíritu Santo. Es necesario inquietarse por muchas cosas, pasar muchas noches sin dormir y pedir a Dios con muchas lágrimas la verdad, si se medita cortar la amistad con un hermano. Los príncipes de este mundo, cuando deben condenar a muerte algún malhechor, corren las cortinas y llaman a los más expertos para examinar las cuestiones propuestas. Reflexionan mucho tiempo pues ora ven la rigidez de la ley, ora los retiene el respeto a la comunidad, y con muchos lamentos deploran también la necesidad, haciendo ver a todo el pueblo que observan la ley por necesidad; no por placer personal dictan la sentencia del juicio. ¿Cuánta más reflexión y cuidado se necesita, y de un consejo de muchos miembros, para considerar digno su proyecto el que medita romper la amistad con los hermanos, por tanto tiempo consolidada? Además hay una sola carta, y está ambigua. No se puede decir, en efecto, que la ha reconocido por los caracteres de la escritura, pues no era la originalmente escrita, sino que tuvo en la mano una copia. Es una sola carta y ésta antigua. Veinte años han pasado desde el tiempo en que se escribió algo a aquel hombre hasta el presente. En ese intervalo de tiempo no tengo ningún testigo de mis decisiones y de mi vida, como los que ahora comparecen contra mí acusándome.
7. Pero no es la carta la causa de la separación, por otro motivo se explica la división: el decirlo me da vergüenza y por siempre callaría si lo que ahora ha sucedido no me obligase a presentar abiertamente, para utilidad de muchos, todo el plan de ellos. ¡Esos hombres de bien deben pensar que en nuestra comunión encuentran un obstáculo para recobrar su poder! Por eso presentamos una profesión de fe para que ellos la firmaran, no porque desconfiáramos de sus sentimientos, lo confieso, sino que deseábamos curar las sospechas que tenían muchos de nuestros hermanos, que sentían como nosotros, sobre ellos. He aquí porque, para que no se les presentase ningún obstáculo, a causa de esa profesión, que les impidiese ser recibidos por los poderosos del momento, renunciaron a nuestra comunión; y la excusa de la ruptura: esa carta que fue imaginada. Un signo clarísimo de lo que decimos es que nos han apartado y han combinado contra nosotros las calumnias que han querido, y antes de enviarnos la carta la hicieron circular por todas partes. Pues siete días antes que llegase a mis manos la carta fue vista por algunos que la habían recibido de otros, y estaban a punto de hacerla circular. Así, les parecía haberse pasado la carta el uno al otro para que rápidamente circulase por toda la región. Y esto decían todavía, y a pesar de todo, los que nos informaban sobre la conducta de aquellos. Nosotros juzgamos conveniente callarnos, hasta que Él, que revela las profundidades, hiciese públicas sus intenciones con pruebas evidentísimas e irrefutables.

Notas:

(4) Lampsaco es una ciudad situada sobre el Helesponto (estrecho de los Dardanelos) donde en el 364 se celebró un concilio de obispos homeousianos, quienes afirmaron la validez de la fórmula antioquena del 341. Esta fue completada con la proposición del homoiousios (semejante según la ousía), que quería poner de manifiesto la distinción de las hypostasis divinas. ¿Eusinoé se refiere a la región próxima al Pontus Euxinus (Mar Negro), o es una ciudad?
(5) Probablemente se trata de la Heraclea situada en Tracia, no muy distante de Caldedonia, y próxima también a Constantinopla.
(6) Aecio de Antioquía entre el 355 y el 365 fue un representante de punta del arrianismo radical, también llamado anomeismo. Era de origen sirio. Parece que en una discusión publica que tuvo lugar entre el 358 y el 360, redujo al silencio, con su gran habilidad dialéctica, a Eustacio de Sobaste y a Basilio de Ancira.
(7) Sabelio es un exponente del monarquianismo patripasiano, que fue condenado hacia el 220 en Roma.

Segunda lectura: Tratado sobre el Espíritu Santo; trad. en: Basilio de Cesarea. El Espíritu Santo,
Madrid, Ed. Ciudad Nueva, 1996 (Biblioteca de patrística, 32).
(1) Traducimos de la edición de Yves Courtonne, Paris 1966, vol. 3, pp. 8-17. La presente versión castellana fue previamente publicada en CuadMon n. 84 (1988), pp. 102-109.
(2) Este es un ejemplo de la muy libre construcción gramatical que sigue Basilio en algunos pasajes de la presente epístola. Otro caso se halla en el parágrafo 3. Los textos entre paréntesis son inclusiones nuestras para una mejor comprensión del texto.
(3) Región de Siria ubicada entre el Líbano y el Antilíbano.