INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (18)

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Balaam mostrando la estrella,
o Isaías ante la Virgen

Primera mitad del siglo III
Catacumba de Priscilla
Roma
La comunidad cristiana en Roma(1)

Es incuestionable que en la capital del Imperio existió una comunidad cristiana ya antes del 57/58. Probablemente se haya formado, principalmente, con judíos convertidos al cristianismo durante el reinado de Claudio (41-54). La presencia de una comunidad cristiana, antes de la llegada de Pablo, nos es confirmada por el mismo apóstol en su “Carta a los Romanos”, escrita entre los años 57/58 desde Corinto.
Pablo llega a Roma, para presentarse ante el César a quien había apelado, hacia el año 61. Aún en prisión mantiene frecuentes contactos con los judeo-cristianos de la ciudad (ver Hch 25,1ss y 28,13ss). El apóstol Pedro también se presentó en Roma, posiblemente después que Pablo. Ambos apóstoles sellaron el testimonio de Cristo con su sangre, durante el reinado de Nerón, tal vez durante la persecución desatada tras el incendio de Roma en julio del año 64. Datos arqueológicos testimonian la devoción con que en los siglos III y IV se veneraban en Roma las tumbas de los dos apóstoles. Se pueden leer inscripciones(2), que dicen:

«“Pedro y Pablo recen por Víctor”.
“Por Pedro y Pablo yo, Tomius Coelius, ofrecí una comida funeraria”.
“El día 4 antes de las calendas de abril, yo, Parthenius,
hice un banquete funerario en Dios y nosotros todos en Dios”.
“Pedro y Pablo vengan en ayuda de Primitivus, pecador”.
“Pablo y Pedro recuerden a Sozomeno, y también tú que lees”».

En el año 64 los cristianos ya son claramente identificados, y se los distingue de los judíos. Sobre la nueva religión y sus adeptos descarga Nerón una persecución, acusando a los cristianos de haber provocado un terrible incendio en Roma:

“Pero ni con socorros humanos, donativos y liberalidades del príncipe, ni con las diligencias que se hacían para aplacar la ira de los dioses era posible borrar la infamia de la opinión que se tenía de que el incendio había sido voluntario. Y así, Nerón, para disipar esta voz y descargarse, dio por culpables, y comenzó a castigar con exquisitos géneros de tormentos, a unos hombres aborrecidos del vulgo por sus excesos, llamados comúnmente cristianos.
El autor de este nombre fue Cristo, el cual durante el reinado de Tiberio había sido ajusticiado por orden de Poncio Pilato, procurador de Judea: y aunque por entonces se reprimió algún tanto aquella perniciosa superstición, tornaba otra vez a reverdecer, no solamente en Judea, origen de este mal, sino también en Roma, donde llegan y se celebran todas las cosas vergonzosas y atroces que hay en las demás partes.
Fueron, pues, castigados al principio los que profesaban públicamente esta religión, y después, por indicios de aquéllos, una multitud infinita, no tanto por el delito del incendio que se les imputaba, como por haberles convencido de general aborrecimiento a la humana generación. A la justicia que se hizo de éstos, se añadió la burla y el escarnio con que se les daba la muerte. A unos los vestían con pieles de fieras, para que de esta manera los despedazasen los perros; a otros los ponían en crueles cruces; a otros los echaban sobre grandes piras de leña a las que, acabando el día, les prendían fuego, para que ardiendo con ellos sirviesen para alumbrar en las tinieblas de la noche” (Tácito, Anales 15,44; el autor escribe hacia el año 115).

En los postreros años del siglo II, Ireneo de Lyon es testigo fiel del progresivo afianzamiento y la creciente estructuración de la Iglesia de Roma. Así, él insiste en que existe una organización de tipo unitaria, confiada a un responsable. Y para probarlo da una lista de aquellos que han transmitido la tradición apostólica después de Pedro y Pablo:

“Entonces, después de haber fundado y edificado la Iglesia, los bienaventurados apóstoles transmitieron a Lino (67-79?) el servicio (leitourgían) del episcopado; es de este Lino que Pablo hace mención en las cartas a Timoteo (ver 2 Tm 4,21). Lo sucedió Anacleto (79-90?). Después de él, en tercer lugar desde los apóstoles, el episcopado recayó en Clemente (90/92-100/101?)... A ese Clemente lo sucedió Evaristo (100/101-107?); a Evaristo, Alejandro (107-116?); después, el sexto a partir de los apóstoles, Sixto (Xystus I: 116-125?), fue establecido; después de él, Telésforo (125-136?), que dio un glorioso testimonio (martyrium fecit); luego Higinio (136-140?); en seguida Pío (I; 140-154?); y después de él, Aniceto (154-166?); Sotero (166-174?) sucedió a Aniceto, y ahora es Eleuterio (174-189?) quien, en duodécimo lugar desde los apóstoles, tiene el episcopado. Por este ordenamiento y sucesión están, en la Iglesia, a partir de los apóstoles, la tradición y la predicación de la verdad, que han llegado hasta nosotros. Y ésta es una clarísima prueba de que es una y la misma la fe vivificante que, en la Iglesia, desde los apóstoles hasta ahora, se conserva y se transmite en la verdad” (Adv. Haer. III,3,3; ver HE V,6,1-2.4-5. Las fechas indicadas entre paréntesis para los obispos de Roma son sólo aproximativas).

A finales del siglo II se hace cada vez más asidua la intervención de los obispos romanos, en nombre de su Iglesia, en cuestiones que atañen a otras Iglesias o a la catolicidad. A este respecto es ilustrativo el caso de Víctor (189-198?), que abre una nueva etapa en la evolución de la sede romana; su intervención se produce con motivo del debate que se suscita en torno a la fiesta de la Pascua (en qué día se debía celebrar la Pascua). Víctor hace pesar toda su autoridad para que no se celebre el 14 de Nisán. Su posición encuentra eco favorable en casi todas las Iglesias, excepto la de Éfeso.
No obstante, Ireneo le reprocha al obispo de Roma su proceder excesivamente autoritario: “Una tal diversidad de observancias no se ha producido ahora en nuestro tiempo, sino ya mucho antes, bajo nuestros predecesores, cuyo fuerte, según parece, no era la exactitud, y que forjaron para la posteridad la costumbre en su sencillez y particularismo (la de celebrar la Pascua el 14 de Nisán). Y todos no por ello vivieron menos en paz unos con otros, lo mismo que nosotros; el desacuerdo en el ayuno confirma el acuerdo en la fe” (HE V,24,13). En concreto, lo que criticaba Ireneo, y sin duda también otros obispos, era la decisión de Víctor, “quien intentó separar en masa de la unión común a todas las comunidades de Asia y a las iglesias limítrofes, alegando que eran heterodoxas, y publicó la condena mediante cartas proclamando que todos los hermanos de aquella región, sin excepción, quedaban excomulgados” (HE V,24,9). Afortunadamente la mediación pacificadora de Ireneo impidió que el conflicto se agravase aún más (ver HE V,24,18).
Víctor de Roma mostró asimismo su energía condenando a Teodoto el Anciano, representante de la herejía adopcionista. Lamentablemente los escritos del obispo sucesor de san Pedro se han perdido (ver Jerónimo, De vir. ill. 53).
En el progresivo afianzamiento de la sede romana no puede ignorarse el prestigio e influencia de Roma como capital del Imperio, y consecuentemente su gran atracción sobre tantos que llegan a ella por variados motivos.
Durante el siglo III varios pontífices, algunos de ellos notables por su fuerte personalidad, afianzaron el prestigio de la sede romana. Le dieron también un rostro propio a la iglesia de Roma, acentuando sus características más peculiares:

1) importancia concedida al bautismo y a una adecuada preparación para recibirlo (el catecumenado);
2) culto a los difuntos y, en particular, a los mártires de la fe; Hipólito, en la Tradición apostólica (n. 40), describe las formas particulares de la caridad colectiva de la Iglesia para la sepultura; otras fuentes mencionan a un diácono llamado Calixto encargado de administrar el cementerio de la Iglesia (una catacumba próxima a la vía Apia); los epitafios testimonian, en el siglo III, la aparición de formularios cristianos que expresan la firme certeza de una victoria sobre la muerte, algo totalmente ajeno a la mentalidad pagana; hacen su aparición las primeras imágenes de un arte cristiano de carácter figurativo, sobre todo en las catacumbas;
3) colectas destinadas a socorrer a los más necesitados; se encarga de ellas a siete diáconos, que deben vigilar cada una de las siete zonas del ámbito urbano de la ciudad;
4) un clero especializado y bastante numeroso para la época; hacia el 251 contaba con cuarenta y seis sacerdotes, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y seis lectores, exorcistas y ostiarios; y había mil quinientas viudas alimentadas por la Iglesia (ver HE VI,43,11); los cristianos eran, pues, una minoría importante en la ciudad (¿2-5%?);
5) una creciente benevolencia en la penitencia de los fieles que habían caído en algún pecado después del bautismo;
6) se facilitan las uniones matrimoniales, incluso entre cónyuges de distinto rango social;
7) una comunidad compuesta prevalentemente por gente humilde, todavía en el siglo III son pocos los miembros de la aristocracia que se convierten al cristianismo; la comunidad estaba compuesta por artesanos, soldados, población de lengua griega, miembros del servicio palatino.

Las diversas intervenciones de los papas del siglo III muestran que ellos entendían el primado de Roma como una custodia y preservación de la tradición apostólica. El obispo de Roma presidía la Iglesia de la cátedra de Pedro.
(1) Cf. C. Pietri, art. Roma: DPAC 2 [1984] 3009-3022 [bibliografía]. La traducción de los textos de autores latinos del paganismo la tomamos de J. Comby - J. P. Lemonon, Roma frente a Jerusalén vista por autores griegos y latinos, Estella [Navarra], 1983 [Documentos en torno a la Biblia, 8].)
(2) Escritas entre 258 y 313 en las catacumbas sobre la vía Apia, bajo la basílica de los apóstoles, y que hoy se denomina San Sebastián. Texto de las invocaciones en: F. van der Meer y Chr. Mohrmann, Atlas de l'antiquité chrétienne, Paris-Bruxelles, 1960, p. 47, y figuras 75a, 75b.