INICIACIÓN A LA LECTURA DE LAS OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (12)

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Jonás arrojado al mar
(donde lo espera la ballena para tragarlo)

Primera mitad del siglo III
Catacumba de san Calixto
(capilla de los Sacramentos)
Roma
Ireneo de Lyon (+después del 198): segunda parte


Adversus Haereses (= Contra las herejías. Su título completo es Desenmascaramiento y derrocamiento de la pretendida pero falsa gnosis)

Sin duda es la obra principal de Ireneo. Está principalmente orientada a refutar las herejías gnósticas, mostrando que Ireneo conocía bien sus especulaciones. El plan de la obra es el siguiente:

libro I: investigación sobre las doctrinas gnósticas;

libro II: está destinado a refutar, principalmente, a los Valentinianos y sus principales tesis; sin embargo, los últimos capítulos discuten y rechazan doctrinas que no son específicamente valentinianas (caps. 31-35);

libro III: comienza la demostración de la doctrina que enseña la Iglesia; es una demostración que se apoya en las Sagradas Escrituras. En este libro, primero se establece que hay un solo Dios, Creador de todas las cosas (caps. 6-15); luego se demuestra que hay un solo Cristo, Hijo de Dios que se hizo Hijo del hombre para recapitular en sí mismo su propia creación (caps. 16-23). Los caps. 1-5 hacen las veces de introducción, estableciendo la verdad de las Escrituras;

libro IV: prosigue la demostración de la predicación de la Iglesia; Ireneo pone de relieve la unidad de los dos testamentos: el Antiguo y el Nuevo. Tal unidad se prueba por las palabras de Cristo, por el hecho de que el Antiguo Testamento es profecía del Nuevo, y por las parábolas de Cristo;

libro V: última parte de la doctrina de la Iglesia, que comprende una demostración de la resurrección de la carne, principalmente basada en textos paulinos (caps. 1-14); una demostración de la identidad de Dios Creador y Dios Padre, basada en las enseñanzas de las Escrituras sobre el fin de los tiempos (caps. 25-36).


Primera lectura del “Adversus Haereses”: selección de textos

Grandeza de Dios y de sus obras, y pequeñez de la inteligencia humana(1) 

“Muchas y variadas son las cosas creadas, y en todas sus disposiciones bien dispuestas y en mutua armonía, aunque bajo aspectos particulares sean contrarias y en desacuerdo. Es como la cítara que mediante la diversidad de sus sonidos produce una melodía armoniosa compuesta de muchos sonidos contrarios. El amante de la Verdad no debe dejarse engañar por la diversidad de los distintos sonidos, ni debe colegir que uno proviene de un artífice y otro de otro, como si uno hubiera dispuesto los sonidos más agudos, otro los más graves y otro los medios, sino que uno solo, que quiso dar muestra de sabiduría en el conjunto de la obra entera, así como de justicia, de bondad y de benevolencia. Los que oyen esta melodía han de alabar y glorificar a su artífice, admirando en unos casos los tonos agudos, considerando en otros los graves, oyendo en otros los tonos intermedios y observando en otros la idea de conjunto. Hay que atender al fin de cada uno de los elementos, buscando sus causas, sin traspasar jamás la regla (de fe), ni apartarse del artífice, ni abandonar la fe en el Dios único que hizo todas las cosas o blasfemar de nuestro Creador.
Pero si alguno no llega a encontrar la causa de todas las cosas que quisiera, piense que es hombre, que es infinitamente más pequeño que Dios, y que ha recibido la gracia de una manera parcial; que todavía no es igual o semejante a su Creador, y que no puede tener de todas las cosas la experiencia o el conocimiento que tiene Dios. Cuanto es menor que aquel que no fue hecho y que permanece siempre el mismo, el que sólo hoy fue hecho y tomó de otro el principio de su existencia será tanto menor que el que lo hizo en lo que se refiere a la ciencia y a la capacidad de investigar las causas de todas las cosas. Porque, oh hombre, no eres increado, no coexistías con Dios desde la eternidad, como su propio Verbo, sino que habiendo recibido hace un momento el principio de tu existencia por su extraordinaria bondad, poco a poco vas aprendiendo del Verbo los designios del Dios que te hizo.
Por tanto guarda la mesura que corresponde a tu inteligencia, y no quieras, ignorante del bien, ir más allá del mismo Dios, porque no se puede ir más allá. No busques qué hay por encima del Creador, porque no lo encontrarás. El que te hizo es incomprensible. No excogites otro Padre por encima de él, como si ya hubieras tomado la medida de todo su ser, y hubieras recorrido toda su grandeza, y hubieras considerado toda su profundidad, su altura y longitud. No lo podrás excogitar, sino que yendo contra la naturaleza te convertirás en un insensato y, si te empeñas en ello, caerás en la locura, creyéndote a ti mismo más alto y más perfecto que tu Creador, y conocedor de todos sus reinos.
Así pues, vivir como hombres simples y de poca ciencia y acercarse a Dios por la caridad es cosa mejor y más provechosa que tenerse por muy sabio y muy experimentado y encontrarse blasfemando del propio Dios, fabricándose otro Dios y Padre. Por esto exclama san Pablo: La ciencia hincha, pero la caridad es constructiva (1 Co 8,1). No que condenara la verdadera ciencia acerca de Dios, lo que hubiera sido acusarse en primer lugar a sí mismo; sino que sabía que algunos, so pretexto de saber, se envanecían y se apartaban del amor de Dios. Porque éstos opinaban que eran perfectos cuando introducían un demiurgo imperfecto, les arranca de las cejas el orgullo infundado diciendo: La ciencia hincha, pero la caridad es constructiva. No hay otra hinchazón mayor que la del que piensa que es mejor y más perfecto que el que le creó, y le modeló, y le dio el soplo de la vida y le otorgó el mismo ser. Como dije, está en mejor condición el que no sabe nada, ni siquiera una sola de las razones por las que fue creada cualquier cosa de las que han sido creadas, pero que tiene fe en Dios y que persevera en su amor, que los que hinchados con este género de ciencia se apartan del amor que da la vida al hombre. No hay que querer saber otra cosa sino Jesucristo, el Hijo de Dios, que fue crucificado por nosotros antes que con cuestiones sutiles y charlatanerías, llegar a caer en la impiedad.”

Dios crea al hombre para conferirle sus beneficios (Adv. Haer. IV,14,1-3. Traducción castellana de J. Vives, op. cit., pp. 118-120)

“En un principio Dios creó a Adán, no porque tuviera necesidad del hombre, sino para tener en quien depositar sus beneficios. Porque no sólo antes de Adán, sino aun antes de toda la creación el Verbo glorificaba a su Padre, como él mismo dice: Padre, glorifícame con la gloria que tenía contigo antes de que fuera hecho el mundo (Jn 17,5). Ni fue porque necesitara de nuestros servicios por lo que nos mandó que le obedeciéramos, sino para procurarnos la salud a nosotros. Porque obedecer al Salvador es participar en la salvación, y seguir a la luz es tener parte en la luz. Porque los que están en la luz no iluminan ellos a la luz, sino que son iluminados y reciben de ella su resplandor: ellos no prestan beneficio alguno a la luz, sino que recibiendo beneficio son iluminados por la luz. De la misma manera el servir a Dios no es hacer a Dios un beneficio, ni tiene Dios necesidad de las atenciones de los hombres; al contrario, él da a los hombres que le siguen y le sirven la vida, y la incorrupción y la gloria eterna. El que puedan servirle es un beneficio que él hace a los que le sirven, y el que puedan seguirle a los que le siguen, sin que reciba de ellos beneficio. Porque Dios es rico, perfecto y sin necesidad de nada. Si Dios pide a los hombres que le sirvan es porque, siendo bueno y misericordioso, quiere beneficiar a aquellos que perseveran en su servicio. En la misma proporción en que Dios no necesita de nada, el hombre necesita de la comunicación de Dios. Esta es, en efecto, la gloria del hombre: perseverar y permanecer en el servicio de Dios. Por esto decía el Señor a sus discípulos: No me han elegido ustedes, sino que yo los he elegido (Jn 15,16)...
Así pues, Dios, desde un principio, creó al hombre como objeto de su liberalidad, eligió a los patriarcas para su salvación; iba preparando a su pueblo, enseñando al indócil a someterse a Dios; iba disponiendo a los profetas para acostumbrar al hombre sobre la tierra a soportar su espíritu y a tener comunicación con Dios. No es que él tenga necesidad de nada, sino que ofrecía su comunicación a los que necesitan de él. Para los que le eran gratos, como un arquitecto, iba trazando como un plano de su salvación: a los que en Egipto no veían, él mismo les servía de guía; a los que en el desierto estaban inquietos, les dio una ley sumamente apropiada; a los que entraron en la tierra buena, les dio una herencia digna; a los que se convierten al Padre, les sacrifica el ternero cebado y les da el mejor vestido. De estas muchas maneras va combinando el género humano para conseguir la “sinfonía” de la salvación. Por esto dice Juan en el Apocalipsis: Su voz es como una voz de muchas aguas (Ap 1,15). Verdaderamente son muchas las aguas del Espíritu de Dios, porque rico y múltiple es el Padre. Y pasando por todos, el Verbo, sin tacañería alguna prestaba sus auxilios a los que se le sometían, prescribiendo a toda creatura una ley adaptada y acomodada...
Según esto establecía para el pueblo la ley relativa a la construcción del tabernáculo y a la edificación del templo, a la elección de los levitas, a los sacrificios y oblaciones y purificaciones, y todo el servicio del culto. No es que él tuviera necesidad de ninguna de estas cosas, pues está siempre lleno de todos los bienes y tiene en sí todo olor de suavidad y todo vapor perfumado, aun antes de que existiera Moisés. Pero iba educando al pueblo siempre dispuesto a volver a los ídolos, disponiéndoles con muchas intervenciones a permanecer firmes y a servir a Dios. Por las cosas accesorias, los llamaba a las principales, es decir, por las cosas figuradas a las verdaderas, por las temporales a las eternas, por las carnales a las espirituales, por las terrenas a las celestiales, tal como se dijo a Moisés: Lo harás todo imitando la figura de las cosas que viste en la montaña (Ex 25,40; Hb 8,5). Durante cuarenta días aprendía a retener las palabras de Dios, las figuras celestiales y las imágenes espirituales y prenuncios de lo futuro, como dice Pablo: Bebían de la piedra que les seguía, la cual era Cristo (1 Co 10,4); y luego, habiendo recorrido lo que se dice en la ley, añade: Todas estas cosas les acontecían en figura, y son escritas para nuestra instrucción, la de aquellos a los que viene el fin de los tiempos (1 Co 10,7-10). Así pues, por medio de figuras iban aprendiendo a temer a Dios y a perseverar en su servicio, de suerte que la ley era para ellos un aprendizaje y una profecía de lo venidero...”.


Leer texto completo del Adversus Haereses, en la traducción de: Carlos Ignacio González, SJ, publicada en: Lima, Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima, 2000 [Revista Teológica Limense. Vol. 34 – N° 1/2]


Versión castellana de esta obra en: http://www.multimedios.org/docs2/d001092/index.html
(1) Adv. Haer. II,25,1. Traducción castellana de José Vives, Los Padres de la Iglesia, Barcelona, Herder, 1971, pp. 179-181.