OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (290)

La parábola de los obreros de la viña

Siglo XI

Evangeliario

Aquisgrán, Alemania

Orígenes, Dieciséis homilías sobre el Génesis

Homilía VIII: El sacrificio de Abraham (continuación)

El motivo del sacrificio. El temor del Señor. La fortaleza en las pruebas 

8. «Y Abraham, dice la Escritura, alargó la mano para tomar el cuchillo y degollar a su hijo. Y el ángel del Señor le llamó desde el cielo, y dijo: “Abraham, Abraham”. Y él respondió: “Heme aquí”. Y dijo [el ángel]: “No pongas tu mano sobre el niño, ni le hagas nada; porque ahora sé que tú temes a Dios”» (Gn 22,10-12).

A propósito de esta frase, se nos suele objetar que Dios dice que ahora sabe que Abraham teme a Dios, como si antes lo ignorase. Dios lo sabía, y no le estaba oculto, porque “Él conoce todas las cosas antes de que sucedan (lit.: sean)” (Gn Dn 13,42); pero estas cosas fueron escritas por causa tuya, puesto que también tú has creído ciertamente en Dios; pero si no cumples “las obras de la fe” (cf 2 Ts 1,11), si no eres obediente en todos los mandamientos, incluso en los más difíciles, si no ofreces el sacrificio y no demuestras que ni el padre, ni la madre, ni los hijos (cf. Mt 10,37) los prefieres a Dios, no se reconocerá que temes a Dios, ni se dirá de ti: “Ahora sé que tú temes a Dios” (Gn 22,12).

Y, sin embargo, hay que considerar por qué (la Escritura) refiere esta (palabra) a Abraham dicha por el ángel; y por qué este ángel aparece a continuación claramente como el Señor. De donde creo que, como entre nosotros, los hombres, “fue reconocido (como) hombre por su aspecto” (cf. Flp 2,7), así también entre los ángeles fue reconocido (como) ángel por su aspecto. Y, siguiendo su ejemplo, los ángeles en el cielo se alegran “por un solo pecador que haga penitencia” (cf. Lc 15,10) y se glorían de los progresos de los hombres. Ellos son, en efecto, como los encargados (lit.: lo que tienen) de nuestras almas, a los cuales, “mientras todavía somos pequeños” (cf. Ga 4,3), “somos confiados como tutores y administradores hasta el tiempo fijado por el Padre” (cf. Ga 4,2). Por tanto, también son ellos mismos los que, en relación con el progreso de cada uno de nosotros, dicen porque: “Ahora sé que tú temes a Dios” (Gn 22,12). Por ejemplo, yo tengo el propósito del martirio; no por eso el ángel me podrá decir porque: “Ahora sé que tú temes a Dios”; puesto que el propósito del alma (o: espíritu) sólo a Dios le es conocido. Pero si hago frente a los combates, si profiero “la buena confesión” (cf. 1 Tm 6,12), si soporto con firmeza todas (las pruebas) que me son infligidas, entonces el ángel, como para confirmarme y fortalecerme, podrá decir: “Ahora sé que tú temes a Dios” (Gn 22,12).

Ciertamente estas cosas le fueron dichas a Abraham y de él se proclamó que temía a Dios. ¿Por qué? Porque no perdonó a su hijo. Pero comparemos nosotros ahora estas cosas con las palabras del Apóstol, dond dice sobre Dios: “Él no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm 8,32). Mira a Dios compitiendo con los hombres en magnífica liberalidad: Abraham ofreció a Dios un hijo mortal que no llegaría a morir; Dios, por los hombres, entregó a la muerte a (su) Hijo inmortal.

¿Qué diremos a esto? “¿Cómo retribuiremos al Señor por todo lo que él nos ha dado?” (Sal 115[116],3). Dios Padre, por nosotros, “no perdonó a su propio Hijo” (cf. Rm 8,32). ¿Quién de ustedes, reflexiona, oirá alguna vez la voz del ángel que dice: “Ahora sé que tú temes a Dios, puesto que no me has negado a tu hijo” (Gn 22,12), o a tu hija, o a tu mujer, o no te has reservado el dinero o los honores del siglo y las ambiciones del mundo, sino que lo has despreciado todo y “todo lo tuviste por basura con tal de ganar a Cristo” (Flp 3,8), “todo lo has vendido y lo has dado a los pobres y has seguido al Verbo de Dios” (cf. Mt 19,21). ¿Quién de ustedes, piensa, oirá de los ángeles una voz semejante? Entretanto, Abraham oye esta voz y se le dice que: “Por mí no perdonaste a tu hijo amado” (Gn 22,12).

El carnero, figura de Cristo, sacerdote y víctima

9. “Y mirando detrás de sí, dice (la Escritura), Abraham vio con sus ojos, y he aquí que un carnero tenía los cuernos (trabados) en un zarzal” (Gn 22,13).

Dijimos más arriba, creo, que Isaac era figura de Cristo[1]; pero también aquí el carnero aparece nada menos que como figura de Cristo. Vale la pena saber cómo convengan a Cristo tanto uno como otro, tanto Isaac, que no fue degollado, como el carnero, que fue degollado.

Cristo es la “Palabra de Dios”; pero “la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). Luego en Cristo hay una cosa que viene de lo alto (y) otra que ha sido tomada de la naturaleza humana y del útero virginal. Por tanto, Cristo padece, pero en la carne; y ha soportado la muerte, pero en la carne, de la que aquí es figura el carnero; como decía también Juan: “He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Pero la Palabra, que es Cristo según el espíritu, del cual es imagen Isaac, permaneció “en la incorrupción” (cf. 1 Co 15,42). Por eso, él mismo es víctima y sacerdote. Según el espíritu, en efecto, ofrece la víctima al Padre; según la carne, él mismo se ofrece en el altar de la cruz, porque, como se dijo sobre él: “He aquí el cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29), así también sobre él se dijo: “Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec” (Sal 109[110],4).

Por tanto, “el carnero tenía los cuernos (trabados) en un zarzal” (Gn 22,13).

La utilidad del sacrificio. La generosidad de nuestro Dios

10. «Y tomó, dice (la Escritura), el carnero y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo Isaac, y Abraham llamó a aquel lugar: “el Señor vio”» (Gn 22,13-14).

Para quienes saben escuchar estas cosas se abre con toda claridad el camino de la comprensión espiritual; puesto que todas las acciones realizadas[2] desembocan en la visión, porque se dice que “el Señor vio”. Y la visión que “el Señor vio” está en el espíritu, para que también tú veas en espíritu estas cosas que se escribieron; y, como en Dios nada es corpóreo, así también tú nada corpóreo percibas en estas cosas, sino que tú engendres en el espíritu al hijo Isaac, cuando empieces a tener “el fruto del espíritu: la alegría, la paz” (cf. Ga 5,22). Pero este hijo lo engendrarás así solamente si, como se escribió de Sara que “habían cesado sus períodos” (cf. Gn 18,11) y entonces engendró a Isaac, así también cesa en tu alma lo femenino, de modo que ya no haya en ella nada de mujeril y afeminado, sino que “te comportes virilmente” (cf. Dt 31,6) y virilmente “ciñas tu cintura[3]”; y si tu pecho “proteges con la coraza de la justicia, si te revistes del yelmo de la salvación y de la espada del espíritu” (cf. Ef 6,14. 17). Por tanto, si se aparta de tu alma lo femenino, engendrarás de tu mujer -la virtud y la sabiduría- un hijo: el gozo y la alegría. Y engendrarás la alegría, si “todo lo estimas alegría, cuando estés rodeado por varias pruebas” (cf. St 1,2) y ofreces a Dios como sacrificio esta misma alegría.

Porque cuando, alegre, te acerques a Dios, él te devolverá de nuevo lo que habías ofrecido y te dirá: “Volverán a verme y su corazón se alegrará y nadie les quitará su alegría” (Jn 16,22. 17). Así, por tanto, recibirás multiplicado lo que habías ofrecido a Dios. Algo similar, aunque bajo otra figura, se refiere en los Evangelios, cuando se dice, por medio de una parábola, que uno recibió una mina para negociar con ella y ganar dinero para el padre de familia (cf. Mt 25,16-17). Pero si tú llevas cinco multiplicadas en diez, te serán donadas y concedidas a ti. Oye, en efecto, lo que dice: “Quítenle a éste la mina y dénsela al que tiene diez” (Lc 19,24).

Por tanto, si parece que negociamos para el Señor, con todo, las ganancias de la negociación se nos ceden a nosotros; y, aunque parece que ofrecemos víctimas al Señor, en realidad nos es devuelto lo que ofrecemos; porque Dios no tiene necesidad de nada, sino que quiere que nosotros seamos ricos; lo que desea es nuestro provecho en cada cosa.

Esta figura se hace patente además en lo que sucedió a Job. Puesto que también él, cuando era rico, lo perdió todo por Dios. Pero, porque soportó bien los combates de la paciencia y fue magnánimo en todo lo que padeció, y dijo: “El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como pareció bien al Señor, así sucedió, bendito sea el nombre del Señor” (Jb 1,21), presta atención a lo que se escribe sobre él al final: “Recibió el doble de todo lo que había perdido” (Jb 42,10).

Ves lo que es perder algo por Dios, es recibirlo multiplicado. Pero a ti los evangelios te prometen también algo más abundante: te prometen el “ciento por uno” y, además, “la vida eterna” (cf. Mt 19,29) en Cristo Jesús, Señor nuestro, “a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén” (cf. 1 P 4,11; Ap 1,6).



[1] Cf. Homilía 8,1 y 8,6.

[2] Gesta sunt.

[3] Lumbos tuos.