OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (94)

La Natividad y Cristo ante Caifás
Hacia 1510-1520
Libro de la Liturgia de las Horas
Brujas, Bélgica
CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, EL PEDAGOGO

LIBRO TERCERO

Capítulo I: Sobre la verdadera belleza

   “El hombre interior”

1.1. Según parece, la más grande de todas las ciencias sería conocerse a sí mismo; porque quien se conoce a sí mismo conocerá a Dios, y conociendo a Dios, se hará semejante a Él (cf. 1 Jn 3,2), no portando oro o una larga capa, sino realizando buenas acciones y teniendo necesidad de muy pocas cosas. Sólo Dios no tiene necesidad de nada, y se alegra sobremanera al vernos puros en el entendimiento, y revestido el cuerpo con la blanca estola de la moderación.

1.2. Ahora bien, el alma puede ser de tres géneros (o bien: el alma se compone de tres partes): la intelectual, que se llama racional -el hombre interior-, que guía a este hombre visible, y que a su vez, es guiado por otro: Dios; la irascible, que es salvaje, cercana a la locura; y, en tercer lugar, la concupiscible, que es multiforme y mas cambiante que Proteo, la divinidad marina, quien, revistiendo ahora una forma, y luego otra, y más tarde otra, incitaba al adulterio, a la lascivia y a la corrupción:

1.3. “En verdad, al principio era un león con gran melena”; admito tal adorno; el pelo de la barba evidencia al varón. “Más tarde, se convirtió en dragón, en pantera o en un gran cerdo”. El amor por el adorno degeneró en desenfreno, esto ya no es admisible: que el hombre parezca una bestia. “Luego se convirtió en corriente de agua y en árbol de alta copa” (Homero, Odisea, IV,456-458).

1.4. Se desbordan las pasiones, brotan los placeres, se marchita la belleza y cae a tierra más rápida que el pétalo, cuando chocan contra ella los huracanes de la pasión amorosa; y antes de que llegue el otoño, se marchita y muere;  porque la concupiscencia adopta y simula todas las formas, y quiere seducir para esconder al hombre.

1.5. En cambio, el hombre en quien el Verbo habita no cambia ni se transforma; tiene la forma del Verbo, es semejante a Dios; es bello, no necesita embellecerse; bello es lo verdadero, porque así es también Dios. Y ese hombre llega a ser Dios, porque lo quiere Dios (o: un tal hombre se hace Dios, porque hace aquello que Dios quiere).

El Verbo ha liberado al hombre de la muerte

2.1. Con razón dijo Heráclito: “Los hombres son dioses; los dioses, hombres. Es, en efecto, el mismo Logos” (Heráclito, Fragmentos, 639; cf. Jn 10,34; Sal 81,6). Este misterio es manifiesto: Dios está en el hombre y el hombre es Dios, y el mediador cumplió la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34; 5,30); el mediador, común a ambos, es el Verbo; a la vez hijo de Dios y salvador de los hombres, siervo suyo y pedagogo nuestro (cf. Jn 4,34).

2.2. Siendo esclava la carne, como testimonia Pablo, ¿cómo querría uno razonablemente adornar a la esclava como a una seductora? Porque la carne tiene la forma de esclavo, lo afirma el Apóstol respecto del Señor: “Se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo” (Flp 2,7); llamando siervo al hombre exterior, tal como era antes que el Señor se convirtiera en siervo y se encarnara.

2.3. Dios mismo, compasivo, liberó la carne de la corrupción y de la esclavitud que conduce a la muerte, y la revistió de la incorruptibilidad (cf. 1 Co 15,53), vistiéndola con este santo e imperecedero adorno de eternidad, la inmortalidad.

La caridad

3.1. Pero aún hay otra belleza en el hombre: la caridad (agápe). “La caridad, según el Apóstol, es paciente, es servicial, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe” (1 Co 13,4). El adorno totalmente superfluo e innecesario es, efectivamente, vanagloria.

3.2. Por eso añade: “No obra indecorosamente” (1 Co 13,5), porque lo indecoroso es una forma extraña y antinatural (lit.: sin forma según naturaleza). Lo extraño es falso como claramente lo explica (el Apóstol) cuando dice: “No busca lo que no es suyo” (1 Co 13,5). La verdad, en cambio, llama natural a aquello que le es propio; mientras que la coquetería (philokosmía: afición a los adornos) anda detrás de lo que no le pertenece, alejada de Dios, del Verbo, y de la caridad.

3.3. Que el aspecto del Señor carecía de belleza lo testimonia el Espíritu por boca de Isaías: “Lo hemos visto, y no había en Él ni apariencia ni belleza, sino un aspecto despreciable y vil ante los hombres” (Is 53,2-3). ¿Quién es mejor que el Señor? No es la belleza de la carne, belleza ilusoria, la que Él nos ha mostrado, sino la verdadera belleza del alma y del cuerpo: la bondad del alma y la inmortalidad de la carne.


Capítulo II: No es necesario embellecerse

   La vanidad de la idolatría

4.1. Por consiguiente, no debemos embellecer el aspecto externo del hombre, sino su alma, con el adorno de la bondad. Lo mismo podría decirse de la carne: debe adornarse con la templanza. Pero las mujeres, preocupándose sólo de la belleza externa y descuidando lo interior, ignoran que se adornan como los templos de los egipcios.

4.2. Estas gentes pusieron muchos cuidado en los propileos, los atrios, los jardines y recintos sagrados; rodearon los patios con innumerables columnas. Los muros brillan de piedras importadas del extranjero, y en ningún rincón faltan pinturas artísticas. Los templos adornados con oro, plata y ámbar (aleación de oro y plata) amarillo artísticamente cincelados, resplandecen con el destello de las piedras preciosas de la India y de Etiopía; y los santuarios de los templos cubiertos con peplos bordados de oro, quedan en la penumbra.

4.3. Pero si desciendes a lo más recóndito del recinto con deseo de contemplar la divinidad y buscas la estatua que tiene su sede en el templo, te encontrarás con alguno de los sacerdotes encargado de llevarla (pastophóros), o a algún otro sacerdote celebrante que, después de haber recorrido el recinto sagrado con una mirada solemne, entona un himno en lengua egipcia, levantando levemente el velo para mostrar al dios, lo que provoca en nosotros una carcajada ante ese ob jeto de culto.

4.4. Porque el dios que buscamos, objeto de nuestros anhelantes pasos, no es el que descubrimos en su interior, sino un gato, un cocodrilo, una serpiente del país, o cualquier otro animal de este género, indigno de un templo, y sí, en cambio, propio de una guarida, de una madriguera o de un lodazal. El dios de los egipcios se revela como una fiera que se revuelca en un lecho de púrpura.

No dejarse arrastrar por los excesivos cuidados del cuerpo

5.1. Así son, en mi opinión, las mujeres cargadas de oro, que se ejercitan en los rizados de sus cabellos, en los perfumes de las mejillas, en las líneas de los ojos, en los tintes de los cabellos, y en otras vanidades como el adornar el vestido de su carne, costumbre ciertamente, de las verdaderas egipcias, para atraerse a los supersticiosos amantes.

5.2. Pero si alguien retira el velo del templo -me refiero a la redecilla de la cabeza-, es decir, su tintura, su vestido, el oro, su carmín, sus ungüentos, en una palabra, el entramado de todo esto, para encontrar en el interior la verdadera belleza, se quedaría horrorizado, estoy seguro.

5.3. Porque no encontrará dentro como habitante la preciosa imagen de Dios (cf. Gn 1,26), sino que, en su lugar, hallará una prostituta, una adúltera que se ha adueñado del santuario de su alma, y el verdadero animal se mostrará con toda evidencia: “Un mono pintarrajeado de blanco” (Anónimo, Fragmentos, 517); y la astuta serpiente devorando el ser espiritual de la mujer por la vanidad, ha hecho de su alma una madriguera.

5.4. Llenándolas de mortíferos venenos y vomitando el virus de su engaño, este dragón corruptor (cf. Ap 12-13) convierte a las mujeres en prostitutas, porque el amor al adorno es propio de la cortesana, no de la esposa. Dichas mujeres se preocupan muy poco de cuidar del hogar junto con su marido; y, minando la bolsa de éste, desvían sus recursos hacia sus deseos, para tener a muchos como testigos de su aparente hermosura; preocupadas todo el día por su cosmética, pierden su tiempo en compañía de esclavos comprados a un alto precio.

El absurdo de una belleza antinatural

6.1. Condimentan su carne como un alimento insípido; todo el día embelleciéndose en su habitación, para que sus rubios cabellos no parezcan teñidos; y por la tarde, como de una madriguera, sale a relucir a la vista de todos su falsa belleza. La embriaguez y la escasa luz favorecen su impostura.

6.2. El cómico Menandro expulsa de su casa a las que se han teñido de rubio sus trenzas: “Y ahora, sal de esta casa; puesto que a la mujer honesta no le va que se tiña de rubio sus cabellos” (Menandro, Fragmentos, 610), ni siquiera colorearse las mejillas, ni pintarse la línea de los ojos.

6.3. No se dan cuenta las desgraciadas que con el añadido de elementos extraños destruyen su belleza natural. Al amanecer, desgarrándose, frotándose y poniéndose cataplasmas, se frotan con una especie de pasta; ablandan la piel con los fármacos y marchitan su tez natural con el excesivo uso de detergentes.

6.4. Están pálidas por causa de los emplastos, y son presa fácil de las enfermedades por tener su cuerpo ya consumido por los ungüentos que lo recubren; ofenden así al Creador de los hombres, como si no se les hubiera otorgado una digna belleza. Es natural que sean perezosas para las faenas domésticas: como si hubieran nacido para ser, como las pinturas, objeto de contemplación, y no para ocuparse del trabajo del hogar.

Mujeres que viven sólo para cuidar su apariencia externa

7.1. De ahí que el cómico ponga en boca de una mujer prudente: “¿Qué cosa sabia o brillante podríamos hacer, nosotras las mujeres que estamos todo el día ocupadas con el teñido de los cabellos?” (Aristófanes, Lysistrata, 42-43). Destruyen su condición de mujeres libres, causando la ruina de sus hogares, la disolución del matrimonio y la sospecha de ilegitimidad de sus hijos.

7.2. Precisamente este comportamiento desordenado de la mujeres es el que lleva al cómico Antífanes, en “La afeminada”, a aplicarles todas las expresiones que ponen de manifiesto lo que ellas mismas han inventado para pasar el tiempo: “Va, luego vuelve, ya se acerca, se aleja, llega, ya está aquí, se lava, se va, se limpia, se peina, entra, se frota, se lava, se mira, se viste, se perfuma, se adorna, se embadurna. Y si algo le ocurre, se ahorca” (Antífanes, Fragmentos, 148).

7.3. Tres veces, no una sola, merecen morir estas mujeres que utilizan excrementos de cocodrilos, que se embadurnan con espuma de cuerpos putrefactos, que se limpian restregando el negro de sus cejas y que se untan las mejillas con blanco de cerumen.

Engaños femeninos para mejorar la apariencia externa

8.1. Si éstas (mujeres) son despreciables, incluso para los poetas paganos, por su manera de comportarse, ¿cómo no van a ser rechazadas por la Verdad? Otro cómico, Alexis, les echa en cara su proceder; citaré un pasaje cuya detallada descripción hace enrojecer a la más atrevida desvergüenza, aunque él habitualmente no es tan detallista. Yo, por mi parte, me avergüenzo al ver así caricaturizado (en la comedia), el aposento de la mujer: la cual, creada como ayuda (del hombre) [cf. Gn 2,18. 20], lo lleva después a la perdición.

8.2. “En primer lugar, mira sólo su provecho: saquear a sus vecinos. Todas sus acciones restantes son subsidiarias de éstas. ¿Por casualidad es baja? Corcho en sus suelas se cose. ¿Es alta? Lleva unas suelas finísimas, y al andar echa su cabeza sobre el hombro. Así disminuye su altura. ¿No tiene caderas? Se las cose debajo de su vestido, de suerte que ellos al verla silban de admiración como su tuviera una buena grupa. ¿Tiene el vientre prominente? Se pone unos senos como los que llevan los actores cómicos: enderezándolos con un bastidor, ellas vuelven a pasar su vestido por delante de su vientre con la ayuda de una especie de varillas.

8.3. ¿Tiene las cejas pelirrojas? Se las pinta de negro. ¿Se han puesto morenas? Se untan de cera blanca. ¿Tiene la piel demasiado blanca? Se aplica ungüentos rojos. ¿Tiene alguna parte del cuerpo hermosa? La muestra desnuda. ¿Tiene hermosa dentadura? Se ve forzada a reír continuamente, para que los mirones presentes puedan apreciar la hermosura de su boca. Y si su sonrisa no agrada, pasa el día con una delgada rama de mirto en sus labios, para contraer su boca con sonrisas, quiera o no quiera” (Alexis, Fragmentos, 98; Ateneo, Deipnosophistae, XIII,568A).

La Palabra, el Verbo, que se hizo hombre por nosotros, quiere salvarnos

9.1. Les presento estos argumentos de la sabiduría mundana, para lograr que se aparten de las odiosas maquinaciones de la frivolidad, puesto que el Verbo quiere salvarnos por todos los medios (lit.: con todo género de lucha). Un poco más adelante, los reprenderé de nuevo con las Sagradas Escrituras. Porque generalmente, al que no puede pasar inadvertido, la vergüenza de la represión le aparta de los pecados.

9.2. Y así como la mano enyesada y el ojo recubierto de pomada son, a simple vista, indicio de una enfermedad, así también, los ungüentos y las tinturas denuncian un alma profundamente enferma.

9.3. El divino Pedagogo nos exhorta a no detenernos en “río extraño” (Pr 9,18 LXX), refiriéndose a la mujer de otro, a la impúdica, a la que designa con la alegoría del “río extraño”: sus aguas que a todos inundan, y el desbordamiento de su intemperancia y de su liviandad los empuja a una vida licenciosa.

9.4. “Abstente del agua ajena, y no bebas de fuente extraña” (Pr 9,18), dice (la Escritura), exhortándonos a abstenernos de la corriente del placer, “para que vivamos mucho tiempo y se añadan años a nuestra vida” (Pr 9,18), ya sea no yendo a la caza de placeres ajenos, ya evitando incluso las inclinaciones (o: los gustos particulares).

El peligro de gloriarse sólo en la hermosura exterior

10.1. En verdad, el amor a la comida y a la bebida, aunque sean pasiones grandes, no lo son tanto como la afición a los adornos. Una mesa bien provista y las abundantes copas bastan para saciar la glotonería. Pero a los amantes del oro, de la púrpura y de las piedras preciosas, no les basta el oro que hay sobre la tierra o bajo ella, ni las mercancías procedentes del mar de Tiro, de la India o de Etiopía, ni siquiera las del río Pactolo, el río de la riqueza.

10.2. Ni aunque alguno de éstos se convirtiera en Midas quedaría satisfecho, sino que se consideraría aún pobre y desearía más riquezas, dispuesto a morir por al oro. Y si Plutón es realmente ciego, como lo es en realidad, quienes lo admiran y simpatizan con él, ¿cómo no van a ser ciegos?

10.3. En verdad, lejos de poner un límite a sus deseos van a la deriva hacia la desvergüenza. Dichas mujeres necesitan el teatro, los desfiles y de una corte de admiradores; necesitan dar vueltas por los templos, entretenerse por las calles, para hacerse notar por todos.

10.4. Se arreglan para gustar a los demás (cf. 1 Co 7,35), gloriándose de su cara y no de su corazón (cf. 2 Co 5,12). Así como las marcas del hierro candente delatan al esclavo fugitivo, así también los adornos floridos denuncian a la mujer adúltera: “Aunque vistieras de púrpura, aunque te adornaras con joyas de oro, aunque te pintaras con negro antimonio los ojos, tu belleza es vana”, dice el Verbo por boca de Jeremías (Jr 4,30).

Poner la mirada en las realidades que no se ven

11.1. ¿No es extraño que los caballos, las aves y otros animales se levanten del césped y de los prados y vuelen satisfechos de su natural adorno: la crin, el color natural, el variopinto plumaje, y que, en cambio, la mujer, como si fuera inferior a la naturaleza animal, se considere tan privada de hermosura que necesite una belleza extraña, comprada y artificiosa?

11.2. Las redecillas, de variadas formas, los artificiosos bucles, los mil y un estilos de peinados, el costoso equipo de espejos, con los que se transforman para cazar a los que, cual niños insensatos, se dejan seducir por la belleza externa, son las alturas a las que llegan estas mujeres impúdicas, a las que ninguno erraría llamándolas cortesanas (hetairas), porque convierten su rostro en una máscara.

11.3. Pero a nosotros el Verbo nos recomienda: “No mirar las cosas visibles, sino las invisibles. Puesto que aquéllas son efímeras, pero las que no se ven son eternas” (2 Co 4,18). Ahora bien, lo que ha llegado al colmo de lo absurdo es que algunos hayan inventado espejos que reflejen su falsa belleza, como si ello fuera una acción noble y virtuosa, cuando, en realidad, sería mejor que cubriesen ese engaño con un velo. Porque, como dice la fábula griega, ni al bello Narciso le sirvió el contemplar su propia imagen.

El Señor mira el corazón, no la apariencia exterior

12.1. Y si Moisés ordenó a los hombres no construir ninguna imagen que rivalizara con Dios (cf. Ex 20,4), ¿cómo van a obrar cuerdamente esas mujeres que reflejan su imagen en el espejo, con el objeto de falsificar su rostro?

12.2. A Samuel, el profeta, cuando fue llamado a ungir rey a uno de los hijos de Jesé, viendo al mayor de ellos hermoso y de gran estatura, cuando Samuel complacido se disponía a ungirle: «Le dijo el Señor: “No te fijes en su aspecto, ni en lo elevado de su estatura, porque lo he descartado, ya que el hombre mira la apariencia externa, pero el Señor mira el corazón”» (1 S 16,7). Y no ungió al hermoso de cuerpo, sino al hermoso de alma.

12.3. Si el Señor estima menos la belleza natural del cuerpo que la del alma, ¿qué pensará de la corrompida belleza, Él que rechaza totalmente toda falsedad? “Caminamos, por tanto, en la fe, no en visión” (2 Co 5,7).

12.4. El Señor, por medio de Abraham, enseña con toda claridad que quien sigue a Dios, debe despreciar la patria, los familiares, los bienes y toda la riqueza (cf. Gn 12,1); lo hizo extranjero (a Abraham) y por esa razón lo llamó: “Amigo” (Gn 12,13), porque había despreciado la riqueza de su casa. En efecto, tenía una hermosa patria y muchas riquezas.

12.5. Así que, con trescientos dieciocho esclavos, sometió a cuatro reyes que habían hecho prisionero a Lot (cf. Gn 14,14-16). Sólo a Ester la hallamos legítimamente adornada. Ester se embellecía místicamente para su rey (cf. Est 15,4-7); pero su hermosura se la considera como rescate de un pueblo condenado a morir.

La belleza adúltera y sus tristes consecuencias

13.1. Que el hecho de embellecerse convierte en cortesanas (hetairas) a las mujeres, y en afeminados y adúlteros a los hombres, lo atestigua el trágico, cuando dice: “Tras llegar de Frigia aquel célebre juez de las diosas -según cuenta la leyenda argiva- a Lacedemonia, con refulgente vestido y reluciente de oro, con bárbara suntuosidad, loco de amor, partió a los establos del Ida, después que hubo raptado a Helena, aprovechando la ausencia de Menelao” (Eurípides, Ifigenia en Aulide, 71-77).

13.2. ¡Oh belleza adúltera! La frivolidad de un bárbaro y el placer de un afeminado provocaron la ruina de Grecia. El vestido, el lujo, la hermosura efímera corrompieron la austeridad espartana. Los adornos bárbaros denunciaron como cortesana (hetaira) a la hija de Zeus.

13.3. Carecían de un pedagogo que reprimiera su concupiscencia y les dijera: “No fornicarás y no desearás” (Ex 20,13. 17), que les impidiese dejarse arrastrar por la pasión hacia el adulterio, e inflamar sus apetitos por el amor de sus adornos.

13.4. ¡Cuál fue su fin y cuántos males no sufrieron quienes no quisieron refrenar su egoísmo! Dos continentes se han conmovido por los desenfrenados placeres, y todo quedó trastornado por un joven bárbaro. Grecia toda se hace a la mar, y el mar se siente angosto para llevar los continentes.

13.5. Una larga guerra se desencadena, estallan crueles combates, y los campos de lucha se llenan de cadáveres. El bárbaro ultraja a la (flota) en el puerto. Impera la injusticia, y la mirada de Zeus cantada por el poeta se vuelve hacia los tracios. Las llanuras bárbaras se sacian de noble sangre, y las corrientes de los ríos se ven detenidas por los cadáveres. Los pechos son golpeados al son de los trenos, y el dolor se extiende por todo el orbe. Todos tiemblan: “Los pies y las cimas del Ida, abundante en manantiales; la ciudad de los troyanos y las naves de los aqueos” Homero, Ilíada, XX,59-60).

Los seres humanos se pierden si no los guía el Verbo

14.1. ¿Adonde huir, Homero, y dónde detenerse? Muéstranos una tierra que no tiemble... (aquí hay una laguna en el original griego). No tomes las riendas, pequeño, que eres inexperto; no subas al carro, si desconoces el arte de guiar caballos. El cielo se contenta con dos aurigas, a quienes sólo guía e impulsa el fuego. La inteligencia se extravía por el placer, y la integridad de la razón se degrada, si no recibe la educación del Verbo, y se desliza hacia el libertinaje: y éste es el pago de su error.

14.2. Como ejemplo tienes a los ángeles del cielo, que cambiaron la belleza de Dios por una belleza caduca (cf. Gn 6,2), cayendo así desde el cielo hasta la tierra. También los descendientes de Siquem sufrieron el castigo por rebajarse hasta ultrajar a una santa virgen. El sepulcro fue su castigo, y el recuerdo de su desgracia nos guía a nosotros a la salvación (cf. Gn 34,1. 26-28).