OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (873)

San Juan Bautista predicando

Siglo XI (?)

Constantinopla

Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel

Homilía X 

Debemos evitar las faltas que nos impiden presentarnos ante Dios con confianza. Pero a menudo faltamos y caemos en pecados que deberían avergonzarnos. Es entonces el momento de abordar el bote de salvación, el que está destinado a salvar a los tripulantes de una nave en caso de naufragio. Dicho bote es la vergüenza, que se expresa en un sincero arrepentimiento de nuestros pecados (§ 1.1). 

El bote de nuestra salvación

1.1. Lo primero, en efecto, es no cometer ninguna acción que nos provoque confusión[1], sino solo aquellas que nos permitan mirar a Dios con confianza[2]. Pero, dado que a menudo los hombres pecamos, es necesario saber que el segundo, por así decir, bote de salvación, después de las obras de confusión, es avergonzarse[3] y bajar la mirada respetuosamente por nuestras faltas, y no avanzar con rostro arrogante como si no hubiera pecado en absoluto. De hecho, es bueno que, después de las obras de confusión, uno se sienta confundido, porque a menudo también el artífice de la maldad obra para que el pecador no vuelva al arrepentimiento y actúe como si todavía perseverara en la justicia. Podemos aprender también de la vida cotidiana que muchos hombres, después de sus pecados, no solo no lamentan lo que han hecho, sino que también defienden con rostro arrogante sus propias caídas. Por tanto, una gran bendición está reservada a Jerusalén si, en verdad, cree al Señor que dice: “Y tú, avergüénzate”.

El examen atento de nuestro corazón y de nuestras entrañas nos tiene que conducir a la confesión y el arrepentimiento de nuestros pecados. Solo así recuperaremos la cercanía con nuestro Señor (§ 1.2).

Vergüenza e ignominia

1.2. No pienses que estas palabras están dirigidas solo a Jerusalén, y no a cada uno de nosotros, que somos prisioneros de nuestros pecados. Cada uno considere en sí mismo (cf. 1 Co 11,28), qué ha hecho digno de confusión, qué ha dicho de vergonzoso, en virtud de lo cual no podría tener la audacia de quien ha hablado sobre algo bueno, qué cosa ha pensado de manera que se ha hecho digno de ruborizarse ante aquel que escruta las cosas ocultas del corazón y los riñones (cf. Sal 7,10); y cuando haya examinado detenidamente sus pensamientos, hechos y palabras, entonces escuchará al profeta que dice: “Y tú, avergüénzate” (Ez 16,52), y se avergonzará. Después, el profeta añade: “Y recibe tu ignominia, con la que justificaste a tus hermanas” (Ez 16,52). La ignominia sigue a la vergüenza[4], y Dios da a aquel que actuó con obras dignas de confusión, también la ignominia, y le dice: “Y recibe tu deshonra[5]” (Ez 16,52).

A continuación, se proponen ejemplos tomados de la vida pública y eclesiástica de personas que por causa de sus faltas son depuestos de sus cargos y enviados al exilio, la prisión o aislados en una isla desierta. “También el aislamiento de un pecador no es casual para Orígenes, sino que tiene un significado terapéutico, en cuanto le permite a aquel que debe arrepentirse el concentrarse por completo en sus propias culpas, sin posibilidad de recibir de otros una palabra de consuelo que podría aliviar su pesar”[6] (§ 1.3).

Ejemplos de la vida ciudadana

1.3. Sin embargo, podrás entender lo que se dice si consideras lo que sucede a diario en las ciudades. Es una deshonra para un ciudadano ser exiliado de su patria y es una infamia para un decurión ser erradicado de las listas de la curia; y para cualquier otro hombre de no importa qué condición, ser dejado con vida, pero con ignominia, obligado a los trabajos públicos[7] o [exiliado] en alguna isla desierta. Pero comprende también al justo juez que dice al autor de acciones infamantes: “Oh tú, que eres reo de castigo, no aceptes tu exilio con tristeza; porque no merecerás misericordia si te enojas por el castigo, sino más bien entiende lo que sufres merecidamente y, humillándote y diciendo que un juicio justo se ha hecho contigo, quizás puedas obtener misericordia de aquel que puede, después de la condena, devolverte a tu estado precedente”. De la misma forma, en efecto, que es posible que un gran príncipe libere a alguien de una isla, del exilio o de la prisión pública, mucho más le es posible al Dios del universo, restituir al honor a aquel que ha sido deshonrado, si, sintiendo su delito, confiesa que ha soportado justamente sus padecimientos.

La vida del cristiano en la Iglesia no está exenta de dificultades. Por ende, es muy recomendable, especialmente en las instancias difíciles de la convivencia eclesial, ponernos en manos de Dios, que es siempre misericordioso, y de nuestras hermanas y hermanos en la fe, y permitir que ellas y ellos nos ayuden a caminar haciendo la voluntad del Señor (§ 1.4).

Aceptar el juicio de Dios y de los hombres

1.4. Daré también otro ejemplo tomado de la costumbre eclesiástica[8]. Es una deshonra ser separado del pueblo de Dios y de la Iglesia; y es un deshonor en la Iglesia dejar el asiento del presbiterio, y ser expulsado del orden del diaconado. Y ciertamente algunos de los que son rechazados suscitan sediciones, mientras que otros aceptan con toda humildad el juicio que se les ha impuesto. Por tanto, aquellos que se levantan y, a despecho de su deposición, congregan personas para causar un cisma e instigan a la multitud de los malvados, no aceptan en este momento su deshonra, sino que acumulan para sí mismos un tesoro de ira (cf. Rm 2,5). En cambio, aquellos que, con toda humildad, ya sea que hayan sido depuestos justamente o injustamente, dejan el juicio a Dios y soportan con paciencia lo que ha sido juzgado sobre ellos, estos, recibirán misericordia de Dios y con frecuencia incluso son llamados de nuevo por los hombres y serán restaurados en su anterior rango y en el honor que habían perdido. Por tanto, la enseñanza es óptima, tanto cuando ordena: “Y tú, avergüénzate”, como así también lo que sigue: “Y recibe tu deshonra” (Ez 16,52).

Solo el reconocimiento sincero de nuestras faltas puede mover “las entrañas de misericordia” de nuestro Dios, y abrirnos un espacio de perdón y liberación de los suplicios que nos estarían destinados si seguimos los caprichos de nuestro “corazón de piedra” (§ 1.5).

Liberarnos de nuestra infamia

1.5. Y digo esto para insertar algo de mayor significado respecto al futuro deshonor. Allí, en efecto, habrá alguna ignominia para aquellos que cometieron una obra digna de desprecio, si bien otros “resucitarán a la vida eterna y otros a la vergüenza y confusión eternas” (Dn 12,2). ¿Y qué sería esto sino soportar el castigo de la infamia? Por tanto, mientras todavía sea posible para nosotros, debemos soportar con paciencia nuestra humillación, de modo que, cuando aquí hayamos soportado la tristeza con fortaleza, en el siglo futuro, por así decir, podamos mover, “las entrañas de la misericordia de Dios” (Lc 1,78) y su benignidad, para que nos vuelva a la condición original desde la ignominia y la confusión. Por el contrario, es imposible que alguien con un corazón de piedra, que no reconoce en absoluto su propia transgresión y se jacta ante la presencia de Dios omnipotente, obtenga misericordia. Porque vemos a algunos buenos que, con gusto, están dispuestos a aceptar la sentencia y justificar el juicio de Dios por su salvación; en cambio, algunos malvados blasfeman contra la providencia de Dios y dicen: “No soy digno de ser juzgado por esta infamia, soporto injustamente esta situación”. Si justificamos la providencia, liberamos nuestra infamia; pero si no aceptamos los juicios de Dios, multiplicamos nuestra infamia. Y como la infamia, así los suplicios y todo lo demás que [a menudo también le ocurren a] aquellos que han sido condenados por Dios por sus propios delitos.


[1] En el latín: opus…confusionis, lit., “un acto de confusión”, donde la confusión se toma como equivalente a vergüenza o deshonra aquí y en otras partes de la homilía, como en Ezequiel 16,52, el latín confundere (“estar confundido / estar desconcertado”) refleja el aischyntheti de la LXX, “avergonzarse” (cf. ATT 2, p. 289, nota 1).

[2] Libera fronte.

[3] Lit.: enrojecer (erubescere).

[4] Lit.: confusión.

[5] Lit.: ignominia.

[6] OO 8, p. 330, nota 5. Cf. Orígenes, Homilías sobre Jeremías, XII,3; GCS 3, p. 91: “... para aumentar el valor educativo de la pena, los que sufren son dispersados entre sí, de manera que no estén juntos el uno y el otro; pues la intensidad de la pena disminuiría con el consuelo que cada uno proporcionaría al otro”.

[7] Es decir, a servicio del estado.

[8] Otra traducción: de la vida de la Iglesia.