OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (851)

El envío de los 70 (72) discípulos

Siglo XV

Bulgaria (?)

Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel

Homilía III 

Es necesario evitar la tentación de dejarnos seducir por enseñanzas que prometen deleites terrenos y una vida de fe descansada, sin esfuerzo, sin fatiga. Tal es la forma en que los herejes se van ganando adeptos a sus doctrinas erróneas (§ 5.1-2).

Rasgaré los velos 

5.1. ¿Pero qué otra cosa sigue? “Y romperé los velos” (Ez 13,21). ¿Qué es lo prueba que quiere romper? No solo los almohadones, sino también los velos. Los romperá para que la cabeza quede desnuda, de modo que, recibida la confianza y descubierto, no solo el rostro (cf. 2 Co 3,18), sino también la cabeza, el hombre de Iglesia[1] pueda orar con constancia. “Romperé sus velos y liberaré a mi pueblo de la mano de ustedes” (Ez 13,21). Aunque ustedes corrompan las almas mediante los almohadones y los velos, yo, rompiéndolos, liberaré a mi pueblo. Ahora bien, Dios libera al pueblo mediante una forma de vida austera y que se aparta de los placeres. “Y ya no estarán en sus manos, para la corrupción” (Ez 13,21). En sus manos, que engañan a los oyentes, ya no estarán estos almohadones. “Y reconocerán que yo soy el Señor” (Ez 13,21). Si no son hechos pedazos los almohadones, si no rompo los velos, no reconocerán que yo soy el Señor; porque los deleites, el ocio y la relajación no permiten conocer al que dice: “Yo soy el Señor. Porque ustedes han derribado el corazón del justo inicuamente” (Ez 13.21-22).

No se puede amar a Dios y al placer corporal

5.2. Como en el texto sobre los milagros se dice que engañan incluso a los elegidos de Dios (cf. Mt 24,24), así ocurre a menudo que también los herejes hacen caer a los justos. Los hombres aman el placer porque se presenta tranquilo, seductor, deleitante para los sentidos y nos impulsa a gozar. Huimos de las cosas amargas, aunque sean salutíferas; y, halagados por los placeres, no queremos esforzarnos, sin darnos cuenta que es imposible ser simultáneamente un amante del placer y un amante de Dios. Por eso el Apóstol dice acerca de los malos que son “amantes de los placeres más que amantes de Dios” (2 Tm 3,4)[2].

El Señor mismo se encargará, afirma el profeta Ezequiel, de poner fin a las falsas profecías, adivinaciones. Y “las profetisas” no podrán seguir engañando a las personas que buscan arrastrar a sus doctrinas erróneas (§ 6).

Conclusión de la primera profecía

6. “Y yo no me apartaba para fortalecer las manos de los inicuos” (Ez 13,21). Yo no apartaba, sino que dispensaba todo lo que era [necesario] para la edificación. Pero estas profetisas de almas afeminadas se apartaban para fortalecer las manos del inicuo, es decir, para hacer más fuerte la mano en la iniquidad. “Para que no se apartara por completo de su mala conducta y fuera vivificado” (cf. Ez 13,22), esto es, para que nadie se convirtiera totalmente de su mala conducta y fuera vivificado. “Por eso no tendrán más visiones falsas” (Ez 13,23). Quienes enseñan lo falso, ya no seguirán adelante con éxito para poder insinuar lo que dicen. “Y ya no adivinarán, y libraré a mi pueblo de la mano de ustedes” (Ez 13,23). Oremos para que también Dios nos libere de la mano de tales maestros que, dondequiera que estén, hablando para complacer a los oyentes, desgarran y dividen la Iglesia, porque hay más amantes de los placeres que amantes de Dios. “Y sabrán que yo soy el Señor” (Ez 13,23). Si convierto sus adivinaciones, si hago callar las mentiras, entonces sabrán que yo soy el Señor. Esta es la primera profecía.

Prosigue, en este próximo párrafo, la argumentación contra quienes tienen una misión en la Iglesia, los presbíteros, y no la cumplen. ¿Por qué no lo hacen? Pues están centrados en sus preocupaciones, en los pensamientos de su corazón, y no tienen el corazón puesto en la palabra de Dios. Por eso no practican la bienaventuranza de la pureza de corazón, pues tienen el corazón ocupado en múltiples cuestiones que no son sino efímeras (§ 7.1-2).

¿Dónde están los pensamientos de nuestro corazón?

7.1. Luego sigue una segunda [profecía], que así está escrita: “Y vinieron ante mí hombres de entre los ancianos de Israel, y se sentaron delante de mí” (Ez 14,1). La Palabra de Dios compendia todo, y no deja sin tocar ningún tipo de orden que esté establecido en la Iglesia, sino que atraviesa todo y desea sanar a todos, como ahora, que habla específicamente a los presbíteros. En efecto, las cosas que precedieron fueron dichas acerca de los maestros. Por eso, consideremos también ahora qué se dice acerca de los presbíteros, examinándonos a nosotros mismos, para que ninguno de nosotros sea como el presbítero del que, a continuación, se expone: «Y vinieron ante mí hombres de entre los ancianos de Israel, y se sentaron delante de mí. Entonces, la palabra del Señor se dirigió a mí, diciendo: “Hijo de hombre”» (Ez 14,1-3). Veamos la acusación, para poder saber si la encontramos también en nosotros: “¿Acaso no pusieron estos hombres sus pensamientos en sus corazones, y colocaron delante de su rostro el castigo de sus iniquidades? ¿Acaso les debo responder?” (Ez 14,3). “Bienaventurados los de corazón puro” (Mt 5,8). Porque los que tienen un corazón puro no ponen sus pensamientos en sus corazones, sino que más bien los tienen en la palabra de Dios. Pero los que se esfuerzan en preocupaciones mundanas y no buscan otra cosa sino cómo transcurrir esta vida presente, colocan sus pensamientos en sus corazones; por ejemplo, si ves a un hombre que no piensa sino en los negocios del mundo, en riquezas corporales y en la abundancia de alimentos, buscando con angustia las cosas que le faltan, por las que se inquieta, mientras suspira deseando solo su alimento futuro, éste ha colocado el castigo de sus pensamientos en su corazón.

Debemos ser responsables de nuestras acciones

7.2. Por eso, la Palabra divina, reprendiendo a algunos ancianos de este tipo, dice al profeta: “Estos hombres -es decir, los presbíteros mencionados anteriormente- han puesto sus pensamientos en sus corazones, y han puesto el castigo de sus iniquidades ante sus rostros” (Ez 14,3). Que nadie piense que los tormentos nos son infligidos por otros que no seamos nosotros mismos. Dios no castiga, sino que nosotros preparamos para nosotros mismos aquello que padecemos. Por eso, con el testimonio que hemos usado con frecuencia, incluso ahora lo haremos oportunamente: “Caminen a la luz de su propio fuego y la llama que han encendido” (Is 50,11). No hay otro fuego, sino el de ustedes; para el que ustedes han amontonado quien leña, quien paja y quien materia (cf. 1 Co 3,12) para el incendio futuro. 


[1] Lit.: eclesiástico.

[2] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, XXVII,10.3; SCh 461, pp. 314-317: “… No es posible llegar a la Tierra de Promisión si no pasamos por las amarguras. Puesto que, del mismo modo que los médicos incluyen algunas hierbas amargas en los medicamentos, con las miras de salud y curación de los enfermos, así también el Médico de nuestras almas, por previsión de la salud, quiso que nosotros padeciéramos las amarguras de esta vida en diversas pruebas, sabiendo que la finalidad de esta amargura es que nuestra alma adquiera la dulzura de la salud; así, por el contrario, el fin de la dulzura que se halla en la voluptuosidad corporal, como enseña el ejemplo de aquel rico (cf. Lc 16,19 ss.), desemboca en un final amargo, en el infierno de las penas. Tú, por consiguiente, que caminas por la senda de la virtud, no repares en acampar junto a [las aguas] amargas…”.