OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (544)

La parábola sel servidor fiel y sabio

Siglo XIX

Biblia

Bolton, Inglaterra

Orígenes, Veintiocho homilías sobre el (libro) de los Números

Homilía XXII (Nm 27,1-23)

El ejemplo de Moisés en la elección de un sucesor

4.1. Pero mientras tanto, veamos la grandeza de Moisés. A punto de abandonar este mundo, ora a Dios para que provea de un caudillo al pueblo. ¿Qué haces, Moisés? ¿Acaso no son hijos tuyos Gersom y Eleazar? O, si tienes alguna duda sobre ellos, ¿no son los hijos de tu hermano hombres grandes y egregios? ¿Cómo no oras a Dios en su favor, para que los constituya caudillos del pueblo? Mas aprendan los príncipes de las Iglesias a señalar por testamento, como sucesores suyos, no a aquellos que están relacionados con ellos por un vínculo de consanguinidad, ni los que se les unen por parentela carnal, ni entregar el principado de la Iglesia como hereditario, sino remitirlo al juicio de Dios y no elegir a aquel al que recomienda el afecto humano, sino dejar al juicio de Dios todo lo referente a la elección del sucesor.

¿Acaso no podría Moisés escoger un príncipe para el pueblo y elegirlo con un juicio verdadero y con recta y justa decisión, una vez que le había dicho Dios: “Elige ancianos para el pueblo, de los que tú mismo sabes que son ancianos” (cf. Nm 11,16), y los eligió tales que en ellos pronto descansara el Espíritu de Dios, de modo que profetizaran todos (cf. Nm 11,25)? ¿Quién, por consiguiente, pudo de ese modo elegir el príncipe del pueblo como había podido Moisés? Pero no hace eso, no lo elige, no se atreve. ¿Por qué no se atreve? Para no dejar un ejemplo de presunción a la posteridad. Pero escucha lo que dice: “Provea, dice, el Señor Dios de los espíritus y de toda carne un hombre sobre esta asamblea, que salga y que entre delante de ellos y que los conduzca y los reconduzca” (Nm 27,16-17). Si entonces un hombre como Moisés no deja a su juicio el elegir el jefe de su pueblo, el nombramiento de sucesor, ¿quién será el que ose, sea del pueblo -que a menudo suele moverse, excitado por los clamores hacia la gracia o quizás hacia el dinero- sea también de los mismos sacerdotes?; ¿quién será el que se juzgue idóneo para esto, a no ser que le sea revelado por el Señor al que ora y le suplica?

Moisés constituye sucesor suyo a Josué

4.2. Así dice Dios a Moisés: “Toma contigo a Jesús, hijo de Nave, hombre que tiene el Espíritu de Dios en sí mismo, e impón tus manos sobre él; y preséntalo ante el sacerdote Eleazar, y dale las órdenes ante toda la asamblea, y dispón al respecto ante ellos; y pondrás sobre él tu gloria[1], para que le escuchen los hijos de Israel” (Nm 27,18-20). Oyes con nitidez la entronización[2] del jefe del pueblo, tan manifiestamente descrita, que apenas necesite explicación. Aquí no hay ninguna aclamación del pueblo, ninguna razón de consanguinidad, ninguna consideración de parentela. Déjese la heredad de los campos y de las propiedades a los parientes; pero el gobierno del pueblo entréguese a aquel al que Dios elige, o sea, a tal hombre que tiene, como han oído que está escrito, en sí mismo el Espíritu de Dios (cf. Nm 27,18) y los preceptos de Dios están ante él (cf. Sal 17 [18],23), y que sea muy conocido y cercano a Moisés, esto es, en quien esté la claridad de la ley y del conocimiento[3], para que puedan escucharle los hijos de Israel.

En Cristo tocan a su fin los sacrificios y preceptos de la ley según la letra

4.3. Pero puesto que en todas cosas que se nos narran hay misterios, no podemos omitir las realidades que son más preciosas, aunque las que se prescriben según la letra parezcan necesarias y útiles. Consideremos, por tanto, lo que es la muerte de Moisés: sin duda el fin de la Ley, pero de aquella ley que se dice según la letra. ¿Cuál es su fin? La interrupción de los sacrificios y de todos los demás preceptos que se mandan en la Ley con una observancia semejante. Por consiguiente, donde estas cosas acaban, Jesús recibe el principado: “Porque el fin de la Ley es Cristo, para justificación de todo creyente” (Rm 10,4). Y, así como fue dicho sobre los antiguos: “Todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar” (1 Co 10,2), así también dígase de Jesús, que todos en Jesús fueron bautizados en el Espíritu Santo y en el agua (cf. Jn 1,33). Porque Jesús es el que pasa las aguas del Jordán (cf. Jos 3,15 ss. y 4,10 ss), y de algún modo en ellas ya bautiza entonces al pueblo; y él es el que reparte la tierra de la heredad, tierra santa, a todos, no del primer pueblo, sino del segundo; puesto que el primer pueblo, por su prevaricación, cayó en el desierto (cf. 1 Co 10,5). Se dice sobre los tiempos de Jesús que la tierra descansó de guerras (cf. Jos 11,23), cosa que no se pudo decir del tiempo de Moisés. Pero esto se dice de Jesús, mi Señor, no de aquel hijo de Nave.

Conclusión de la homilía

4.4 Y también ¡ojalá mi tierra cese de guerras! Y podría cesar, si yo combatiese fielmente para Jesús, mi príncipe. Porque si yo obedeciese a mi Señor Jesús, nunca mi carne se levantará contra mi espíritu (cf. Ga 5,17) ni será atacada mi tierra por naciones enemigas, o sea, estimulada por diversas concupiscencias. Oremos, entonces, para que Jesús reine sobre nosotros y nuestra tierra descanse de guerras, descanse de los ataques de los deseos carnales; y cuando éstos cesaren, entonces cada cual descansará bajo su vid y bajo su higuera (cf. 1 R 5,5 [4,25 Vulgata]), y bajo su olivo. A la sombra del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, descansará el alma, que haya recuperado en sí la paz de la carne y del espíritu. Al Dios eterno, gloria por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).



[1] Lit.: claridad, resplandor, luz (claritatem).

[2] Lit.: ordenación (ordinationem).

[3] Scientia.