DOMINGO DE PASCUA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR

Las tres Marías en el sepulcro. 1308-1311. Duccio di Buoinsegna. Siena, Italia.


¿Dónde está muerte tu victoria, dónde está tu aguijón?[1]

“El único verdadero pecado es el de permanecer insensibles a la resurrección”, afirma Isaac el Sirio, venerable padre de la Iglesia.

Cada uno conoce lo tupido de su insensibilidad hacia la Vida, hacia la Resurrección: con el tiempo se ha ido convirtiendo en una enorme y pesada piedra que impide el paso hacia el corazón, al que mantenemos cerrado a cal y canto: ¿Quién podrá ayudarnos a quitar una piedra de semejante porte?

Muy de madrugada, cuando todavía está oscuro, vamos con la Magdalena y vemos que la piedra ha sido quitada.

A oscuras va la Magdalena y a oscuras quedamos nosotros. Todavía no nos ha iluminado el Sol que no tiene ocaso, Cristo resucitado. Las tinieblas hacen que la Magdalena corra el riesgo de equivocarse, desoyendo lo que susurra el corazón, para oír lo que tan razonablemente grita su humana razón: aquello de que se han llevado del sepulcro [el cuerpo] del Señor y no sabemos dónde lo han puesto. ¡Ay, ay María, de dónde ese “no sabemos”! ¿Acaso quieres insinuar que tampoco nosotros lo sabemos?

Y de golpe emprendes veloz carrera. Dime María ¿por qué corres? ¿Sólo eso de que se lo han llevado es lo que tu carrera quiere hacer saber a Pedro y al otro Discípulo, al amado? ¿Dónde queda la Buena Noticia? ¡El Evangelio!

¿Por qué todos corren en la mañana de Pascua? ¿Qué necesidad hay? El amor no conoce tardanzas. Todo lo referente a Jesús no admite tardanza. Merece el apuro del amor. El amor siempre va apurado. A quien ama siempre le parece que su hambre va con retardo de abrazos. Pareciera que los pies jamás alcanzan a llevar el ritmo de ese corazón alborozado y alborotado. La vida quiere barrer sin tardanza todos los peñascos que cierran la entrada al corazón… Un dicho medieval reza como sigue: “Los sabios caminan, los justos corren, solamente los enamorados vuelan”. El que ama y es amado capta más, capta antes y capta más a fondo.

Vio las vendas allí, en el suelo...

Pedro y el Discípulo amado parten con el mismo apuro. Llegan sin tardanza, ellos ven lo que María no vio: el interior de una tumba vacía. Pedro escruta el lugar. Busca y busca entender. Ahí están las vendas, el sudario que cubría la cabeza bien plegadito está. Todo conduce a conjeturar que se han hecho inútiles. ¿Qué más imaginar? También Pedro se queda, momentáneamente, más acá de la fe, más acá del amor.

El Amado corrió también él, para él las cosas son diferentes, van más rápido. Él vio ¿qué vio? Él creyó ¿qué creyó? El amor se lo hizo intuir y descubrir. Juan cree porque aquellos signos sólo son elocuentes para un corazón que sabe leerlos. Juan tiene un corazón tan veloz que es capaz de anular las distancias que separan a Jerusalén del Jardín del paraíso, a las vendas y al sudario del Cuerpo ausente.

El primer signo de la Pascua es un sepulcro vacío, un cuerpo ausente. En las cuentas de la historia humana falta un cuerpo entre los asesinados y el balance no puede ya cerrarse porque las cuentas no cierran: falta Uno en la exactísima contabilidad de la muerte. Pascua eleva nuestro planeta lleno de tumbas y las va vaciando: Entonces Jesús, clamando otra vez con voz potente, entregó su espíritu. Inmediatamente, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, la tierra tembló, las rocas se partieron y las tumbas se abrieron. Muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron y, saliendo de las tumbas después que Jesús resucitó, entraron en la Ciudad santa (Mt 27,50-53).

¿Dónde queda muerte tu victoria, dónde quedó tu aguijón?



[1] Elevación sobre la Palabra del Domingo de Pascua de Resurrección: 20 de abril 2014.