OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (847)

Pentecostés
Hacia 1030-1040
Bendicional
Regensburg, Alemania
Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel
Homilía II
Grande es la responsabilidad de quien tiene la misión de enseñar al pueblo, de explicar la palabra de Dios, de interpretar la Sagrada Escritura. Y por ello no se debe perder de vista que nuestras palabras serán pesadas en la balanza divina (§ 3.1).
Palabras que justifican palabras que condenan
3.1. “Profetiza, y dirás a los profetas que profetizan”, no dice simplemente desde el corazón, sino “desde su propio corazón”. «Profetizarás y les dirás: “Escuchen la palabra del Señor”» (cf. Ez 13,2). Esto se me dice a mí, y a quien se promete ser maestro, para que en nosotros surja un mayor temor de Dios, y podamos presentar la homilía como si se tratara un comentario escrito no por los hombres, sino por los ángeles de Dios. Sé bien que, cuando en el juicio se sentará aquel tribunal sobre el cual profetizó Daniel, y los libros sean abiertos (cf. Dn 7,10), todas mis acciones, todas mis interpretaciones, serán presentadas en público, ya sea para mi justificación o para mi condena. De hecho, lo que haya sido bien dicho será para mi justificación, y para mi condena, aquellas [interpretaciones] que hayan sido expresadas en oposición a la verdad. “Por tus palabras, dice [el Señor], serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mt 12,37), es decir, que no todas las palabras que se pronuncian merecen la justificación, ni tampoco todas las palabras que se pronuncian merecen la condena. Si alguien estuviera limpio de sermones infieles y de aquellos que posteriormente deben ser reprendidos, será justificado por sus palabras y no condenado; pero si no ha hablado correctamente en ninguna ocasión, sino que siempre ha expresado errores, será condenado por sus palabras y no justificado. Sin embargo, porque nosotros no somos enteramente perfectos (cf. 1 Co 13,9-10. 12), ni hablamos de tal manera que siempre seamos justificados, ni tampoco somos pecadores a tal extremo que siempre seamos condenados, y pronunciamos algunas palabras con las cuales somos justificados, y otras con las que somos condenados, Dios, que coloca ambas en su balanza, las examina cuidadosamente, y juzga en cuáles palabras soy justo y en cuáles debo ser condenado.
En el siguiente párrafo se nos recuerda la responsabilidad personal que cada uno de nosotros tiene en la custodia de obras y pensamientos, seguros de que algún día deberemos dar cuenta de nuestra forma de vida en el tiempo presente (§ 3.2).
Cuidar nuestros pensamientos y nuestras acciones
3.2. Ahora bien, aquello que hace en [lo referente a] sus palabras, eso mismo hará en sus acciones; es necesario que haya algunas obras por las que seamos justificados, y otras por las que seamos condenados. Porque no soy tan perfecto que en todas las obras sea justo, ni tan pecador para que todas las acciones que haya hecho me condenan en todos los aspectos. Y, además, que hay obras de ambas especies, es evidente por lo que se dice: “Los pecados de algunos hombres son evidentes y preceden al juicio; mientras que otros lo siguen; del mismo modo, las buenas obras son manifiestas, y aquellas que no lo son no pueden esconderse” (1 Tm 5,24-25). Igualmente, sucede con los pensamientos. Puesto que los pensamientos se acusan o se justifican mutuamente (cf. Rm 2,15), me espera el juicio de todo lo que hago, pienso, digo y espero con incertidumbre aquello que me sucederá en aquel juicio; y cuanto más me inculca el temor de Dios a aceptar la sanción por todo lo que he hecho, tanto más debo cuidarme, ojalá, al menos de los pecados mayores, si no puedo de todos.
La profecía de Ezequiel nos invita a caminar tras el Espíritu Santo, evitar el seguimiento del espíritu meramente humano, incapaz de comprender las realidades divinas. Tal es la situación de los falsos profetas que profetizan según su propio parecer (§ 3.3).
Corazón e inteligencia
3.3. Esto respecto al versículo que hemos propuesto: “Aquellos que profetizan desde su propio corazón”, a quienes se les dice: «Escuchen la palabra del Señor, así dice el Señor Adonay: “¡Ay de aquellos que profetizan desde su propio corazón, que siguen su espíritu!”» (cf. Ez 13,2-3). Hay dos pecados, uno del corazón y otro del espíritu. Primero veamos el aspecto mejor, para poder considerar incluso lo que es opuesto. El Apóstol dice: “Oraré con el espíritu, oraré también con el entendimiento[1] -este tiene en el corazón su sede- cantaré con el espíritu, cantaré también con el entendimiento” (1 Co 14,15). Por tanto, en nosotros hay espíritu y entendimiento. Y, como el santo ora con el espíritu, ora también con el entendimiento, alaba con el espíritu, y alaba asimismo con el entendimiento, así también aquel que es un falso profeta profetiza con su propio corazón, y camina no tras el Espíritu de Dios, sino tras su propio espíritu. En verdad hay un cierto espíritu del hombre que habita en él, y que me cuido muy bien de caminar tras él; en cambio, yo, comprendiendo el santo Espíritu de Dios, caminaré tras el Señor mi Dios.
La visión del cristiano no debe ser según su corazón, sino conforme a la revelación del Espíritu Santo, que nos conduce a contemplar la maravillosa obra de nuestra salvación por Cristo Jesús. Y es Él nos introduce en los misterios de nuestra redención (§ 3.4).
Contemplar las maravillas de la ley divina
3.4. Por consiguiente, aquellos profetas que profetizan desde el corazón y caminan tras el Espíritu no de Dios, sino del suyo, no ven nada (cf. Ez 13,3) -que en griego se dice katholy-. Y hay una ambigüedad en la intención del vocablo: porque o bien puede significar lo que es general, es decir, katholika, aunque no ven sino una parte (cf. 1 Co 13,9); o, lo que yo creo mejor, no ven nada en absoluto, aunque parezca que ven una parte. Existen en nosotros ciertamente ojos mejores que los que tenemos en el cuerpo. Esos ojos o ven a Jesús, el Señor, que los creó para contemplarlo, o seguramente están completamente ciegos. Si soy pecador, no veo nada y no puedo asir la luz de la verdad, pues está escrito: “He venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven, vean, y los que ven, devengan ciegos” (Jn 9,39). Pero si soy justo, recibo la gracia de Dios y también se dice de mí que “veo”. Pues los profetas en un tiempo eran llamados “los que ven[2]” (cf. 1 R 9,9). Y está escrito: “Ve, vidente, desciende a la tierra de Judá y permanece allí, y allí profetizarás. Pero en Betel ya no seguirás profetizando” (Am 7,12-13); y en otra parte: Visión, que vio Isaías hijo de Amós” (Is 1,1). Bienaventurado aquel a quien el Señor le abrirá los ojos para contemplar las maravillas de la ley de Dios, según la súplica del profeta que dice: “Quita el velo de mis ojos, y contemplaré las maravillas de tu ley” (Sal 118 [119],18).