OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (870)

Jesucristo Rey del universo
Hacia 1220
Evangeliario
Speyer (Espira), Alemania
Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel
Homilía IX
La falta más grave, enseña Orígenes, es el orgullo, la soberbia. Esta se manifiesta en el rechazo de dar ayuda a los pobres y necesitados, y termina siendo una falta más grave de las impurezas de la concupiscencia (§ 2.1).
La soberbia
2.1. “Sin embargo, la iniquidad de tu hermana Sodoma” -¿qué injusticia?- “es la soberbia: ella y sus hijas desbordaban de plenitud de pan y de abundancia; y no recibían la mano del pobre ni del indigente” (Ez 16,49). Porque no hay duda para nadie de que, según la enseñanza de las Escrituras, sus pecados son desiguales. Porque uno se llama “grande” y el otro “más pequeño” en estas Escrituras. Ahora bien, dado que los pecados son desiguales, es decir, o bien “pequeños” o bien “muy grandes”, alguien podría preguntarse cuál es el mayor de todos los pecados, y la respuesta se da fácilmente [pero erróneamente] diciendo que o bien la fornicación o la impureza, o cualquier otra contaminación de la lujuria es mayor que todos los demás pecados. Y, de hecho, estos también son pecados verdaderamente abominables y repugnantes, pero no son tan graves como este, que es condenado aquí por las Escrituras como mayor que todos los demás, del cual debemos guardarnos.
Al proseguir con la argumentación iniciada en el párrafo precedente, Orígenes subraya, por una parte, la gravedad del pecado de soberbia; y por otra, cuáles son las bases sobre las que pretende asentarse. Todas las fortalezas, por así llamarlas, del orgullo son realidades vanas, transitorias, sumamente efímeras (§ 2.2).
El más grave pecado
2.2. ¿Entonces, cuál es este pecado mayor que todos los pecados? Sin duda, aquel por el que también cayó el diablo. ¿Qué pecado es este, por el que cayó alguien tan eminente, de modo que, como dice el Apóstol, “estando lleno de orgullo, cae en la misma condena que el diablo” (1 Tm 3,6)? El pecado del diablo es estar envanecido, el orgullo, la arrogancia; por estas faltas pasó del cielo a la tierra. Por eso, “Dios resiste a los orgullosos, y da su gracia a los humildes” (St 4,6; cf. Pr 3,34 LXX). ¿Y por qué se engríen la tierra y las cenizas (cf. Si 10,9), para que el hombre se eleve con arrogancia, olvidando en qué se convertirá, y en qué frágil recipiente está contenido, y en qué montones de estiércol está sumergido, y qué tipo de excreciones expulsa constantemente? ¿Qué dice la Escritura? “¿Por qué se enorgullecen la tierra y las cenizas?” (Si 10,9); y: “En su vida expulsa sus entrañas” (cf. Si 10,9). La soberbia es mayor que todos los pecados y el principal pecado del diablo mismo. Cuando la Escritura describe los pecados del diablo, verás que nacen de la fuente de la soberbia; en efecto, dice: “Obraré con mis fuerzas, y quitaré los límites de los pueblos con mi sabiduría e inteligencia, y devoraré sus riquezas; y removeré las ciudades habitadas, y recogeré el entero universo como un nido, y como un huevo roto lo eliminaré” (Is 10,13-14). Mira sus discursos, cómo son soberbios y arrogantes, y a todo lo considera como nada. Así son todos aquellos que están inflados por la jactancia y la soberbia. Las materias [primas] de la soberbia son las riquezas, las dignidades, la gloria terrena.
Particularmente grave es la arrogancia de quienes han recibido un ministerio en la Iglesia para servir al Pueblo de Dios. Contra esta forma de proceder reacciona con vigor Orígenes, y subraya contemporáneamente que la santidad humana se mide no respecto de Dios, lo cual es imposible pues frente a Él todos somos pecadores, sino en relación con nuestros prójimos[1] (§ 2.3).
El camino de la humildad
2.3. Frecuentemente son causa de soberbia, para quien ignora tener dignidad eclesiástica, orden sacerdotal y grado levítico. ¡Cuántos presbíteros que han sido ordenados olvidan la humildad! Como si hubieran sido ordenados para dejar de ser humildes. Más bien, debían observar la humildad, porque han recibido una dignidad, como dice la Escritura: “Cuanto más grande seas, tanto más debes humillarte” (Si 3,18). La sinagoga te ha elegido: inclina humildemente tu cabeza; te han constituido como guía, no te eleves, conviértete en medio de ellos como uno más. Es necesario ser humilde, pequeño[2], es necesario huir de la soberbia, que es la cabeza de todos los males. Considera el Evangelio, con qué condena son infligidas la soberbia y la jactancia de los fariseos. «El fariseo estaba de pie y oraba así dentro de sí: “Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, inicuos, adúlteros, ni como este publicano; ayuno dos veces por semana”. En cambio, el publicano, humildemente y con mansedumbre, permaneciendo a distancia, no se atrevía siquiera a levantar los ojos y decía: “Dios, ten piedad de mí, pecador”. Y este volvió a su casa justificado» (Lc 18,11-14), no simplemente justificado, sino justificado en comparación con el fariseo.
Orígenes distingue “entre la justicia en sí y la justicia que se aplica entre los hombres... Nadie, en efecto, según la argumentación que se propone, pues ser justificado ante Dios, sino solo en relación con los otros seres humanos. Para la justificación de los vivientes se ofrecen dos alternativas: la comparación con los justos o la comparación con los pecadores: nada me aprovechará ser juzgado ante los pecadores peores que yo; en cambio, es mejor ser justificado en relación con otros justos. Pues la justicia hecha sobre la base de los injustos conserva algo de reprobable”[3] (§ 2.4-5).
Sobre la justificación
2.4. En efecto, toda palabra de las Escrituras debe ser cuidadosamente observada, su orden y estructura. Una cosa es ser justificado, otra es ser justificado en relación a otro. Que el publicano haya sido justificado en relación al fariseo, es semejante al hecho que Sodoma y Samaria fueran justificadas en relación a la pecadora Jerusalén (cf. Ez 16,51). Y es necesario que sepamos esto: que cada uno de nosotros será justificado en relación con otro en el día del juicio y será condenado por su relación con otro. Incluso cuando seamos justificados por otro, esta justicia no se pone tanto en referencia a la alabanza, sino a la culpa. Por ejemplo, si se me encuentra culpable de los pecados de Sodoma y otro es llevado a juicio por haber cometido crímenes duplicados, ciertamente soy justificado, pero no justificado como justo, sino que, por comparación con aquel que cometió más, se me considera justo, aunque en realidad estoy lejos de la justicia.
La verdadera justificación
2.5. ¡Ay del hombre que se justifica en relación con muchos pecadores, en cambio, es mucho más bienaventurado aquel que, en comparación con los justos, se muestra justo! Lo encontramos en las alabanzas de la Escritura como el mejor de los buenos; por ejemplo, que nadie ha obrado rectamente ante la faz del Señor como este y aquel: nadie ha celebrado la pascua como Josías (cf. 2 Cro 35,18). De esto se deduce que la comparación entre los justos revela quién realmente es justo, aquel que merece ser justificado de esta manera. ¡Ojalá también yo fuera considerado sabio entre los sabios y justo ante los justos! Porque no quiero justificarme ante los injustos, ya que tal justicia es todavía reprobable.





