“El Espíritu Santo descendió sobre María, y el poder del Altísimo la cubrió. Por eso el que fue engendrado es santo e Hijo de Dios Altísimo, Padre de todas las cosas, el cual, llevando a cabo la encarnación, reveló un nuevo nacimiento. Pues así como por el viejo nacimiento heredamos la muerte, así por este nacimiento heredamos la vida” (san Ireneo de Lyon).
Muy feliz fiesta de la Natividad del Señor

OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (875)

La Sagrada Familia de Jesús, María y José
1503-1508
Liturgia de las Horas
Francia
Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel
Homilía X
Se ha hecho notar la proximidad del tema tratado en el párrafo siguiente (§ 4.1) con otro texto de Orígenes[1], que cito con amplitud:
«Quizás niegue alguien que convenga a la bondad de Dios el que al pecado de un solo día corresponda un año de suplicios; o diga incluso que, en el caso de que [Dios] devuelva día por día, aunque justo, no pueda sin embargo considerarse clemente o benigno. Entonces, pon atención a esto, por si podemos aclarar la dificultad del asunto con ejemplos más claros. Si se inflige una herida al cuerpo o se parte un hueso o se sueltan las junturas de los nervios, las heridas a los cuerpos suelen acontecer en el espacio de una hora, mientras que, después de soportar muchos sufrimientos y dolores, solo con mucho tiempo se sanan. ¡Cuántos tumores, en efecto, y cuántos tormentos se generan en aquel sitio! Y, si sucede que de nuevo y repetidamente resulta uno herido en la misma llaga o en la misma fractura y más frecuentemente se quebranta, ¡con cuántas penas podrá curar esto y con cuántos tormentos medicarse! ¿En cuánto tiempo, en caso de que pueda, será devuelto a la salud?; y así, si con dificultad algún día se cura, pero no desaparece la debilidad el cuerpo y la fealdad de la cicatriz.
Pasa ahora del ejemplo del cuerpo a las heridas del alma. Cuantas veces el alma peca, otras tantas resulta herida. Y para que no dudes que ella es herida por los pecados como por dardos y espadas, oye al Apóstol, que nos advierte para que tomemos “el escudo de la fe, con el cual puedan -dice- destruir todos los dardos ígneos del Maligno” (Ef 6,16). Ves, por tanto, que los pecados son dardos del Maligno, dirigidos contra el alma. Pero padece el alma no solo las heridas de los dardos, sino también las fracturas de los pies, cuando se preparan lazos para sus pies (cf. Sal 56 [57],7) y se hacen vacilar sus pasos (cf. Sal 36 [37],31). ¿En cuánto tiempo, por consiguiente, piensas que tales heridas y de tal especie, pueden curarse? ¡Oh, si pudiéramos ver cómo resulta herido nuestro hombre interior por cada pecado, cómo le inflige una herida la palabra mala! ¿No has leído -dicen- que las espadas hieren, pero no tanto como la lengua (cf. Si 28,18)? Se hiere, por tanto, el alma por la lengua, se hiere también por los malos pensamientos y las concupiscencias; pero se fractura y se quebranta por obra del pecado. Lo cual, si pudiésemos verlo todo y sentir las cicatrices del alma herida, resistiríamos ciertamente frente al pecado, hasta la muerte. Pero ahora, como los que están poseídos por el demonio o los de mente alienada, no sienten si son heridos, porque carecen de sentidos naturales, así también nosotros, o privados de la razón por las concupiscencias del siglo, o embriagados por los vicios, no podemos sentir cuántas heridas, cuántas trituraciones infligimos al alma cuando pecamos. Y por eso la consecuencia lógica es ampliar el tiempo de la pena, esto es, de la cura y medicación, y por cada herida prolongar los espacios de curación, según la cualidad de la llaga.
Así, por consiguiente, la equidad y benignidad de Dios se harán evidente también en los propios suplicios del alma; y el pecador al oír esto, vuelva en sí y no peque más. Porque la conversión en la vida presente, y la penitencia fructuosamente realizada, confieren rápida medicina a las heridas de este género, puesto que la penitencia no solo sana la herida pretérita, sino que también en adelante no permite que el alma sea herida por el pecado...»[2].
La sanación requiere tiempo
4.1. “¿Y acaso no era Sodoma, tu hermana, como una noticia en tus labios en los días de tu orgullo? Así como ahora eres el oprobio de las hijas de Siria y de tus alrededores, y de todas las hijas extranjeras que te circundan; tus impiedades y tus iniquidades, tú las llevas” (Ez 16,56-58). Oh Dios clementísimo, que realizas el restablecimiento y dices: “¡Lleva tus impiedades y tus iniquidades!”. No lo digo en vano: “Serás restablecida”, pero cuando hayas agotado tus impiedades y tus iniquidades, entonces volverás a tu estado anterior. Así como las heridas que se hacen sobre el cuerpo ocurren muchas veces en poco tiempo, pero la curación de las heridas provoca enormes tormentos, no según la igualdad del tiempo en que fueron infligidas, sino según la razón de la curación -por ejemplo, en un instante puede ocurrir una fractura de la mano o un aplastamiento en el pie; y aquello que se hizo en poco tiempo suele tardar casi tres meses y mucho tiempo en curarse-, así también el placer, que debilita los nervios del alma, la lujuria y todos los pecados en conjunto, cuando en poco tiempo han dañado el alma infeliz y la han arrastrado a los vicios, luego requieren mucho tiempo de sufrimientos y tormentos.
Grave falta es olvidar la misericordia del Señor para con cada ser humano. Este olvido atrae hacia nosotros la ira de Dios, es decir, la pérdida de todos los beneficios que nos reporta la acción salvífica de Cristo. Debemos cuidar la alianza que Él pactó con nosotros (§ 4.2).
No despreciemos la bondad del Señor
4.2. Por eso esto dice el Señor: “Y haré contigo como tú hiciste, así como despreciaste estas cosas transgrediendo mi alianza; yo me acordaré -primero- de cómo has actuado, y así te haré; después, me acordaré de mi pacto, que hice contigo en los días de tu infancia” (Ez 16,59-60). Porque en verdad hizo un pacto con ella en los días de su infancia. Hemos explicado anteriormente cómo hizo un pacto con ella[3]. “Y estableceré contigo un pacto eterno” (Ez 16,60). “Yo doy la muerte y yo doy vida” (Dt 32,39), dice. El que ahora promete estas cosas, causa dolores y de nuevo restablecerá; hirió y su mano sanará. También se dice en Miqueas: “Soportaré la ira del Señor, porque pequé contra Él, hasta que Él mismo justifique mi causa” (Mi 7,9). ¿Cuándo será justificada mi causa? Cuando haya soportado la ira del Señor, pues “desprecié las riquezas de su bondad, paciencia y longanimidad, y según mi dureza y mi corazón impenitente, atesoré para mí ira en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (cf. Rm 2,4-5).
La alianza es un regalo de Dios a su pueblo, no algo que el pueblo infiel merezca. Además, las dos ciudades mencionadas ciertamente no está en el mismo plano que Jerusalén[4] (§ 5.1).
“Para edificación”
5.1. “Y serás deshonrada porque has recibido a tus hermanas mayores junto con aquellas más jóvenes, y te las daré para edificación” (Ez 16,61). Antes mencionó a una hermana, Sodoma, y a la otra, Samaria; ahora lo repite y dice: “Tus hermanas mayores”, aunque solo Samaria sea mayor, y Sodoma más joven; pero como con ellas son recordadas sus hijas, dice que todas son de una misma especie. Y tantas hijas como tiene Sodoma, otras tantas tiene asimismo Samaria. “Y te las daré para edificación y no según tu pacto; y yo mismo estableceré mi pacto contigo” (Ez 16,61-62).
El Señor, rico en misericordia, nos perdona, es siempre benigno con nosotros. Pero por nuestra parte debemos experimentar una sana vergüenza por las faltas que hemos cometido, y en el silencio de nuestro corazón llorar por nuestras denigrantes infidelidades (§ 5.2).
La vergüenza de reconocer nuestras faltas
5.2. Considera el fin de la promesa: “Y conocerás que yo soy el Señor, para que recuerdes y te avergüences” (Ez 16,62-63); es decir, cuando hayas recibido el precio de tus pecados y los hayas recordado, entonces te avergonzarás. “Y no tengas ya que abrir tu boca” (Ez 16,63). Cuando haya recibido el precio de mis pecados y haya sido restablecido, por el pacto hecho conmigo, entonces comprenderé aún más mis males y me avergonzaré, y siendo consciente de ello me castigaré interiormente. Observa, además, lo que me sucede, para que ya no me sea lícito abrir la boca ante mi vergüenza, y cuándo me sucede: “Cuando yo me reconcilie contigo” (Ez 16,63). Ni siquiera entonces, cuando me es concedida misericordia a pesar de haber pecado mucho, puedo abrir la boca; ni, cuando Él perdona mis crímenes, quedo libre de la vergüenza, sino que, comprendiendo mis pecados, soy torturado perpetuamente por el fuego de mi conciencia.
Después de comentar en cinco homilías el contenido del capítulo dieciséis del profeta Ezequiel, Orígenes concluye este extenso desarrollo con una breve, pero muy significativa, exhortación. En efecto, pide a sus oyentes que no sean remisos en la lucha contra los espíritus malignos, mostrando con obras su opción por el amor a Cristo Jesús (§ 5.3).
Estar dispuestos para luchar contra los malos espíritus
5.3. Por eso, ya que la vergüenza y la confusión eterna nos han sido reservadas, si hemos pecado, oremos a Dios de todo corazón para que nos conceda luchar por la verdad hasta el fin, con el esfuerzo de nuestro espíritu y de nuestro cuerpo, de modo que, incluso si llega a haber un tiempo en que se ponga a prueba nuestra fe -porque así como el oro se prueba en el horno (cf. Sb 3,6), así nuestra fe se prueba en el peligro y en las persecuciones- y aunque la persecución estalle, nos encuentre preparados, para que nuestra casa no caiga en invierno, ni nuestras obras, como una estructura edificada en la arena, sean destruidas por las tempestades (cf. Mt 7,24 ss.). Para que, cuando soplen los vientos del diablo, es decir, los espíritus malvados, nuestras obras resistan, las que hasta ese día han resistido, siempre y cuando no hayan sido socavadas en secreto; y, preparados para la acción, manifestemos nuestro amor, que tenemos por Dios en Cristo Jesús, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (cf. 1 P 4,11).





