OBRAS DE LOS PADRES DE LA IGLESIA (872)

La Inmaculada Concepción. El árbol de Jesé

Siglo XII

Biblia

Lambeth, Inglaterra

Orígenes: Homilías sobre el libro del profeta Ezequiel

Homilía IX 

El pecado de orgullo o de soberbia se manifiesta en la incapacidad de acoger las necesidades de las hermanas y de los hermanos; y esto se une a la jactancia de la propia gloria (§ 5.1).

Los diversos pecados

5.1. “Este fue su [obrar] y el de sus hijas” (Ez 16,49). Luego sigue otro delito de Sodoma, sobre el que debemos hablar, para no incurrir en un crimen similar: “Y no recibía la mano del pobre y del necesitado” (Ez 16,49). Examina cuidadosamente la enumeración de los pecados de Sodoma. Yo mismo, si según mis fuerzas no ayudo con mi mano al pobre y al necesitado, cometo un pecado de Sodoma. Sigue otra acusación: “Y se gloriaba con arrogancia” (cf. Ez 16,50). También la jactancia de la gloria es un crimen de Sodoma. Sin embargo, hay ciertos pecados de los egipcios, otros de los sodomitas, otros de los babilonios, otros de los asirios, otros de los moabitas, otros de los amonitas. “¿Quién es sabio y comprenderá esto? ¿Quién es inteligente y lo entiende?” (Os 14,10).

Necesitamos reconocer las faltas que están en nuestro interior y evitar que ellas se adueñen de nuestras vidas, tornándonos miserables y dignos de lamento (§ 5.2).

Los pecados que están en nuestro corazón

5.2. Siempre que leemos lo que está escrito sobre la destrucción de Sodoma, no digamos: “¡Pobres sodomitas, cuyos frutos ya no prosperan en la tierra, miserables y dignos de gran lamentación, que han sufrido tan luctuosos y terribles tormentos!”. Más bien, llevemos esta enseñanza en nuestros corazones, escudriñemos nuestros riñones y pensamientos (cf. Ap 2,23; Jr 11,20; 17,10), y entonces veremos que aquellos por los que lloramos están en nuestro interior, porque en nosotros se encuentran los pecados de los sodomitas, de los egipcios, de los asirios y todos los demás pecados que la Escritura enumera y condena. 

Orígenes pone de manifiesto una realidad que observamos por todas partes hoy en día: la búsqueda desesperada de dinero y poder que impone la sociedad de consumo en la que vivimos. Esta forma de vida solo conduce a desigualdades manifiestas y a la arrogancia sin límite por parte de quienes todo lo poseen a costa de un gran número de marginados (§ 5.3).

El peligro de la abundancia

5.3. Habíamos prometido antes decir algo tomando como referencia la Escritura. A Sodoma, en su abundancia de pan y deleites, y que comete este tipo de pecados, le dice la ley: “Ten cuidado, no sea que comiendo y bebiendo a saciedad y edificando casas bellas, multiplicando tus ovejas y tus vacas, y acrecentando tu plata y tu oro, olvides al Señor Dios” (cf. Dt 8,11-14). Y en otro pasaje: “El amado comió, bebió y quedó satisfecho, engordó y tiró coces” (cf. Dt 32,15). De manera semejante, Salomón en los Proverbios dice: “Concédeme lo necesario y lo suficiente, para que, saciado, no quede lleno de mentira y diga: ‘¿Quién me ve?’. O empobrecido, robe y jure en el nombre de Dios” (Pr 30,8-9). Y simplemente debe decirse que nada hace crecer tanto en arrogancia como las riquezas, la saciedad y la avidez de bienes abundantes, así como el prestigio y el poder.

Estamos siempre tentados de arrogarnos grandezas o dones que hemos recibido para ponerlos al servicio de nuestras hermanas y de nuestros hermanos. Pero, por el contrario, nos los atribuimos como si fueran una condición de nuestra propia excelencia, y nos “inflamos”. El ejemplo del apóstol Pablo nos ayuda a ubicarnos en nuestra precaria condición de seres humanos muy débiles (§ 5.4).

La debilidad humana

5.4. Con todo, también es posible ver, avanzando hacia cosas más altas, como con frecuencia yo puedo alimentar la soberbia, si comprendo la palabra divina, si fuera más sabio que los demás. Ciertamente, la ciencia hincha (1 Co 8,1), no lo digo yo, sino el Apóstol. Por eso, temo que también yo mismo me engría. Se otorgan dones espirituales para que sean administrados como conviene. Si se otorgan para esto, para lo que conviene, ¿quién es aquel a quien no le convienen? ¿Y por qué no le convienen? Escucha. A la persona inferior, el carisma le proporciona una actitud engreída y una cierta autosatisfacción, ya que se considera a sí misma por encima de los demás. A menudo, la saciedad y la abundancia de panes son causa de arrogancia, y a veces también, de los dones espirituales surge el pecado de la soberbia, y en ambas situaciones hay una diferencia. El gran apóstol Pablo necesitó “una bofetada del ángel de Satanás, que lo abofeteaba, para que no se exaltara demasiado” (cf. 2 Co 12,7), pues oraba y suplicaba a Dios que le concediera lo que pedía muchas veces; y aunque también pidió esto mismo y no obtuvo lo que había pedido, se le dijo: “Te basta mi gracia; pues mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad” (cf 2 Co 12,8-9). Por eso, debe temer, aquel que todavía se encuentra en la naturaleza humana y vive en esta luz presente, no solo por las cosas que en este siglo parecen buenas, sino también por las que realmente son buenas, porque no podemos soportar las grandes cosas[1].

La falta de David fue, en primer término, olvidar que su pureza no era obra suya, sino un don de la gracia divina. Debemos poner nuestra confianza en la gracia que nos regala Jesucristo (§ 5.5).

El pecado de David

5.5. Presento para prueba de la presente afirmación la historia de David, en la que se narra que cometió pecado contra Urías. Antes de Urías no se encuentra ningún delito en David; era un hombre beato y sin culpa a los ojos de Dios (cf. Sb 10,5). Pero, consciente de que su vida era intachable, pronunció palabras que no debería haber dicho: “Escucha, Señor, mi justicia, atiende a mi súplica; oye mi oración, que no proviene de labios engañosos. Que mi juicio provenga de tu rostro, que tus ojos vean la rectitud. Probaste mi corazón y me escrutaste en la noche; me examinaste con fuego y no se halló iniquidad en mí” (Sal 16 [17],1-3), y esto dijo porque la visita de Dios se le presentaba por la conciencia y la felicidad de su vida; pero fue tentado y despojado de ayuda, para que pudiera ver la fragilidad humana. Cuando se apartó la protección de Dios, aquel que era muy casto, admirable en pudor, que había escuchado: “Si tus servidores están puros, especialmente respecto de las mujeres” (cf. 1 S 21,5)[2], y como alguien puro había recibido la eucaristía, este hombre no fue capaz de perseverar [en la pureza], sino que fue sorprendido en ese delito, que él se felicitaba por haber evitado.

Es necesario aprender que todos los dones, materiales y espirituales, que de Dios recibimos, nos permiten vivir según Dios. Si olvidamos esta certeza de nuestra fe, caemos en la vanagloria y nos asociamos a todos los pecados que arruinan por completo nuestra existencia (§ 5.6).

Con sincera humildad

5.6. Por tanto, quien, siendo consciente de su pureza, se gloría a sí mismo sin recordar la palabra: “¿Qué tienes tú que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Co 4,7), este es abandonado y, desolado, aprende por experiencia, que estas cosas buenas, de las cuales era consciente, no fue tanto él mismo quien las produjo, sino Dios, que es la fuente de todas las virtudes. De esto se deduce que tanto la saciedad de los panes como los dones espirituales, a quienes no pueden soportar estas cosas, les generan vanagloria. Por eso debemos huir de Sodoma y de sus pecados, huir de Samaria y de los pecados por los que fue castigada la mísera Jerusalén, para que, en todas las cosas, y con la fortaleza que Dios nos da, logremos humildad y justicia en Cristo Jesús, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. ¡Amén! (cf. 1 P 4,11).


[1] Cf. Orígenes, Homilías sobre el libro de los Números, XXVII,12.5; SCh 461, pp. 326-329: «La siguiente etapa se hace “en Ressá” (cf. Nm 33,21), que entre nosotros puede decirse tentación visible o laudable. ¿Qué es esto, que, aunque el alma tenga grandes progresos, sin embargo, no se retiran de ella las tentaciones? Por donde se concluye que se le aplican las tentaciones como cierta protección y defensa. Porque, como la carne, si no se adoba con sal, se corrompe, aunque sea grande y selecta, así también el alma, a no ser que con tentaciones asiduas en cierto modo se sale, en seguida se afloja y se relaja. De aquí que, por esto, diga [la Escritura] que todo sacrificio se sale con sal (cf. Lv 2,13). Y es también lo que decía Pablo: “Y, para que no me engría por lo sublime de las revelaciones, me ha sido dado el aguijón de mi carne, un ángel de Satanás, que me abofetea” (2 Co 12,7). Ésta es, por consiguiente, la visible o laudable tentación».

[2] En la recepción de los panes sacros que le ofrece el sacerdote a David, Orígenes ve como esbozada la Eucaristía (cf. OO 8, p. 322, nota 31).